—¡Diana! ¡Te has despertado! ¡Menos mal! —le dice Paula, abrazándola.
—Claro..., pero no... voy a ir... al médico —insiste tartamudeando.
—Tienes que ir. Te has desvanecido. Has estado unos segundos inconsciente.
La chica sonríe y mira a los ojos a Mario.
—Te quiero —suelta de repente—. Pero no sé..., no..., no puede ser.
A Paula se le escapan las lágrimas y, al chico, aquellas palabras le provocan un nudo en la garganta.
—Debes ir al médico. Llevas todo el día con mareos y vomitando —indica Mario sobreponiéndose y la ayuda a sentarse en el suelo. El y Paula hacen lo mismo.
—Estoy bien.
—No digas que estás bien porque no es cierto. Acabas de quedarte unos segundos inconsciente —replica su amiga.
—Pero... ya me he... recuperado.
—¡No es verdad! ¡Tienes que ir al médico!
—No voy a ir al médico.
Los tres se quedan un rato sentados en el suelo. Mirándose, casi sin hablar. Paula y Mario están pendientes de Diana, que poco a poco se va recuperando.
—¿Cuál es el hospital más cercano de aquí? —le pregunta Paula a su amigo.
—No lo sé.
Diana chasquea la lengua y apoyando las manos en el suelo y en la pared trata de ponerse de pie. Con dificultades y vigilada por sus amigos, que también se han levantado, lo consigue.
—Veis. Ya estoy perfectamente. Ni hospitales, ni médicos. Quiero algo de beber.
—Eres una cabezota —protesta Paula, que la sostiene de un brazo para asegurar que no se vuelva a caer.
—Y tú una robanovios. Y no hace falta que me agarres.
—Ya estamos otra vez con eso. No sé cómo este chico te aguanta.
—Y yo no sé cómo pudo estar enamorado tanto tiempo de ti.
—Porque tiene buen gusto. Aunque hace un mes que lo perdió.
—Qué capulla.
—Capulla, tú.
Silencio.
Las dos amigas se miran y ríen. Luego se abrazan.
Mario las observa incrédulo. No comprende nada.
—Por cierto, ¿dónde están los demás?
—Han ido a jugar al tenis —responde Paula, que ya la ha soltado para que camine sola—. Pero no cambies de tema. ¿Qué es lo que te pasa?
Los tres llegan al enorme salón de la planta baja de la casa y se sientan en un sofá negro de piel, Mario y Diana en cada uno de los extremos y Paula en el centro.
—Estoy bien. No seas pesada.
—No es cierto. ¿A qué vienen esos vómitos y esos mareos? ¿No estarás...?
Mario, que lleva un rato sin decir nada, se queda boquiabierto. No imaginaba que su amiga le soltara aquello de esa manera y en ese momento. Diana, por el contrario, mira a Paula extrañada.
—¿Que no estaré qué?
—Vómitos, náuseas, mareos, cambios de humor...
Diana abre mucho los ojos cuando comprende a lo que se refiere.
—¿Piensas que estoy preñada?
—¿No es así?
—¿Y tú también lo crees?—le pregunta a Mario, inclinándose y asomando la cabeza por delante de Paula.
—Yo solo sé que me has dejado y ese podría ser el motivo.
La chica se lleva las manos a la cabeza y se toca el pelo nerviosa. Luego respira hondo, mira a su amiga y le sonríe.
—No estoy embarazada —Luego cambia la expresión de su cara, se pone muy seria y le habla a Mario—. Y no, no te he dejado por eso. Si estuviera embarazada, evidentemente tú no serías el padre. Y te lo hubiera contado.
—¿Estás segura entonces de que no lo estás? Tienes todos los...
—Segurísima, Paula. No estoy embarazada.
—Menos mal —dice la chica, algo más aliviada.
Sin embargo, Paula continúa preocupada. Porque si no está embarazada, ¿qué es lo que le pasa a Diana?
Ese día de finales de junio, en un lugar alejado de la ciudad.
—¡Qué tío más pesado!
Irene deja el teléfono sobre la mesa, camina hacia el otro lado del salón y se sienta al lado de su hermanastro.
—¿Qué quería? —le pregunta Alex, que no deja de mirar la pantalla de su portátil y apenas ha prestado atención a lo que la chica hablaba por el móvil.
—Una entrevista contigo. Y cenar conmigo esta noche.
—¿Y qué le has contestado?
—Pues que sí a la entrevista. Es para un blog de literatura, bastante curioso y con un buen número de seguidores. Te mandará las preguntas por correo electrónico.
—¿Y a la cena?
—Que no. Es la tercera vez que me lo pide y la tercera vez que le doy calabazas. Pero no se cansa.
El escritor sonríe y abre su página de Facebook. Cuatro peticiones nuevas de amigos. Entra en sus perfiles y va aceptando uno por uno.
—¿Y por qué no te has ido a cenar con él? ¿No te gusta?
—¡Tiene diecisiete años!
—¿Muy joven?
La chica lo mira ladeando la cabeza con una mueca de fastidio.
—No te voy a preguntar si tú saldrías con alguien de diecisiete años porque es obvia la respuesta.
