¿Sabes que te quiero? (53 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—¿Te gusta esta canción? —le pregunta ella, sin perder de vista al coche que tiene delante.

—Sí. Pero de Finley la que más me gusta es
Sole di settembre
.

Sandra sonríe y pulsa el botón del equipo de música para avanzar hasta el tema que Ángel ha nombrado.
Play
. Comienza a sonar la canción. Los dos se agitan en sus asientos, moviendo sus cabezas adelante y atrás.


«Un'altra notte di illusioni. Gente immersa nell'ipocrisia. Manca ossigeno nell'aria. Senza te...»
—canta la chica en un perfecto italiano.

—¿Dónde aprendiste?

—¡Pero si canto fatal!

—A cantar no, tonta. El italiano. Lo pronuncias fenomenal.

La periodista se encoge de hombros.

—Es un idioma muy sencillo.

—Sí, pero yo te he oído otras veces hablarlo muy fluido. Y, que yo sepa, en Italia solo has estado de vacaciones.

—Ya.

—Y en la Universidad..., no creo. Yo, al menos, no lo di en la carrera.

—No, no lo estudié en la Facultad.

Su sonrisa la delata. Ángel empieza a sospechar cómo aprendió Sandra el idioma.

—No me digas que saliste con un italiano.

—Vale, pues no te lo digo.

Gira a la derecha y llegan a la calle en la que vive Ángel.

—¿Fue algo serio?

—Tú me has dicho que no te dijera nada y lo estoy cumpliendo.

—Era una forma de hablar.

La chica encuentra un aparcamiento y pone los intermitentes para avisar al resto de coches que va a estacionar ahí.

—¿De verdad te interesa?

—No demasiado.

—Pues no te lo cuento —señala, mirando por el espejo retrovisor para comprobar que no viene nadie y que puede maniobrar con comodidad.

—Cómo te haces de rogar, ¿eh? Venga, cuéntamelo, que sí que lo quiero saber.

Sandra permanece un instante en silencio. Está pendiente de no tocar a los coches de al lado. Da marcha atrás, muy despacio, y aparca.

—Fue en el instituto —comienza a decir, con el vehículo ya parado—. Lo conocí cuando tenía catorce años y salí con él a los diecisiete. Tres meses. Luego me engañó con otra y lo dejamos.

Ángel se sorprende. No sabía nada de ese misterioso italiano.

—¿Y en tres meses aprendiste tan bien el idioma?

—No. Empecé a estudiarlo por mi cuenta cuando lo conocí.

—¿Por él?

—Sí —responde muy segura—. Las cosas que se hacen por amor, ¿eh?

—¿Y qué te decía tu padre?

—El no sabía nada de Marco. Estaba encantado con que quisiera aprender un idioma.

No está muy seguro del motivo, pero Ángel siente rabia por dentro. ¿Celos del italiano?

—Es sorprendente que hicieras eso solo para ligar con él.

—No era para ligar —replica—. Me gustaba mucho. Estaba pilladísima. Solo era una adolescente e imaginaba que, si conseguía hablar con él en italiano, yo le gustaría más.

—Bueno, al final lo lograste. Fuisteis novios.

—Bah. Él no me quería. Solo buscaba sexo. Le ponía que le hablara en su idioma mientras lo hacíamos.

Definitivamente, tiene celos. Unos celos enormes de aquel tipo. ¡Y encima se acostaba con ella!

—¡Qué capullo!

—Sí. Y yo, más, por permitírselo. Pero es que estaba tan bueno...

—¡Oye...!

—¡Es verdad! Tenía unos ojos, una boca... ¡Y unos hombros...!

Tanto piropo está empezando a molestar a Ángel, que ya no quiere oír más de aquel
espagueti
.

—Bueno, me voy a casa, que se hace tarde.

—Mmm... Otra vez —comenta Sandra, mirándole directamente a los ojos.

—Otra vez, ¿qué?

—Que estás celoso. Te has puesto celoso de Marco.

—No es verdad —la contradice, mientras abre la puerta del coche para bajarse—. Bueno, sí es verdad. ¡Estoy celoso!

Su confesión hace reír a la chica. No puede negar que aquellas reacciones de Ángel le hacen feliz. Muy feliz. Pensaba que lo tenía todo perdido con Paula, que, después de que ella apareciera, su novio la dejaría. Era lo lògico si aún estaba enamorado de ella. Sin embargo, aquella mañana con él ha sido genial y le ha devuelto la esperanza. Lo siente cerca otra vez. Nada que ver con lo que había pasado en los dos últimos días. Ahora sus posibilidades de continuar con él, al menos, están al cincuenta por ciento.

Pero debe confesarle algo.

—¿Te puedo decir una cosa sin que te enfades? —pregunta Sandra.

—Mmm... Depende de lo que me digas.

—Promete que no te enfadarás. Si no, no te lo cuento.

Está desconcertado. ¿Qué le tiene que contar?

—Vale. Lo prometo.

—Es mentira —suelta Sandra, mientras suena otra de los Finley,
Tutto e possibile
.

