—¿Apostamos algo? —pregunta Miriam, que es la que peor juega de los cuatro.
—Vale. ¿Qué queréis apostar? —dice Armando, desafiante.
—Esta noche haremos una barbacoa para cenar —indica Alan—. La pareja que pierda se encarga de prepararla. ¿Qué os parece?
—Perfecto —responde Armando, golpeando la raqueta contra el talón de sus zapatillas—. ¿Sacáis vosotros?
—No. ¡Empezad vosotros! —grita el francés, y pasa las pelotas al lado contrario.
Cris mira a los ojos a Armando. Se lo ha tomado realmente en serio. Mientras, Alan no deja de sonreír y le da algunas indicaciones a Miriam. La chica le hace caso y se coloca a la derecha.
—¿Te importa que saque yo primero? —le pregunta Armando a su pareja de juego.
—Claro, saca tú —responde Cristina.
—Rien. Vamos a darles una buena paliza.
—¡Por supuesto!
—Cuando yo saque, tú ponte en la red. Y espera a que te llegue la bola. No hace falta que te cruces.
—Vale.
—A por ellos.
Y con el marco de su raqueta golpea la de ella y le sonríe. Después aprieta con fuerza la empuñadura y, correteando, se dirige hacia la posición de saque.
La primera en restar es Miriam.
—¡Vamos, pequeño! ¡Haz un buen saque! ¡No te tengo miedo! —grita bromeando.
Pero su novio no va a hacer concesiones. Lanza la pelota hacia arriba y la golpea con mucho efecto, colocándola en la línea del cuadro derecho, lejos del alcance de Miriam.
—¡Hey! ¡No tires tan fuerte! —protesta la chica.
—Pero si no he tirado tuerte —replica sonriendo.
—¡Capullo!
—¡Lo siento! —grita el chico—. Quince, nada.
Cris sonríe y vitorea a su pareja de juego.
Es el turno al resto de Alan, que se prepara inclinándose y sujetando la raqueta con las dos manos. Armando, esta vez, opta por un saque más potente, que entra por el centro del cuadro izquierdo. El francés la rechaza hacia arriba, en un globo defensivo. La pelota se eleva sobre la cabeza de Cris, que solo tiene que golpearla con un smash para conseguir el punto.
—¡Muy bien! —grita Armando, que se acerca hasta ella y le da una palmadita en la espalda, cerca del pantalón.
La chica se sonroja y, muy contenta, se coloca otra vez en su posición junto a la red.
Nuevo saque sobre Miriam, que esta vez sí toca la bola pero la estrella en la red.
—¡Cuarenta a cero! —señala Armando, preparándose para sacar una vez más sobre Alan.
Bota la pelota tres veces. Mira hacia su contrincante, eleva la bola y la golpea con fuerza. El francés la devuelve con dificultad. Se le queda muy corto el resto, tan corto que Cristina solo tiene que poner la raqueta y volear para lograr el punto y el juego.
—¡Genial, Cris! ¡Muy buena volea! —exclama el chico, corriendo hasta ella. Y vuelve a felicitarla con otra palmadita.
—Era fácil —reconoce la chica, nerviosa.
—Lo estás haciendo muy bien. Ya hemos ganado el primer juego —continúa diciendo Armando, mientras caminan hacia la otra parte de la pista para el cambici de lado.
En la red se cruzan con Alan y con Miriam. La mayor de las Sugus está molesta y ni siquiera los mira. Sabía que iban a perder. No es justo. Ella es la novia de Armando y quien debería ser su pareja de juego. Sin embargo, el francés sigue sonriente. Le toca sacar a él.
—Colócate aquí detrás, Miriam —le dice a la chica, que se había marchado hacia la red.
Esta obedece de mala gana y protesta en voz baja.
Alan examina, una por una, las tres bolas que ha cogido para sacar. Se decide por una, se guarda otra en el bolsillo y lanza la tercera hacia atrás. Bota la bola elegida varias veces. Armando está esperando al otro lado. Ha decidido restar él en primer lugar.
—¿Estás listo? —le pregunta.
—¡Claro! ¡Saca!
El chico sonríe. Se concentra y mira fijamente a su contrario. Eleva la bola sobre la cabeza y la golpea con terrible violencia con su Head. La pelota pasa la red corno un rayo y bota descontrolada en el cuadro derecho del otro lado de la pista. Armando ni la ve. Y las chicas tampoco. Los tres quedan estupefactos y boquiabiertos ante el potentísimo saque del francés.
—¿Ha entrado, verdad?
Pero nadie puede responderle porque por la velocidad a la que iba la bola ninguno ha visto dónde ha botado.
—¡Dios! —exclama Miriam—. ¿Cómo has hecho eso?
Alan se encoge de hombros y va en busca de otra pelota con la que hacer un nuevo saque. Sonríe. Quizá les tendría que haber dicho que fue campeón cadete y juvenil de Francia, y que solo su pereza le ha impedido ser tenista profesional.
