¿Sabes que te quiero? (51 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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—¿Te gustaría ducharte conmigo?

Y se desabrocha el botón de su
short
vaquero.

Su novio la contempla ensimismado. Es preciosa y muy sexy. Mientras la mira, hasta se le olvida el dolor de sus heridas.

—Sí, me encantaría —responde nervioso—. Espérame.

Diana sonríe y desaparece dentro del baño, dejando la puerta medio cerrada. Mario se levanta de la cama y cojea hasta la puerta, pero, cuando está llegando hasta ella, oye un fuerte golpe en el interior.

—¿Diana? ¿Estás bien? —pregunta, alarmado, sin obtener respuesta.

Andando deprisa, todo lo que le permite su tobillo, entra en el cuarto de baño. Y entonces contempla estupefacto cómo Diana yace en el suelo, inconsciente, con los ojos cerrados. No está sangrando, pero, al desmayarse, se ha golpeado con fuerza la cabeza.

Capítulo 80

Hace seis semanas, un día de mayo, en un lugar de la ciudad.

—Estoy muy agobiada —indica Diana, cerrando desesperada su cuaderno—. No me entero de nada. Un cero asegurado.

—Tranquila, el examen te saldrá perfecto.

—Lo llevas bien, no te preocupes.

—Además, el profesor de Matemáticas me pone muy nerviosa. Estoy segura de que al final suspenderé. Y, si suspendo este examen, luego suspenderé también el otro, el trimestre y el curso.

Diana se pone una mano en la sien y resopla de forma prolongada. Mario y Paula la observan. Ellos saben el esfuerzo que su amiga está haciendo y todo lo que está trabajando para aprobar primero de bachiller.

—¿Ya no recuerdas lo del trimestre anterior? —le pregunta el chico sonriente.

—Sí, claro que lo recuerdo.

—¿Y qué pasó? Aprobaste.

—Un ocho y medio —recalca Paula.

—Ya. Pero no es lo mismo.

—No. Era más difícil porque no tenías ninguna base y no te lo tomabas en serio.

—Mario tiene razón —comenta su amiga—. Ahora vas muy preparada. No tienes que tener miedo. Y, si te sirve de consuelo, el profesor de Matemáticas nos pone nerviosos a todos.

A pesar de que ellos tienen razón, Diana continúa sin estar segura de sus posibilidades. Lleva unos días muy despistada. Le cuesta concentrarse en clase y también en casa. El que está delante tiene la culpa. Cuando la mira o le sonríe, se queda embobada. ¿Por qué no le pide salir ya de una vez? ¿No le gusta? Es eso. Seguro que continúa sintiendo algo por Paula.

—Por mucho que me digáis, hasta que no haga el examen y vea la nota, no voy a quedarme tranquila.

—¡Qué tía...! —exclama la otra chica.

—Para ti es muy fácil porque eres más lista que yo.

—No empecemos con eso otra vez, por favor.

—Es que me da rabia que lo veas tan sencillo. Yo no tengo la facilidad que tenéis vosotros para esto.

—Ya sabes lo que pienso. No voy a discutir contigo —insiste Paula.

—Es verdad, Diana. No merece la pena que te pongas así. Cuando sepas lo que has sacado, entonces te enfadas.

La Sugus de limón agacha la cabeza y abre otra vez el cuaderno de Matemáticas. Prefiere no decir nada más. Mario siempre le da la razón a Paula.

—Bueno, chicos, yo me voy, que ya he tenido bastante por hoy —comenta Paula mientras recoge sus cosas—. Mario, ¿te vienes?

—Vete tú. Me quedo un rato más con Diana a repasar.

—Por mí no te quedes, ¿eh? Ya me apaño yo solita. Como decís que lo llevo todo tan perfecto y que aprobaré sin problema y todo eso, te puedes marchar ya si quieres.