—¿El qué es mentira? —pregunta el chico, extrañado.

—Lo del novio italiano.

Ángel no comprende nada. Cierra la puerta del coche y escucha lo que Sandra tiene que aclararle.

—¿Me lo puedes explicar, por favor?

—No te enfades. Simplemente quería ver cómo reaccionabas —le pide la periodista—. No existió ningún novio italiano. Me lo he inventado todo sobre la marcha.

—No me lo puedo creer. ¿Por qué has hecho eso?

—Ya te lo he dicho: quería ver cómo reaccionabas. Es mi venganza por lo de la tarta. Te debía una.

—¡Pero si el que se ha puesto perdido de chocolate y nata he sido yo!

—¿Y qué? Tú fuiste el que quiso hacerme trampas. ¿No te acuerdas?

¡Vendetta!
Todo ha resultado ser una broma de Sandra.

—¿Cuál es la verdad entonces?

—Pues... De pequeña fui a un colegio bilingüe. Y hablaba italiano casi todo el tiempo con los otros niños, que eran la mayoría de padre o madre italianos.

—Un colegio bilingüe...

—Sí.

Ángel se pasa una mano por el pelo. Es extraño sentirlo de punta, acostumbrado a su cabello totalmente liso.

—¿Y la historia del novio es completamente falsa?

—Sí . Hubo cosillas en el instituto, como tiene cualquier jovencita de esa edad. Pero nunca aprendería un idioma por un tío.

Se lo vuoi, tutto è possibile

nulla è inafferrabile, senza un limite.

—¿Qué hago contigo?

—He sido mala. ¿Me vas a castigar? —bromea.

Ángel la mira muy serio.

—No voy a castigarte.

—Pues, entonces, puedes darme un beso.

Sandra lo mira con los ojos muy abiertos y las mejillas calientes. Nerviosa. Insegura. Como cuando tenía trece años y le dieron su primer beso.

—¿Crees que es lo mejor? Solo sigues siendo mi presunta novia.

—Antes te di un tartazo, ahora te he mentido y te he puesto a prueba. Te mereces un beso, ¿no?

—Pues dámelo.

La chica se inclina sobre él y busca sus labios.

Cierran los ojos y se besan.

Un beso de película, de esos que le da el chico a la chica antes de dejarla en casa. En aquel caso, con los papeles cambiados.

—Me voy. Luego te llamo —dice Ángel cuando se separan.

—Vale.

—Adiós.

—Adiós.

El chico abre la puerta y se baja del coche. No mira hacia atrás. No lo necesita. Sabe lo que ella siente. Lo sabe perfectamente. Porque él siente exactamente lo mismo.

Capítulo 84

Ese día de finales de junio, en un hospital cercano a la ciudad.

Paredes blanquísimas. Olor a limpio. La mujer de la limpieza ha pasado dos veces en los últimos quince minutos. Y gente, muchísima gente que, nerviosa, cargada de incertidumbre, espera una respuesta, un pronóstico.

La sala de espera del hospital está repleta. Unos entran desesperados y se marchan rebosantes de promesas e ilusiones. Otros no tienen tanta suerte.

Ha pasado ya más de una hora desde que los chicos llegaron. La madre de Diana también está allí. Paula la llamó. Alguien lo tenía que hacer cuanto antes. Fue muy complicado contarle lo que había pasado, aunque trató de no ponerla nerviosa y explicarle que su hija estaba bien. En realidad, no lo sabía. Los médicos todavía no han dicho nada. La mujer, al enterarse, se dirigió con su actual pareja hasta aquel lugar lo más rápido posible. Después de hablar con los chicos, preguntó a varios doctores, pero a ella tampoco le podían informar aún del estado de Diana. Solo le han comentado que está consciente y que debe esperar.

Mario es el más afectado de todos. No deja de resoplar, triste, cabizbajo. Apenas ha dicho nada. Solo cuando Débora le preguntó, le contó por encima la historia. Se saltó el detalle de que el desmayo se produjo cuando se iban a duchar juntos o que todo ocurrió después de que su hija le pidiera que se casaran. No es el momento de dar explicaciones de la relación tan intensa que comparten. Tampoco le ha contado nada de los mareos de la chica y de sus problemas con la comida. De eso, posiblemente, le pondrán al corriente los médicos cuando hablen con ella.

Paula se levanta de la silla en la que lleva un buen rato sentada y se acerca hasta la de Mario. Se agacha delante de él y le coge las manos.

—Tranquilo. Se pondrá bien —le asegura con una gran sonrisa.

—No sé. Eso espero.

La chica se incorpora de nuevo y le da una palmada en la rodilla.

—Vamos a comer algo a la cafetería, anda.

—No tengo hambre.

—Bueno, pues me acompañas a mí.

Y, tirando de él, consigue que se ponga de pie, a pesar de sus quejas. Paula avisa al resto de que van a la cafetería y se alejan por el pasillo hasta el ascensor.

Sabe que su amigo lo está pasando mal y, aunque ella también se siente como él, tiene que hacer algo para ayudarle. Casi no ha hablado desde que llegaron al hospital. Quizá ella logre que se desahogue.