Esa tarde de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
No quiere hacer ruido. Paula abre la puerta con mucho sigilo y entra muy despacio en la habitación. Las persianas están bajadas. La visibilidad es escasa en el interior del dormitorio, donde no se oye nada. Mario descansa tumbado en la cama, parece que duerme. Está boca abajo, con las piernas y los brazos estirados. Debía de estar exhausto y se quedó dormido. Ella sabe muy bien lo que se sufre cuando suceden cosas así. El cuerpo y, sobre todo, la mente se van saturando, y terminas agotado.
La chica sonríe al verlo en esa postura tan peculiar. Sin embargo, al mismo tiempo, siente tristeza. Le apena que él y Diana hayan roto. Aunque entre las Sugus bromearon con la idea de emparejarlos antes de que comenzaran a salir, jamás hubiera apostado por que surgiera aquella relación. En cambio, pese a las dudas de todos en que aquello prosperase, le agradaba ver a dos de sus mejores amigos juntos y aparentemente felices. A pesar de que resultaba extraño que dos personas tan diferentes se enamoraran la una de la otra, esa misma circunstancia hacía que Diana y Mario, juntos, despertaran cierto encanto y, por supuesto, mucha curiosidad.
Pero se había terminado. Así lo había querido Diana.
Antes fue a la habitación de su amiga, pero esta no le abrió. Estaría dormida y tampoco era cuestión de molestarla más. Lo debe de estar pasando mal. Una ruptura es siempre muy dolorosa para quien es rechazado, pero también para quien rompe. Experimenta un dolor doble, porque sufre por sí misma y por la otra persona. Entonces, en tu cuerpo se produce una invasión de sentimientos de culpabilidad insoportable. Diana seguro que estaría pasando por eso. Es una chica de impulsos, que en ocasiones hasta da la impresión de que no le afecta lo que pasa a su alrededor. Pero los que la conocen saben que no es así. Y desde hace un tiempo, todavía menos. Siente mucho las cosas y le afectan de verdad. No es tan dura como parece.
Paula se ha quitado las zapatillas y anda de puntillas hacia la silla en la que dejó su mochila. Necesita ducharse y cambiarse de ropa. Pronto llegará el resto de jugar al tenis y quiere estar preparada para la cena. Coge una camiseta rosa de tirantes, un bikini naranja y unos shorts blancos. Casi no ve, por lo que maniobra con cuidado para no tropezar con nada. Tampoco cierra la mochila para no hacer más ruido con la cremallera y camina hasta el cuarto de baño.
—¿Te vas a duchar?
La chica se gira y en la penumbra observa la figura de Mario, que permanece tumbado aunque ahora está boca arriba.
—¡Vaya! Te he despertado.
—No pasa nada.
—Lo siento. Quería darme una ducha antes de cenar.
El chico estira un brazo y enciende la lamparita que hay en la mesita que tiene al lado de la cama. La luz lo ciega un poco. Entreabriendo los ojos y apoyándose sobre un costado, observa a su amiga. Está bastante más morena que esta mañana. El sol que le ha dado hoy ha bronceado su piel y contrasta con su pelo teñido de rubio.
—No te preocupes. Estaba despierto desde antes de que entraras —miente.
—¿Sí? ¡Pues podías haberlo dicho y habría encendido antes la luz! Con esta oscuridad casi me caigo.
—Perdona.
La chica va hacia la cama y se sienta en ella.
—¿Cómo te encuentras?
—No lo sé... Me siento raro. Es como si nada hubiera pasado de verdad.
—Estás como en una nube, ¿verdad?
—Sí. Algo así.
—Es normal. Sucede siempre que ocurre alguna cosa de este tipo. Tienes la sensación de que ha sido un sueño, de que no ha podido pasar. Pero cuando piensas en ello, te das cuenta de que sí ha pasado y todo resulta muy extraño.
—Sí. Todo es muy extraño.
Mario mira hacia ahajo cuando habla. Paula lo observa y ve la tristeza de sus ojos. Es duro enfrentarse a un momento como ese. Ella lo comprende perfectamente. No hace mucho que ha pasado por circunstancias parecidas.
—Antes fui a hablar con ella.
—¿Sí? No deberías haber...
—Tranquilo. No me abrió la puerta de la habitación —le interrumpe—. Estaba dormida. Eso o pasó de mí.
—Creo que más lo segundo.
—De todas formas, no se va a pasar toda la vida encerrada en esa habitación. Cuando salga, trataré de hablar con ella.
—¿Para qué? Es inútil que lo hagas. Si piensa que la que me gustas eres tú y no ella, no vas a convencerla de lo contrario.
—Ya. Pero si el problema no es ese y solo es una excusa para tapar otro..., quizá pueda arreglarse lo vuestro.
El chico resopla y se sienta en la cama junto a su amiga.
—Casi prefiero que no sea otro el problema —responde, con una mano en la barbilla—. O por lo menos no ese del que antes hablamos.
Paula se queda pensativa. Tiene razón. Lo peor sería que Diana estuviese embarazada y haya decidido romper con Mario por eso.
—Bueno. Sea lo que sea, quiero hablar con ella. Y tú no deberías rendirte tan pronto.
—No es rendirse. Es resignarse.