El joven mueve la cabeza negativamente. Conoce esos prontos de Diana. Desde finales de marzo, pasan más tiempo juntos. Se han hecho muy amigos. Incluso uno va a casa del otro a estudiar. Paula continúa rondando en su cabeza, aunque con menos tuerza que antes. No se ha olvidado de ella, pero ya no es su obsesión. Ahora, esta chica tan temperamental también aparece en sus pensamientos. Le gusta, aunque no sabe cuánto.

—¿Te quedas entonces? —pregunta Paula.

—Sí. Me quedo un rato más. Hasta mañana —responde Mario.

—Hasta mañana a los dos.

—Adiós, Paula —se despide también Diana, que ni siquiera la mira cuando sale de la habitación.

Ella. Ella es la que tiene toda la culpa de que Mario no sea su novio. Está segura. Para un chico que le gusta de verdad..., resulta que está enamorado de otra. ¡De una de sus amigas! Alguien inalcanzable: inalcanzable para él e inalcanzable para ella. Porque nunca podrá ser como Paula.

—¿Seguimos con lo que estábamos?

La voz de Mario ha sonado conciliadora. No quiere broncas. A menudo, se enfadan y se gritan como si fueran una pareja. Tienen un carácter muy especial los dos. Pero en esta ocasión da la impresión de que el chico no desea enfrentarse con ella.

—Está bien.

—Dime, ¿qué es lo que no te sale?

—Nada. No me sale nada.

—A ver...

Mario coge su cuaderno y se sienta junto a ella. Esto la pone nerviosa, tanto que, al comenzar a escribir, aprieta demasiado fuerte la punta de su lápiz, rompiéndola.

—¡Mierda!

—Toma el mío.

Al dárselo, la mano del chico roza con la suya. Más nervios, más tensión.

—Es que ya no hacen los lápices como los de antes.

—No, ahora son mejores —comenta Mario sonriendo—. Venga, concéntrate.

¡Cómo va a concentrarse con él tan cerca! Por muchas veces que se sienten juntos, por muchas veces que estudien uno al lado del otro y por muchas veces que compartan momentos como aquel, nunca podrá acostumbrarse. ¡Le gusta y le pone nerviosa que se acerque tanto!

—¡Qué fácil es decirlo...!

—Y hacerlo. Pon un poco de tu parte. Concéntrate.

—No puedo.

—¡Claro que puedes...!

—Créeme, no puedo.

—Pero si no te concentras, ¿cómo vas a resolver el ejercicio?

La chica cierra el cuaderno nuevamente y se levanta.

—¿Por qué no hablamos de otra cosa?

—¿De qué?

—No sé, de cine, de música, de deportes... —dice muy deprisa—. Bueno, de eso no, que no entiendo nada y me parece que a ti tampoco te gusta mucho.

Mario también se pone de pie y la agarra de los brazos. La mira a los ojos y sonríe. Diana se sonroja. Se hace tirabuzones en su pelo, enrollándolo y desenrollándolo constantemente.

—Entiendo que estés nerviosa.

—¿Sí? ¿Lo entiendes?

—Claro, es un examen muy importante.

—Un examen importante. Ya.

—Y eso hace que aumente la sensación de miedo al fracaso.

Pero ¿qué le está contando? ¿Cómo ese estúpido no se da cuenta de que está loca por él desde hace más de un mes?

—Me parece que no es eso...

—Sí, sí lo es. Sucede a menudo. Crees que puedes fallar, que todo va a salir mal, y te entra una cosa por el cuerpo muy difícil de controlar. Es miedo.

Las manos del chico sueltan sus brazos. Pero sus ojos siguen fijos en los de ella. ¿A que se derrite?

—No es miedo.

Silencio. Miradas.

—Diana... —dice muy serio.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada por reconocer que uno le tiene miedo a algo.

—Pero es que no...

—Es normal tenerlo. De verdad. A mí me pasa también. Además, estamos en mayo. Nos estamos jugando el curso. Y los exámenes de Matemáticas...