—Creo que hay que darle al -1 —apunta la Sugus de piña, ya dentro del ascensor.

Mario pulsa el botón y bajan.

Están solos. El chico mira hacia una de las paredes. Paula lo observa. Siente muchísima pena por él. El pobre está pasando un fin de semana de subidas y bajadas tan grandes que es imposible que lo digiera todo. En menos de tres días ha perdido la virginidad, ha cortado y ha vuelto con su novia, se perdió en la sierra... y se ha enterado del problema de Diana.

—¿Quieres hablar? —le pregunta tímidamente.

—¿Hablar de qué?

—De todo.

La puerta del ascensor se abre. Se encuentran la cafetería nada más salir, enfrente. La pareja camina hasta allí y se sienta en una mesa cercana a la barra.

Una camarera con grandes ojeras y unos cuantos kilos de más enseguida se aproxima a ellos y les pregunta por lo que van a tomar. Paula ojea rápidamente la pequeña carta que tiene delante y pide un sándwich vegetal y una botella de agua. Mario no quiere nada.

—Qué rapidez. Ya quisieran la mayoría de restaurantes...

—Sí.

El muchacho apoya una mano en su barbilla y se inclina hacia delante.

—Venga, hombre..., ¡anímate! —exclama, dándole un golpecito en su brazo.

—No tengo motivos para estar animado.

—¿Crees que a ella le gustaría verte así?

—A ella le gustaría estar bien.

—Claro. Y a todos. Pero ya verás como, dentro de nada, la tienes contigo protestando por algo que has hecho. Como siempre.

Sus ojos comienzan a ponerse rojos. Son muchos los recuerdos que le vienen a la mente, recuerdos de todo tipo, pero cada uno de ellos llenos de emotividad.

—Está mal, Paula —susurra.

—No lo sabes. Hay que ser positivos.

—Se ha golpeado la cabeza.

—Sí, pero está consciente. Seguro que no es nada. —Paula no quiere perder su optimismo.

—Los golpes en la cabeza son los más peligrosos. Pueden dejar secuelas.

—¡No seas catastrofista, hombre! Diana estará como siempre en cuanto se recupere.

La camarera regresa a la mesa con la botella de agua y el sandwich vegetal de Paula. No tiene muy buena pinta y solo parece que lleve lechuga, tomate y mayonesa.

—Creo que se me ha quitado el hambre —confiesa la chica.

—Pues ya somos dos.

—¿No quieres un poco?—le pregunta, examinado detenidamente el interior del sándwich.

—No, gracias.

—Por lo menos estamos en un hospital. Si me pasa algo, me tratarán rápidamente.

Pero la broma no le hace gracia a Mario, que no sonríe. Paula opta entonces por no decir nada más. Tal vez se ha equivocado y lo que más le conviene a su amigo es estar un rato en silencio y tranquilo.

Ninguno de los dos habla en los minutos siguientes.

—¿Sabes una cosa? —pregunta Mario, rompiendo por fin el silencio. Y responde él mismo antes de que su amiga conteste—. Diana me pidió que me casase con ella justo antes de desmayarse.

—¿Qué dices?

La expresión de Paula es de total sorpresa. No podía ser de otra manera. ¡Son menores de edad y llevan saliendo poco más de un mes!

—Lo peor es que no le dije que sí.

—A ver..., ¿cómo que te pidió que os casarais?

No lo entiende. ¿Casarse, de «casarse»? ¿Iglesia, vestido blanco de novia y banquete? No puede ser. Debe de haber entendido mal.

—Pues eso. Que me pidió que nos casáramos. Ella decía que me quería y que estaba segura de lo que sentía por mí.

—Pero, casaros..., ¿cuándo?

—Dentro de unos años, cuando termináramos la Universidad.

—¿Quería que os prometierais ya?

—Sí.

—¡Madre mía! ¡Sí que le ha dado fuerte a Diana por ti! ¡Y eso que ayer lo quería dejar contigo!

Las cosas cambian de un día para otro. Y más con una persona como Diana, tan impulsiva e impredecible. El chico suspira. Se siente culpable. ¿Por qué no le dijo que sí? ¡Si también la quiere! Cada minuto que pasa se da cuenta de que cada vez la quiere más. La echa muchísimo de menos. Recuerda una frase de un evento que un día le pasaron vía Tuenti; «Si yo mañana no estuviera, ¿qué me dirías ahora?». La respuesta es tan clara como triste: le diría que la ama y que desea pasar el resto de su vida junto a ella.

Su sensación de desánimo crece y tiene muchas ganas de echarse a llorar. Paula se da cuenta, pero teme que cualquier iosa que le diga le afecte más. Es una situación comprometida para ella, que también se siente muy agobiada por todas las circunstancias que la están abrumando.

—Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes —murmura Mario con las lágrimas en los ojos.

—¡No seas tonto! —le recrimina Paula—. Aquí nadie va a perder a nadie.

—Puede que yo haya perdido mi oportunidad.

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