—Me da igual cómo lo llames. ¡Si la quieres, tienes que luchar por ella!
—Y si viene con un niño bajo el brazo..., bajo la tripa..., donde sea, ¿qué hago? No estoy preparado para... nada de eso. Además, ¿qué pinto yo si encima no soy ni el padre?
—Claro que pintas. Si Diana está embarazada, necesitará todo nuestro apoyo. Aunque ahora esté arisca y demasiado susceptible.
—Es difícil ayudar a alguien que no quiere ayuda.
La chica le pone una mano en la rodilla, casi sin querer. Cariñosamente. Pero para Mario el contacto es más significativo. Como antes en la escalera, al cogerle la mano. Ya no está enamorado de Paula pero aquel cosquilleo cuando está tan cerca de él no ha desaparecido.
—Tenemos que estar a su lado. Ella nos va a necesitar. Y tú eres una de las personas más importantes de su vida. Te quiere mucho. Estéis o no estéis juntos. Lo comprendes, ¿verdad? —señala sonriente.
Mario asiente con la cabeza y también sonríe.
En ese instante la puerta de la habitación se abre. Los dos miran sorprendidos hacia la entrada del dormitorio, donde contemplan cómo Diana asoma la cabeza.
—Hola... —saluda confusa la chica, que también se ha llevado un gran sobresalto al ver a Paula y a Mario juntos, tan cerca, en el cuarto de ella, sentados en la cama—. Venía a decirte... a deciros... que me voy a casa. Para que no os preocupéis por mí. Aunque ya veo que no me echáis mucho de menos.
—Espera un momento. No te vayas —le indica Paula, que aparta instintivamente la mano de la rodilla del chico.
—Pasadlo bien. Adiós.
Y, sin dar más explicaciones, cierra con fuerza la puerta.
Tanto uno como otro tardan un instante en reaccionar pero es Paula la primera que se levanta de la cama y que incita al chico a que salga tras ella. Mario se incorpora, abre la puerta y corre en su búsqueda. La chica lo sigue de cerca.
A toda velocidad, los tres bajan la escalera. Y en el último peldaño, Mario agarra del brazo a Diana y le impide que continúe su carrera.
—¡Suéltame! —grita—. ¡Tú y yo hemos terminado!
—Lo sé. Pero...
—Diana..., por favor..., no te vayas... —le pide Paula, jadeante por el esfuerzo—. Tenemos que hablar.
La chica se libra de Mario y avanza con paso ligero hacia la salida de la casa.
—No tengo nada de que hablar con vosotros. Está claro que Mario te quiere a ti y que a mí solo me tiene de adorno.
—Eso no es verdad. Claro que te quiere. Díselo tú, Mario.
Las dos chicas se detienen y lo miran al mismo tiempo.
—Tiene razón. La que me gusta eres tú —contesta, centrándose en Diana, después de tragar saliva.
—No te creo.
—¿Y qué tengo que hacer para que lo hagas?
—Nada. No hace falta que hagas nada.
La chica vuelve a caminar hacia la puerta.
—Venga, Diana. No seas así. El quiere estar contigo. Conmigo no hay nada. Solo somos amigos.
—No insistáis. ¿Es que no has visto cómo te mira o cómo te sonríe?
—Como amigos... —insiste Paula.
—Tal vez. Tú a él quizá sí lo miras solo como a un amigo, pero él a ti no. El te quiere. Y yo nunca podré ser como tú.
—No tienes que ser como yo. Cada una tiene sus cosas buenas y malas. Tú eres tú. Y eres genial.
—Pero él te prefiere a ti. Lo veo en sus ojos cada día.
Diana sigue firme en sus ideas y Mario y Paula, que caminan detrás de ella, empiezan a sentirse impotentes. No hay forma de que cambie de opinión.
Llegan a la puerta de la casa. La chica no quiere escuchar más mentiras, solo que la dejen tranquila. Pero cuando coge el pomo de la puerta para abrir y marcharse lejos de allí, algo sucede: la vista se le nubla y los párpados se le cierran de golpe. Las piernas no le responden y se doblan. Las rodillas se clavan en el suelo y los brazos pierden toda su fuerza.
—¡Diana! ¿Qué te pasa? —grita Paula, que sujeta a su amiga de la cintura.
Mario ha conseguido agarrarla por los hombros y evitar que su cara impacte con el suelo.
—¡Diana! ¿Me oyes?—pregunta el chico, asustado, acercando su rostro al de ella—. ¿Me estás escuchando?
—¡Diana, responde! ¡Por favor!
—¡Vamos, dinos algo!
Pero la chica no contesta. Sus ojos permanecen cerrados. Y su respiración es débil. Segundos agónicos donde la chica yace inconsciente en el suelo de la casa.
—¡Tenemos que llamar a un médico! —exclama Paula, que busca el pulso de su amiga, primero en el pecho y luego en su muñeca.
Y en ese momento, como por arte de magia, los ojos de Diana se abren de nuevo. No sabe muy bien dónde está ni qué ha sucedido. Pero ha escuchado lo último que ha dicho su amiga.
—No... No hace falta —señala en voz baja—. No quiero... ir al médico.