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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (9 page)

BOOK: Roseanna
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No llevó la lista de pasajeros al despacho de su jefe hasta que acabó de hablar con Ahlberg.

Hammar le felicitó y le pidió que fuera a ver el barco cuanto antes. Mientras tanto, Kollberg y Melander se encargarían de la lista de pasajeros.

La tarea de conseguir las direcciones de sesenta y siete personas desconocidas y dispersas por todo el mundo no entusiasmó demasiado a Melander. Estaba sentado en el despacho de Martin Beck con una copia de la lista en la mano haciendo un rápido cálculo por encima.

—Quince suecos, de los cuales cinco se apellidan Andersson, tres Johansson y tres Pettersson. Parece prometedor. Veintiún americanos, menos una, claro. Doce alemanes, cuatro daneses, cuatro ingleses, un escocés, dos franceses, dos sudafricanos —a éstos habrá que buscarlos con un tam-tam—, cinco holandeses y dos turcos.

Vació la pipa en la papelera con unos golpecitos y se guardó el papel en el bolsillo.

—Turcos. En el Canal de Gota —murmuró al abandonar la habitación.

Martin Beck llamó a la compañía naviera. El
Diana
estaba amarrado en Bohus, un pueblo junto al rio Gota älv, a unos veinte kilómetros de Gotemburgo. Alguien de las oficinas de Gotemburgo les recibiría para mostrarles el barco.

Telefoneó a Ahlberg para decirle que cogería el tren de la tarde para Motala. Acordaron salir a las siete de la mañana del día siguiente para llegar a Bohus sobre las diez.

Por una vez no volvía a casa a la hora punta y el vagón del metro iba casi vacío.

Su esposa había empezado a darse cuenta de lo importante que era este caso para su marido y sólo se atrevió a protestar débilmente cuando le dijo que se iba de viaje. Disgustada, le hizo la maleta en silencio; Martin Beck fingió no percatarse de su ostentoso enfado. Le dio un beso furtivo en la mejilla y salió de casa una hora antes de que partiese el tren.

—No me he molestado en reservarte una habitación en el hotel —dijo Ahlberg, que le estaba esperando dentro del coche en la estación de Motala—. Tenemos un sofá estupendo donde dormir.

Aquella noche se quedaron charlando durante mucho tiempo y, al sonar el despertador a la mañana siguiente, se sentían todo menos despejados. Ahlberg llamó al Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas y se comprometieron a mandar dos hombres a Bohus. Luego bajaron a coger el coche.

La mañana era fría y desapacible, y después de un rato conduciendo comenzó a lloviznar.

—¿Conseguiste hablar con el segundo de a bordo y con el jefe de máquinas? —pregunto Martin Beck cuando habían dejado atrás la ciudad.

—Sólo con el jefe de maquinas —contestó Ahlberg—. Duro de pelar. Le fui sacando las palabras de una en una. De todas maneras, parece ser que apenas tuvo contacto con los pasajeros. No vio ni oyó nada que pueda relacionarse con el crimen. Y precisamente durante aquella travesía, por lo visto, estuvo muy liado, ya que algo pasaba con el motor... perdón, con la máquina. Puso mala cara en cuanto le mencioné ese viaje. Pero me dijo que le pusieron a dos chicos para ayudarle y que, por lo que él sabía, poco después de la última travesía con el
Diana
se enrolaron en un barco que iba para Inglaterra y Alemania.

—Bueno —dijo Martin Beck—, daremos con los dos tarde o temprano. Habrá que verificar las listas de personal de las compañías navieras.

Cada vez llovía con más fuerza y al llegar a Bohus, el agua caía a mares sobre el parabrisas. No vieron gran cosa del pueblo, ya que la intensa lluvia se lo impedía, pero parecía bastante pequeño, con unas pocas fábricas y unos cuantos edificios que se extendían a lo largo del río. Encontraron el camino hacia la ribera del río y cuando llevaban un rato conduciendo muy despacio aparecieron los barcos. Tenían aspecto de estar abandonados, fantasmales, y hasta que no se acercaron justo al final del muelle no pudieron distinguir sus nombres, pintados de negro debajo del muelle.

Se quedaron dentro del coche buscando con la mirada al hombre de la compañía naviera. No había nadie a la vista, pero un poco más allá había un coche aparcado. Al acercarse descubrieron a un hombre sentado al volante mirando en dirección a donde venían.

Dieron un giro y aparcaron a su lado. El hombre bajó la ventanilla y gritó algo. Pudieron oír sus nombres entre el ruido de la lluvia y Martin Beck asintió con la cabeza mientras bajaba la ventanilla.

El hombre se presentó y propuso que desafiaran la lluvia y subieran a bordo enseguida.

Era bajo y rechoncho, al abrir el camino hacia el
Diana
con paso ligero parecía avanzar rodando. Atravesó la borda con cierta dificultad y, protegido bajo la cubierta del puente de mando, esperó a Martin Beck y a Ahlberg, que venían detrás.