Entonces, sin dejar que pronuncie ni una sola palabra más, Diana se lanza sobre él y le da un beso en la boca. Son solo un par de segundos, pero a los dos les parece una eternidad.

El chico se queda inmóvil, mientras ella se peina con las manos y se sienta en la cama donde ha arrojado antes el cuaderno. Lo abre y lo coloca sobre su regazo.

—¿Ves como no tenía miedo al examen?

—Ya.

—¡Vaya por Dios! Ahora estoy más nerviosa.

—Y me has puesto nervioso a mí.

—Lo siento.

—No te preocupes.

—Tengo calor. ¿Tú no?

—Un poco... Mucho.

La sorpresa dibujada en el rostro de Mario no se borra. Aquel beso improvisado lo ha descolocado tanto que no sabe cómo reaccionar. Diana, por su parte, no para de pasar páginas de su cuaderno a toda velocidad.

—¡Madre mía, el examen!

—Es un examen importante —responde Mario, sin saber muy bien lo que está diciendo.

—Mucho, y no se me da bien la estadística.

—Lo harás bien.

—Esto que estamos dando ahora es más difícil que lo del segundo trimestre.

—Sí, un poco más difícil.

—Pero saldrá bien, ¿verdad, Mario? ¿Verdad que saldrá bien?

—Claro.

Los dos en ese momento tienen la misma sonrisa tonta en el rostro y están igual de desconcertados. Miran sin mirar sus apuntes y permanecen unos minutos en silencio.

La puerta de la casa se abre, seguida de un grito. Es la madre de Diana, que acaba de regresar del trabajo.

—¡Ya estoy aquí! —grita desde abajo.

La voz de Debora espabila a la pareja. Mario se incorpora y comienza a recoger sus cosas.

—Es mejor que me vaya ya. Se ha hecho tarde.

—Vale.

—Lo llevas bien. No te preocupes.

—No sé. Es un examen complicado.

—Estás preparada.

—Eso espero.

El chico se cuelga la mochila en la espalda y abre la puerta de la habitación.

—Adiós. Mañana nos vemos.

—Adiós.

cierra la puerta. Pero, para sorpresa de Diana, Mario sigue dentro de su dormitorio.

—¿Por qué me has besado? —le pregunta.

—Me apetecía mucho hacerlo.

—¿Para que me callara?

Aquello la hace reír y apacigua un poco sus nervios.

—Algo así. Aunque en realidad te he besado porque me gustas.

—¿Te gusto?

«Es cierto lo que dicen de los tíos», piensa Diana. «No tienen ese instinto que sí poseen las chicas para detectar quién está por ellas».

—Sí. Me gustas.

—Mmm... No sé qué decir —responde Mario.

—Di que te gusto yo, y todos contentos.

Diana suelta una carcajada nerviosa. En cambio, Mario solo sonríe tímidamente. La chica se da cuenta y deja de reír. Algo falla.

—Verás, no es que no me gustes. Me gustas. Eres muy guapa y me lo paso muy bien contigo.

—Pero...

—Pues es que estoy algo confuso y sorprendido.

—¿No te ha gustado mi beso?

—Sí, claro que sí.

—¿Entonces?

Mario suspira y duda si contárselo. Finalmente, se decide a hacerlo.

—Es que es el primer beso que me dan. El segundo, contando uno que di yo.

Y lo recuerda perfectamente. Fue el que le robó a Paula el día antes de su cumpleaños, aquel que desencadenó el enfado con su amiga.

—Y no te parece bien que yo haya sido la protagonista...

—No es eso —añade él un poco avergonzado—. Pero esperaba que mi siguiente beso fuera por amor.

—Por amor... —repite Diana, algo arrepentida por su acción.

—Sí.

Definitivamente, ha metido la pata. Besarle ha sido un error.

—Lo siento, Mario. No volverá a pasar.

