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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (4 page)

BOOK: Roseanna
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Diez minutos después se vieron en el hotel.

—Joder, vaya pinta lúgubre que traes —dijo Kollberg—. ¿Quieres un café?

—No gracias. ¿Qué has hecho?

—He hablado con un tipo del periódico de Motala, un redactor local de Borensberg. Creyó que se le había ocurrido algo ingenioso. Resulta que hay una tía de Linköping que debía haber empezado un trabajo en Borensberg hace diez días, pero no se presentó. Parece ser que viajó desde Linköping el día anterior y desde entonces no se ha sabido nada de ella. Nadie se ha molestado en denunciar su desaparición, por lo visto no era de fiar. El tipo del periódico conocía a su jefe e hizo sus propias averiguaciones, pero no se le ocurrió indagar sobre su aspecto. Yo lo hice y no se trata de la misma tía. Ésta es gorda y rubia. Y sigue desaparecida. Me ha llevado todo el día.

Se reclinó en la silla mientras se escarbaba los dientes con una cerilla.

—¿Qué hacemos ahora?

—Ahlberg ha mandado a algunos de sus hombres a llamar a las puertas. Tendrás que echarles una mano. Cuando aparezca Melander tendremos una reunión con el fiscal y Larsson. Sube a ver a Ahlberg y él te dirá qué hacer.

Kollberg apuró su vaso y se levantó.

—¿Me acompañas? —le preguntó.

—No, ahora no. Dile a Ahlberg que estoy en mi habitación si quiere algo.

Ya en su cuarto, Martin Beck se quitó la chaqueta, los zapatos y la corbata, y se sentó en el borde de la cama.

El cielo se había despejado y unas nubes blancas que parecían de pelusa lo recorrían. El sol de la tarde iluminaba la habitación.

Martin Beck se levantó, entreabrió la ventana y corrió las finas cortinas de lana. Luego se tumbó en la cama con las manos debajo de la cabeza.

Meditaba sobre la chica del fondo fangoso del lago Boren. Al cerrar los ojos la vio ante sí con el mismo aspecto que en las fotos. Desnuda y desamparada, con los hombros no muy anchos, el pelo negro y un mechón cayéndole sobre el cuello.

¿Quién era, qué pensaba, cómo había vivido? ¿Con quién se había encontrado?

Era joven y sin duda había sido guapa. Alguien tenía que haberla querido. Alguien cercano que ahora se preguntaba qué le había ocurrido. Debió de tener amigos, compañeros de trabajo, padres, tal vez hermanos. Nadie, y especialmente una mujer joven y bella, puede estar tan solo que no haya quien le eche de menos si desaparece.

Martin Beck reflexionó sobre esto durante un buen rato: que no la buscaran. Le daba pena aquella chica a quien no echaban en falta y no entendía por qué. ¿Tal vez no dijo que se iba de viaje? En ese caso podría pasar mucho tiempo hasta que empezaran a preguntarse adónde había ido.

La cuestión era cuánto...

Capítulo 5

Eran las once y media de la mañana y el tercer día de Martin Beck en Motala. Se había levantado temprano sin saber por qué, no le había servido de nada. Llevaba ya un rato sentado en el pequeño escritorio hojeando su cuaderno de notas. Había manoseado el teléfono un par de veces con la idea de llamar a casa, pero al final, por dejadez o por la razón que fuera, no lo hizo.

Como tantas otras cosas.

Se puso el sombrero, cerró la puerta de su habitación con llave y bajó las escaleras. Los sillones del vestíbulo estaban ocupados por algunos periodistas y en el suelo se podían ver dos bolsas con equipamiento fotográfico y trípodes plegados y atados con cuerdas a las bolsas.

Apoyado en la pared de la entrada, uno de los fotógrafos estaba fumando, un hombre muy joven que se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios, levantó su Leica y miró por el visor.

Al pasar junto al grupo, Martin Beck se bajó el ala del sombrero, encogió los hombros y aligeró el paso. Fue un acto reflejo, aunque siempre hay alguien que se molesta, ya que uno de los reporteros saltó en un tono sorprendentemente irónico:

—Oye, ¿entonces esta noche cenamos con los jefes de la investigación?

Martin Beck murmuró algo, ni él mismo sabría decir qué, y siguió andando hacia la salida. Un segundo antes de abrir la puerta escuchó un pequeño chasquido, el fotógrafo le acababa de hacer una foto.

Caminó sin aminorar el paso por la acera hasta que consideró que había salido de su campo de visión. Entonces se detuvo indeciso tal vez durante diez segundos. Tiró un cigarrillo a medias a la calzada, se encogió de hombros y cruzó la calle en dirección a la parada de taxis. Se dejó caer en el asiento trasero y se rascó la punta de la nariz con el dedo índice de la mano derecha, mientras miraba de reojo la entrada del hotel. Por debajo del ala del sombrero vio al tipo que se había dirigido a él en el vestíbulo. El periodista estaba plantado en medio de la puerta siguiendo con la mirada al taxi que se alejaba. Pero fue sólo un momento, luego él también se encogió de hombros y entró en el hotel.