—Eso es agua pasada —contesta, sin demasiada emoción—. Pero sí, ¿por qué no? La edad es lo de menos.
—No es lo de menos cuando tienen menos de dieciocho años.
—Eres muy radical. Mira en
Tras la pared
: Julián tiene veinticinco y Nadia solo catorce.
—Eso es solo una novela.
—Una novela que te ha gustado y de la que me has dicho varias veces que parece muy real.
—Pero no es lo mismo.
—¿No es lo mismo? Y ese tío con el que te has ido a comer hoy..., el casado, ¿qué edad tenía?
—¡Ay, déjame tranquila! —exclama Irene, dándole con el codo—. Y sigue respondiendo comentarios, que necesitamos muchos fans que compren el libro.
Alex vuelve a sonreír. Cierra el Facebook y entra en uno de sus Tuentis. Dos mensajes privados, dos comentarios y tres peticiones de amistad, que acepta.
Accede primero a los privados. Uno es de Susana ( «Me encanta tu libro. Estoy deseando que salga a la venta. Enhorabuena») y otro de Ana («Es genial lo bien que escribes. Cuando compre tu libro quiero que me lo firmes»). Los responde rápidamente y luego lee los comentarios de su tablón. Elena le ha escrito para felicitarlo y Marta para preguntarle cuándo sale a la venta. También contesta. ¿Cómo no lo iba a hacer? Esas chicas están dedicándole parte de su tiempo y comprarán
Tras la pared
en cuanto esté en las librerías. Es lo menos que puede hacer por ellas.
Fue una buena idea la de colgar los capítulos en Internet. Gracias a eso, ahora hay decenas de seguidores que están deseando que
Tras la pared
salga a la venta. Además, el final nada más que se conocerá en papel. Es un secreto que solo conocen la editorial, Irene y él.
—Entonces, esta noche, ¿qué haces? ¿Te quedas en casa? —pregunta Alex mientras cierra ese Tuenti y abre otro.
La chica lo mira de reojo y sonríe picara.
—¿Es que te quieres quedar a solas con Katia?
El escritor piensa bien lo que va a decir. Lo cierto es que no le importaría cenar con la cantante esa noche a solas. Se siente muy a gusto a su lado. Aunque tendrían que ir a por algo de comida o volver a comer macarrones.
—No. Es solo una pregunta para saher lo que vas a hacer.
—Ya —dice, estirándose—. ¿Y si nos vamos los tres a cenar por ahí?
—No me apetece salir. Prefiero cenar aquí, ver una peli y estar tranquilo. Además, no sé qué va a hacer ella.
Irene resopla.
—¡Qué planazo! ¡Venga, hombre, que es sábado noche!
—¿Y qué?
—A ti, eso de la fiebre del
Saturday night
, como que...
En ese instante, Katia aparece en el salón. No le apetecía volver a la ciudad después de comer y, como estaba cansada, Alex le dijo que se echara un rato en su cama. La cantante aceptó y se quedó dormida.
—Buenos días —dice sonriente. Sus ojos todavía están medio cerrados.
—Buenos días a la hora cenar —responde Irene.
—¿Has dormido bien? —pregunta Alex.
—Sí, genial. Tienes una cama muy cómoda.
Irene arquea una ceja, tose y le da un golpecito con la rodilla a su hermanastro disimuladamente. La cantante del pelo rosa se sienta en una silla enfrente de ellos, que se han dado cuenta de algo y la miran fijamente.
—¿Esa camiseta no es...? —pregunta Irene, sorprendida.
Katia mira hacia abajo, observa lo que lleva puesto y sonríe.
—¡Ah, sí! Perdona por no haberte pedido permiso, Alex. Te la he cogido prestada para dormir. No te importa, ¿verdad?
—Claro que no. No te preocupes —responde el chico.
—Es que no quería arrugar la que llevaba puesta. Como no he traído nada más...
—Si quieres, yo te dejo alguna mía —le dice Irene, que continúa sorprendida. Para ella, que una chica se ponga la camiseta de un chico significa algo.
—Muchas gracias, pero me voy a ir a casa ya. Se ha hecho muy tarde.
Irene mira a su hermanastro y percibe su decepción. Lo conoce bien.
—¿Por qué no te quedas a cenar? O mejor, ¿por qué no nos vamos a cenar los tres por ahí? —sugiere la chica.
—Yo...
—Es lo que antes estábamos comentando. Que hace buena noche para ir a cenar los tres juntos y olvidarnos un poco de todo. Podríamos reservar una mesita en algún sitio tranquilo. ¿Qué te parece?
Alex abre mucho los ojos tras las palabras de su hermanastra.
—Pues no es mala idea. No tengo planes para esta noche —comenta Katia, sonriente—. Aunque tendría que ir antes a mi casa a cambiarme de ropa.
—No te preocupes, mujer. Mi armario no está mal. ¿Por qué no miras a ver si te gusta algo de lo que tengo? Soy un poco más alta que tú, pero creo que mi ropa te puede servir.
Katia mira a Alex, que se encoge de hombros.
—Bueno, vale.