El chico la contempla. Se ha puesto muy triste. Lo percibe sobre todo en sus ojos, que brillan. Y, llevado por un impulso inexplicable que no sabe de dónde sale, se aproxima hasta ella con las piernas temblorosas, la sujeta por detrás de la cabeza y le devuelve el beso. Este dura más de un par de segundos. Y más de diez. Y hubiera sido más largo si la madre de Diana no hubiera abierto la puerta de la habitación.

—Eh... Hola, mamá. ¿Te acuerdas de Mario?

Capítulo 81

Un día de finales de junio, en un lugar de la ciudad.

—¿Van a querer algo de postre?

Tienen delante al mismo camarero que les ha atendido durante toda la comida. Es un tipo flaco, con algo de acné juvenil y media perilla. También él ha mirado alguna que otra vez a Sandra de manera sugerente. O eso le ha parecido a Ángel, que ya ve fantasmas y voyeurs por todas partes.

—No, muchas gracias. La cuenta, por favor —responde el periodista en tono poco amistoso.

—¡Hey! ¡Espera! Yo sí que quiero postre —le contradice Sandra.

—¿Quieres postre? ¿Después de todo lo que has comido?

—¡Ay, déjame! Un día es un día —dice mientras examina la carta de nuevo—. Quiero... tarta de chocolate.

El camarero le sonríe y apunta el pedido de la chica en su pequeña libreta.

—¿Usted no quiere nada, señor?

—No —contesta Ángel, muy seco—. Pero traiga dos cucharas.

Sandra lo observa arqueando una ceja, al tiempo que el camarero se aleja.

—¿Dos cucharas? No pretenderás comer de mi tarta, ¿verdad?

—Por supuesto. No te la vas a tomar entera tú sola. No quiero que acabes con una indigestión.

—Pues no estoy de acuerdo —protesta, cruzándose de brazos—. La he pedido para mí.

Hace morritos como si fuera una niña pequeña. De nuevo, esa pose, ese comportamiento tierno, infantil, que solo él conoce, y que los del periódico matarían por ver. Le apetece darle un beso, pero, como ella dice, están en periodo de pruebas. Solo es su «presunta novia». Y ya se besaron en la zapatería. Cupo agotado.

—No te quejes tanto, que la comida la pagaré yo.

—Es verdad —comenta, volviendo a sonreír—. Ya no me acordaba.

—Pues a mí no se me ha olvidado ni un segundo.

—Prometo que te compensaré.

El camarero regresa con dos cucharas y las coloca sobre la mesa. Antes de irse, vuelve a mirar el escote de Sandra.

—¿Te has fijado? —le pregunta Ángel cuando se ha marchado.

—¿En qué?

—No me puedo creer que tampoco te hayas dado cuenta de que el camarero, cada vez que viene, te mira el escote.

—Ah, eso. Es normal.

—¿Normal?

—Sí, muy normal. Nos pasa a todas.

¿Cómo que es normal y que les pasa a todas? Ángel no comprende cómo puede decir eso tan tranquila, sin ofenderse.

—Yo no veo normal que un tío se quede mirándote las tetas y a ti te parezca bien.

—No me parece bien. Pero ¿qué hago? ¿Me enfado cada vez que alguien lo hace? Es mejor pasar un poco de todo.

—Nos acostumbramos y damos por buenas cosas que no deberían ser de la manera que se producen.

—Lo sé. Y a veces, fastidia. Aunque alguien también me podría decir que, si no me parece bien que me miren... ahí, que no me ponga escote —añade con una sonrisa.

—Si te mira otra vez, le diré algo.

—No, no vas a decirle nada. No seas como ellos —le pide, cogiendo su mano—. Como tú no hay muchos. Por eso me gustas tanto.

El halago de Sandra y el contacto de su mano tranquilizan al joven. Se siente cómodo a su lado, y le hace pensar que no está siendo justo con ella. Está llevando aquel asunto de Paula de una forma increíble. Él no lo hubiera soportado si hubiese sido a! revés.

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