Los periodistas y los de la brigada nacional de homicidios se alojaban a menudo en el mismo hotel, y si la investigación concluía con rapidez y éxito solían cenar juntos y beber bastante la última noche. Con el tiempo, aquello llegó a convertirse en una costumbre. A Martin Beck no le gustaba, pero la mayoría de sus colegas no compartían su opinión.

Había aprendido bastante acerca de Motala durante estos dos días, aunque su estancia, por lo demás, no hubiera sido demasiado provechosa. Al menos reconocía el nombre de las calles por las que iba pasando: Prästgatan, Drottninggatan, Östermalmsgatan, Borensvägen, Verkstadsvägen. Le pidió al taxista que le dejara en el puente, le pagó y se bajó. Apoyó las manos en la barandilla y miró abajo, al canal, que se abría paso cortando la larga pendiente verde como una escalera. Mientras lo observaba, se dio cuenta de que había olvidado pedir al taxista que le escribiera la ruta en el recibo; si la apuntaba con su letra, tal vez tendría que aguantar alguna disputa estúpida cuando pasara a cobrarlo por caja. Lo mejor era escribir aquellos datos a máquina, parecía más serio.

Caminaba por el lado norte del canal sumergido aún en esos pensamientos.

Habían caído un par de chaparrones por la mañana y se respiraba un aire sano y ligero. Se detuvo en medio de la cuesta para disfrutarlo. Percibió el aroma fresco y puro a flores silvestres y a húmedo verdor. Recordó su infancia como un rosario de las mismas sensaciones, pero eso fue antes de que el humo del tabaco y de los coches y sus desgastadas mucosas le hubiesen privado de la agudeza de los sentidos. Ahora sensaciones como aquélla le llegaban muy de vez en cuando.

Martin Beck pasó de largo las cinco esclusas y continuó andando a lo largo de la pared del muelle, cubierta de revestimiento. Unos pequeños barcos estaban amarrados en la presa de la esclusa, junto al rompeolas, y más allá, en el lago Boren, navegaban dos barcos de vela. A cincuenta metros del extremo del rompeolas, y controlada por unas gaviotas que planeaban perezosamente en amplios círculos, la draga de cucharón retumbaba y chirriaba. Las cabezas de los pájaros se movían de un lado a otro esperando lo que el cucharón de la draga pudiera sacar del fondo. La atención y la capacidad de observación de las gaviotas le resultaron admirables, igual que su perseverancia y optimismo. «Me recuerdan a Kollberg y a Melander», pensó Martin Beck.

En el extremo del rompeolas volvió a detenerse. Aquí estuvo ella. O mejor dicho: sobre una lona doblada, depositaron el cuerpo malherido y lacerado de alguien, prácticamente expuesto a los ojos de todo el mundo. Al cabo de unas horas, fue trasladada en camilla por dos señores serios de uniforme, y después un viejo que lo tenía por oficio la abrió y destripó, volvió a cerrarla por decoro, cosiendo sólo lo imprescindible, y fue a parar a un congelador de la morgue. En cuanto a él, no lo había visto. Debería estar agradecido, reflexionó.

Martin Beck se dio cuenta de que tenía las manos cruzadas en la espalda mientras se mecía sobre las plantas de los pies, una costumbre de los años de patrulla tan difícil de evitar como insufrible. Además, se había quedado mirando fijamente a un trozo de suelo de cemento gris que carecía de interés, pues la lluvia había borrado hacía mucho tiempo los últimos restos de la silueta trazada con tiza en la primera investigación rutinaria. Aparentemente, debió de quedarse un buen rato en esa posición, pues el entorno sufrió ciertos cambios. El más llamativo era un pequeño barco blanco de pasajeros que se dirigía hacia la esclusa a considerable velocidad. Al pasar la draga, una veintena de cámaras enfocaron hacia esta extraña embarcación; en respuesta, el operario de la draga salió de su cabina e hizo una foto a los pasajeros. Martin Beck siguió la nave con la mirada al dejar atrás el extremo del rompeolas y reparó en ciertos detalles repugnantes. El casco, de líneas puras, tenía el mástil cortado y la chimenea original, que sin duda debió ser alta, recta y bella, había sido sustituida por un extraño capuchón aerodinámico de metal. En las entrañas, donde la maquinaria debería dar golpes rítmicos, ronroneaba algo que probablemente fuera un motor diesel. La cubierta se encontraba abarrotada de turistas. Casi todos parecían viejos o de mediana edad, y algunos llevaban sombreros de paja con cintas de flores.

El barco se llamaba
Juno
. Recordó que Ahlberg le había mencionado este nombre ya el primer día que se conocieron.

Ahora había una llamativa cantidad de gente en el rompeolas y en ambas orillas del canal. Algunos pescaban con caña y otros tomaban el sol, pero la gran mayoría se dedicaban a observar el barco. Por primera vez en varias horas, Martin Beck tuvo un motivo para decir algo.

—¿Siempre pasa a la misma hora?