El hombre menudo abrió una puerta cerrada con llave a estribor y entraron en una especie de guardarropa. Al otro lado se veía una puerta idéntica que conducía a la cubierta de paseo de babor. A la derecha se abrían dos puertas de cristal que comunicaban con el comedor y entre ellas un gran espejo. Frente al espejo, una escalera empinada desaparecía hacia la cubierta inferior. Descendieron por ella y luego por otra más. Allí abajo había cuatro cabinas y un salón con sofás de escay a lo largo de unos mamparos. El hombre menudo les mostró cómo se separaban los sofás con la cortina.

—Cuando tenemos pasajeros de cubierta solemos permitirles dormir aquí —dijo.

Volvieron a subir por la escalera hasta la siguiente cubierta. Allí había camarotes para los pasajeros y la tripulación, lavabos y cuartos de baño. El comedor se ubicaba en la cubierta mediana. Constaba de seis mesas redondas para seis comensales cada una, un bufé en el mamparo de popa y un pequeño cuarto de servicio con un montaplatos hasta la cocina de abajo. Al otro lado del guardarropa se situaba un salón para leer y escribir con vistas a proa a través de unos grandes ventanales.

Al salir a la cubierta de paseo, ya apenas llovía. Caminaron hacia popa. A estribor había tres puertas, la primera daba al cuarto de servicio, las otras dos a los camarotes; a popa, una escalera hasta la cubierta superior y el puente de mando. Junto a la escalera, el camarote de Roseanna McGraw.

La puerta del camarote daba a popa. El hombre la abrió y entraron. La cabina era pequeña, aproximadamente de tres metros por uno y medio, y carecía de ojo de buey. El respaldo de la litera podía convertirse en una litera superior. Por lo demás, un lavabo con un armario y una palangana con tapa de caoba. Del mamparo sobre el lavabo colgaba un espejo y un estante para el vaso y los utensilios de aseo. El suelo estaba enmoquetado y debajo de la litera quedaba sitio para guardar las maletas. A los pies había un espacio vacío con ganchos para colgar ropa.

El hombre de la compañía naviera enseguida se dio cuenta de que allí dentro no cabían tres personas. Salió y se sentó encima del arcón de los salvavidas y se miró con el ceño fruncido los zapatos llenos de barro, que balanceaba a una buena distancia del suelo.

Martin Beck y Ahlberg examinaron el pequeño camarote. No esperaban encontrar ninguna huella de Roseanna, eran conscientes de que el camarote habría sido limpiado un sinfín de veces desde que ella lo ocupara. Ahlberg se tumbó con cuidado sobre la litera y comprobó que difícilmente podía considerarse un lugar de descanso lo suficientemente espacioso para un adulto.

Dejaron la puerta abierta al salir y se sentaron junto al hombre encima del arcón de los salvavidas.

Cuando llevaban un buen rato observando el camarote en silencio, un gran coche negro llegó hasta el muelle. Eran los hombres del Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas. Subieron entre los dos una gran bolsa negra y no tardaron en ponerse a trabajar.

Ahlberg dio un empujón a Martin Beck en el costado señalando con la cabeza en dirección a la escalera. Subieron a la cubierta superior. Allí se guardaban dos botes salvavidas a cada lado de la chimenea, un par de cajas para tumbonas de cubierta y mantas, pero por lo demás, la cubierta estaba vacía. En el puente de mando había dos cabinas de pasajeros, un trastero y el camarote del capitán detrás de la sala de mando.

Martin Beck se detuvo al pie de la escalera y saco el plano de los camarotes cabinas que le habían proporcionado en la compañía naviera. Con aquel plano como guía repasaron de nuevo el barco. Cuando volvieron a popa, en la cubierta mediana, el hombre menudo seguía sentado sobre el arcón, contemplando con cara de tristeza a los dos policías que, de rodillas en el camarote, sacaban los clavos de la moqueta.

Eran ya las dos cuando el gran coche negro de la policía tomó por la carretera hacia Gotemburgo, una cascada de lodo chorreaba por las ruedas. Los investigadores forenses se habían llevado todas las piezas sueltas del camarote, lo cual no era gran cosa. No creían que fueran a demorarse mucho los resultados de los análisis.

Martin Beck y Ahlberg dieron las gracias al hombre de la compañía naviera y él les estrechó la mano con un entusiasmo exagerado, aparentemente agradecido por poder salir por fin de allí.

Cuando su coche desapareció tras la primera curva, Ahlberg dijo:

—Estoy cansado y tengo hambre. Vamos a Gotemburgo y pasamos la noche allí, ¿no?

Media hora más tarde, aparcaron delante de un hotel en Postgatan. Reservaron cada uno una habitación, descansaron una hora y luego salieron a cenar.

Mientras cenaban, Martin Beck hablaba de barcos y Ahlberg de un viaje que había hecho a las Islas Faeroe.

Ninguno mencionó a Roseanna McGraw.