—Perfecto. Sube conmigo, a ver qué encontramos por ahí.
Irene se pone de pie y de nuevo, disimulando, golpea con la mano la rodilla de su hermanastro, que capta el mensaje: «Ya me darás las gracias luego». Katia también se levanta y camina detrás de ella. Las dos salen del salón y suben la escalera hacia la planta de arriba.
Alex, por su parte, regresa a su ordenador. En ese Tuenti tiene cuatro peticiones de amistad. Las acepta. Sonríe. De repente, está más contento. No tenía ganas salir, pero ahora, sin embargo, le apetece más.
Evidentemente, la razón lleva el pelo teñido de rosa.
Un día de finales de junio, en un lugar de la ciudad.
Enciende la televisión y empieza a pasar un canal tras otro, sin detenerse demasiado tiempo en ninguno. Con la TDT ha aumentado el número de emisoras, pero no la calidad de las mismas. La mayoría de las nuevas son teletiendas, enlatados y emisiones de prueba. Finalmente, Ángel lo deja en Cadena100 donde suena
That's what you get
, de Paramore.
Está enfadado. Bastante enfadado. Lo que ha pasado en el cine no le ha gustado nada. Que aquella pareja de adolescentes le tomara el pelo le ha parecido una gran falta de respeto. Pero lo que más le ha dolido es que su novia se riera por ello... Eso no es tolerable.
Quizá su huida del cine haya sido inapropiada y exagerada. Tal vez debió aguantar hasta el final de la película y después hablar tranquilamente con Sandra. Pero reaccionó así en ese momento y no se arrepiente de ello. Bueno, solo un poco. Sin embargo, ni ha cogido el móvil ni ha respondido a los mensajes que la chica le ha mandado.
En el taxi camino de casa también ha pensado en Paula. No puede quitársela de la cabeza. Incluso ha buscado en su teléfono los últimos SMS que le envió. Recuerda la tristeza y la desesperación que sintió aquel último día en el que no le respondió. «¿Sabes que te quiero?». La llama se había apagado definitivamente y tanto ella como él eran culpables. O eso pensaba. No podía insistir más. Aunque la quería, comprendió que ella debía seguir su camino y él el suyo. Sin más cruces, sin más intentos, sin más sufrimiento. Pero se equivocó, porque ese sufrimiento duró varias semanas. Y le costó muchísimo retomar el vuelo. Lloró como un crío. Solo. Encerrado en una habitación a oscuras. Intentando dominar sus emociones, controlarlas, entender que Paula se había marchado para siempre. Tardó en rehacer su vida, pero lo consiguió. Y llegó el nuevo trabajo y, con él, apareció Sandra. Una mujer inteligente, preciosa y capacitada para hacerle feliz. La vida volvía a sonreírle. Pero desde ayer..., desde aquel encuentro en el Starbucks... los fantasmas del pasado habían regresado. Y Paula volvía a ocupar su pensamiento.
El sonido del timbre de su piso le sobresalta.
—¡Ángel, abre! ¡Soy yo! —grita Sandra desde el pasillo.
Vaya. Esperaba que por hoy se diera por vencida. No le apetece estar con ella. Ni quiere discutir. Ahora no. Pero ¿qué puede hacer? No la va a dejar fuera en el pasillo desgañitándose. No le queda más remedio que abrir. Suspira y se levanta del sillón. El timbre vuelve a sonar.
—¡Ya voy! —exclama, mientras camina hacia la puerta de entrada.
El periodista abre por fin. Sandra está delante y lo mira muy seria. ¿Está enfadada, triste, arrepentida?
—¿Puedo pasar? —Su tono de voz es firme y sereno.
—Sí, adelante.
Ángel se aparta y deja que su chica entre en primer lugar. Él la sigue de cerca. Llegan al salón y cada uno se sienta en un sillón.
—¿Tan mal me he portado contigo para que me dejes tirada de esa manera? —le pregunta, yendo directamente al grano. Cruza las piernas y se echa hacia atrás.
—¿Tú qué crees?
—Una pregunta no se responde con otra pregunta.
Ángel resopla. Muy arrepentida no parece.
—Lo que pienso es que no entiendo por qué te has burlado de mí.
—No me he burlado de ti.
—¿No? ¿Y por qué te has reído cuando esos chicos dijeron aquello?
—Porque me hizo gracia. Tienes que reconocer que la situación la tenía.
—Yo no le vi ninguna gracia.
—A lo que yo no le vi ninguna gracia fue a que me dejaras plantada en plena película por una tontería así. Y que después no me cogieras el móvil ni contestaras mis mensajes. Sin embargo, me he comido mi orgullo y estoy aquí, en tu casa, buscando arreglar algo que no entiendo.
En eso último lleva razón. También ella tiene sus razones para estar molesta. Pero eso no justifica nada. Sandra metió la pata primero y, por tanto, es normal que haya sido ella la primera en disculparse. Sin embargo, Ángel guarda silencio. Tampoco la chica dice nada más.
La música sigue sonando en el piso. Algo de Muse y un tema de Travis. Es lo único que se oye durante unos minutos.