—Sí, si sale de Estocolmo. A las doce y media, eso es. El que va en la otra dirección llega más tarde, a las cuatro y pico. Se encuentran en Vadstena. Atracan allí.

—Mucha gente por aquí..., quiero decir en tierra...

—Bajan a ver el barco.

—¿Siempre hay tanta gente?

—Normalmente, sí.

El hombre con el que hablaba se sacó la pipa de la boca para escupir en el agua.

—Menudo entretenimiento —comentó. Quedarse mirando boquiabierto a unos malditos turistas.

Cuando Martin Beck regresaba por la orilla del canal, volvió a pasar aquel barco de pasajeros. Había superado ya la mitad de las esclusas y chapoteaba apaciblemente en la tercera. Muchos pasajeros habían bajado a tierra. Algunos estaban fotografiando la embarcación, otros hacían cola en los puestos de recuerdos, donde compraban banderines, tarjetas postales y recuerdos turísticos de plástico fabricados, sin duda, en Hong Kong. Martin Beck no consiguió convencerse a sí mismo de que tenía prisa y por el respeto acostumbrado a los recursos económicos del estado, volvió en autobús.

No había periodistas en el vestíbulo ni mensajes en recepción. Subió a la habitación, se sentó a la mesa y miró por la ventana a la plaza. En realidad tenía que regresar a la comisaría, pero ya había estado dos veces antes de comer.

Media hora después telefoneó a Ahlberg.

—Hola. Me alegro de que hayas llamado. Está aquí el fiscal provincial.

—¿Y?

—Va a dar una conferencia de prensa a las seis. Parece preocupado.

—¿Sí?

—Quiere que vayas.

—Voy.

—¿Te llevas a Kollberg? No me ha dado tiempo a avisarle.

—¿Y Melander?

—Ha salido con uno de los míos a comprobar una pista.

—¿Te pareció que podía ser importante?

—¡Qué va!

—¿Y por lo demás?

—Nada. Al fiscal le preocupa la prensa. Llaman por el otro teléfono.

—Vale. Hasta ahora.

Se quedó sentado fumando apáticamente hasta que terminó el paquete. Luego miró el reloj, se levantó y salió al pasillo. Se detuvo tres puertas más allá, llamó y entró, a su manera, en silencio y como un rayo.

Kollberg estaba tumbado en la cama leyendo el periódico vespertino. Se había quitado los zapatos y la americana, y tenía desabrochada la camisa. Su arma reglamentaria descansaba sobre la mesilla, enredada en la corbata.

—Hoy hemos retrocedido a la página doce —dijo—. Están jodidos los pobres, no es fácil.

—¿Quiénes?

—Los malditos periodistas, quiénes van a ser. «El misterio en torno al brutal asesinato de una mujer en Motala sigue sin resolverse. No sólo la policía local sino también los curtidos inspectores de la Brigada de Homicidios buscan a ciegas en las tinieblas más impenetrables.» ¿De dónde sacan todo eso?

Kollberg era corpulento y daba la impresión de ser impasible y cordial, lo que había llevado a mucha gente a cometer errores fatales.

—«Al principio pareció un caso rutinario, pero se complica por momentos. El equipo que dirige la investigación se muestra sumamente reservado, se siguen varias líneas de investigación. La belleza desnuda del lago Boren...»

—Bah, que se jodan.

Echó una ojeada al resto del artículo y luego dejó caer el periódico al suelo.

—Me cago en diez. Menuda belleza. Una tía patizamba de lo más normal con mucho culo y pocas tetas.

Martin Beck recogió el periódico y se puso a hojearlo como ausente.

—Hay que reconocer que tenía un buen coño —comentó Kollberg. —Que se convirtió en su desgracia —añadió filosóficamente.

—¿La has visto?

—Claro. ¿Tú no?

—Sólo en fotos.

—Pues yo sí la he visto —dijo Kollberg.

—¿Qué has hecho esta tarde?

—¿Tú qué crees? He leído los informes de los compañeros que han ido llamando a las puertas para recoger información en el vecindario. Una basura. Es una locura mandar a un montón de chavales así, a la deriva. Todos se expresan de manera diferente y ven cosas distintas. Algunos redactan cuatro páginas porque han encontrado un gato tuerto o críos con mocos, mientras que otros serían capaces de despachar tres cadáveres y una bomba de acción retardada en una oración subordinada de relativo. Además, todos formulan las preguntas a su manera.

Martin Beck no dijo nada. Kollberg suspiró.

—Deberían tener unos formularios —aconsejó—. Nos ahorraría tres cuartas partes del tiempo.

—Sí.

Martin Beck rebuscó algo en los bolsillos.

—Como es bien sabido, yo no fumo —advirtió Kollberg maliciosamente.

—El fiscal provincial da una conferencia de prensa dentro de media hora. Quiere que vayamos.

—Ajá. Sin duda será un acontecimiento muy divertido. Señaló el periódico y propuso:

—¿Y si esta vez preguntamos nosotros a los periodistas? Este tío lleva cuatro días seguidos escribiendo que se espera un arresto en el transcurso de la tarde. Y la tía un día se parece a Anita Ekberg y otro a Sofía Loren.

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