Capítulo 11

Para ir de Gotemburgo a Motala hay que coger la carretera 40, dirección este, por Borås y Ulricehamn hasta Jönköping. Allí se toma la Carretera Europea 3, dirección norte, hasta Ödeshög, luego la 50 por Tåkern y Vadstena. El trayecto es de doscientos setenta kilómetros y esa mañana Ahlberg lo recorrió en poco más de tres horas.

Salieron hacia las cinco y media de la madrugada, mientras las máquinas de limpieza, los repartidores de periódicos y algún que otro policía seguían reinando en las calles resplandecientes por la lluvia, pero tuvieron que desaparecer muchos kilómetros de carretera gris bajo el coche hasta que uno de los dos rompió el silencio. Poco después de pasar Hindis, Ahlberg carraspeó y dijo:

—¿Crees realmente que ocurrió allí? ¿Dentro de aquel cuchitril?

—¿Dónde si no?

—¿Con gente a sólo unos centímetros al otro lado de la pared en el siguiente camarote?

—Del mamparo.

—¿Qué?

—De la pared no, del mamparo.

—¡Bah! —rezongó Ahlberg.

Diez kilómetros más tarde, Martin Beck dijo:

—Tal vez la mató precisamente por eso.

—Para impedir que gritara.

—Ya.

—¿Pero cómo pudo hacerla callar? Debió de estar... ocupado bastante tiempo.

Martin Beck no contestó. Cada uno recordó el pequeño camarote y sus características casi espartanas. Ninguno pudo evitar que se le disparara la imaginación. Ambos experimentaron la misma sensación de irremediable y escalofriante malestar. Se palparon los bolsillos buscando tabaco y fumaron en silencio.

Al contemplar un extremo del lago Åsunden, Martin Beck recordó al rey regente de la Edad Media, Sten Sture, que en 1520 había estado tumbado allí abajo, vencido, sobre una camilla, mientras los remolinos de nieve jugaban sobre sus heridas y él acuñaba aforismos inmortales sobre la muerte. Su rostro del color de la pálida cera, apacible y desangrado. Cuando entraron en Ulricehamn, dijo:

—Puede que las lesiones más importantes se produjeran estando ya muerta, o al menos inconsciente. Hay indicaciones en el informe de la autopsia que así lo sugieren.

Ahlberg asintió con la cabeza. Sin necesidad de comentarlo, sabían que esa idea les aliviaba a los dos.

Pararon a tomar café en un autoservicio de Jönköping. Martin Beck se sentía mareado, como siempre, pero al mismo tiempo algo le levantó el ánimo. A la altura de Gränna, Ahlberg soltó lo que ambos llevaban pensando durante horas:

—No la conocemos.

—No —reconoció Martin Beck sin desviar la mirada del paisaje de la isla Visingsö, tierras del conde Per Brahe, envuelto en brumas pero hermoso.

—No sabemos quién era. Lo que quiero decir...

Se calló.

—Sé lo que quieres decir.

—¿A que no? Cómo vivía, cómo solía comportarse. El trato que tenía con la gente. Cosas así.

—Ya.

Todo aquello era verdad. La mujer tendida sobre la lona tenía un nombre, una dirección y una profesión. Pero nada más.

—¿Crees que los investigadores forenses encontrarán algo?

—Esperemos que sí.

Ahlberg le echó una rápida mirada. No, no hacían falta palabras. Lo único que podían esperar razonablemente de la investigación forense era que al menos no contradijera la teoría según la cual el camarote n° A7 fue el lugar del crimen. El
Diana
había hecho veinticuatro viajes por el canal desde que la mujer de Lincoln estuvo a bordo. Eso significaba que el camarote se había limpiado a conciencia el mismo número de veces; que la ropa de cama, las toallas y otras pertenencias se habían lavado una y otra vez y mezclado con las de otros camarotes. También quería decir que entre treinta y cuarenta personas habían pasado por ese camarote después de Roseanna McGraw. Todos habían dejado su huella, naturalmente.

—Quedan las declaraciones de los testigos —comentó Ahlberg.

—Sí.

Ochenta y cinco personas de las cuales probablemente una era la culpable y las demás posibles testigos, como pequeñas piezas de un gran puzzle. Ochenta y cinco personas repartidas en cuatro continentes. Sólo localizarlas constituía un trabajo de Sísifo. ¿Cómo se las apañarían para tomarles declaración y analizar luego todos aquellos informes? No quería ni pensarlo.

—Y Roseanna McGraw —dijo Ahlberg.

—Sí —dijo Martin Beck. Y después de un rato—: Como yo lo veo, sólo hay una manera.

—¿Aquel tipo estadounidense?

—Sí.

—¿Cómo se llamaba?

—Kafka.

—Un nombre raro. ¿Te parece un buen poli?

Martin Beck recordó su absurda conversación telefónica de hacía unos días y eso le inspiró la primera sonrisa de aquel día sombrío.

—Difícil de determinar —contestó.

A medio camino entre Vadstena y Motala, Martin Beck pensó en voz alta:

—Las bolsas, la ropa, los utensilios de aseo, el cepillo de dientes, los souvenirs que había comprado. El pasaporte, el dinero, los cheques de viaje.

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