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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (6 page)

BOOK: Roseanna
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Martin Beck leyó el resumen de Kollberg dos veces antes de doblar el papel y dejarlo sobre la mesilla. Luego apagó la lámpara y se dio la vuelta hacia la pared.

Había empezado ya a clarear cuando se durmió.

Capítulo 6

El calor flotaba sobre el asfalto al salir de Motala. Era temprano y la carretera se extendía lisa y vacía. Kollberg y Melander iban delante, Martin Beck atrás con la ventanilla bajada para que el viento le diera en la cara. Estaba mareado por el café que se había tomado a toda prisa mientras se vestía.

A Martin Beck le pareció que Kollberg conducía mal, y aceleraba y desaceleraba pero por lo menos no hablaba, algo poco habitual en él. Melander miraba aburrido por la ventanilla y mordía la pipa con fuerza.

Cuando llevaban tres cuartos de hora en silencio, Kollberg señaló con la cabeza un lago que se asomaba entre los árboles por la izquierda.

—El lago Boren —dijo—. Boren, Roxen y Glan. Que yo recuerde, eso es más o menos lo único que aprendimos en el colegio, joder.

Los otros dos permanecieron en silencio.

Pararon en una cafetería de Linköping. Martin Beck seguía sintiéndose mal y se quedó en el coche mientras sus compañeros desayunaban.

El desayuno animó a Melander y durante el resto del viaje, los dos hombres de delante intercambiaron ocasionalmente algunas frases sueltas. Martin Beck continuaba callado. No le apetecía hablar.

Al llegar a Estocolmo, se marchó directamente a casa. Su mujer estaba tomando el sol sentada en el balcón. Sólo llevaba puesto unos pantalones cortos y al darse cuenta de que se abría la puerta, cogió el sujetador de la barandilla del balcón y se levantó.

—Hola —dijo—. ¿Qué tal?

—Mal. ¿Dónde están los niños?

—Se han ido con las bicicletas a bañarse. Tienes mala cara. No habrás comido bien. Te voy a preparar el desayuno.

—Estoy cansado —dijo Martin Beck—. No me apetece desayunar.

—Pero te lo preparo en un momento. Siéntate y...

—No quiero desayunar. Voy a echarme un rato. Despiértame dentro de una hora.

Eran las nueve y cuarto. Entró al dormitorio y cerró la puerta. Cuando lo despertó, tuvo la sensación de que apenas había dormido un par de minutos.

Era la una menos cuarto.

—Te dije una hora.

—Parecías muy cansado. Te llama el comisario Hammar.

—Joder.

Una hora más tarde se presentó en el despacho de su jefe.

—¿Habéis avanzado algo?

—No. No hemos averiguado nada. Ni quién es, ni dónde la mataron y menos aún quién lo hizo. Sabemos más o menos cuándo y cómo sucedió, eso es todo.

Hammar había posado las palmas de las manos sobre la mesa y estudiaba sus uñas con el ceño fruncido. Le sacaba quince años a Martin Beck, un hombre bastante grueso, de pelo canoso y abundante, y cejas muy pobladas. Era un buen jefe, tranquilo, a veces incluso un poco lento, y se llevaban bien. El comisario Hammar cruzó las manos y alzó la vista hacia Martin Beck.

—Mantente en contacto con Motala. Probablemente será como tú dices, la mujer se marchó de vacaciones y la gente cree que está de viaje, tal vez en el extranjero. Pueden pasar por lo menos quince días hasta que alguien la eche de menos. Eso calculando que disfrutaba de tres semanas libres. Pero me gustaría disponer de tu informe cuanto antes.

—Lo tendré listo esta tarde.

Martin Beck entró en su despacho, quitó la funda a la máquina de escribir, pasó un rato hojeando las copias que le había dado Ahlberg y se puso a escribir.

A las cinco y media sonó el teléfono.

—¿Vienes a cenar?

—Creo que no.

—¿No hay más policías que tú? —se quejó su esposa—. ¿Es que debes hacerlo todo? ¿Cuándo tienen previsto que veas a tu familia? Los niños preguntan por ti.

—Intentaré estar en casa a las seis y media.

Un par de horas más tarde terminó el informe.

—Vete y acuéstate —le dijo Hammar—. Pareces cansado.

Martin Beck lo estaba. Cogió un taxi para ir a casa, cenó y se fue a la cama. Se durmió enseguida.

A la una y media de la madrugada, sonó el teléfono.

—¿Estabas durmiendo? Siento despertarte. Sólo quería avisarte que ya está resuelto. Se presentó voluntariamente.

—¿Quién?

—Holm, el vecino. Su marido. Se vino abajo. Celos. ¿A que es raro?

—¿El vecino de quién? ¿De quién estás hablando?

—De la tía de Storängen, ¿de quién va a ser? Sólo quería decírtelo para que no te quedaras despierto toda la noche comiéndote la cabeza... ¡Dios mío! ¿Me he equivocado?

—Sí.

—Joder, es verdad. Tú no estuviste. Fue Stenstrom. Lo siento. Hasta mañana.

—Gracias por llamar, ha sido un detalle.

Volvió a la cama, pero ya no pudo dormir. Se quedó mirando el techo escuchando los ronquidos de su mujer. Se sentía vacío y desesperado.

Cuando los rayos de sol iluminaban el dormitorio, se dio media vuelta pensando: mañana hablaré con Ahlberg.

Llamó a Ahlberg al día siguiente y otras cuatro o cinco veces durante aquella semana, pero ninguno de los dos tenía gran cosa que decir. La procedencia de la chica seguía siendo un misterio. Los periódicos dejaron de informar sobre el caso y Hammar no volvió a preguntar. No llegaba ninguna denuncia de desaparición que encajara con la víctima. A veces daba la sensación de que no existía. Todos parecían haberla olvidado, menos Martin Beck y Ahlberg.

A primeros de agosto, Martin Beck cogió una semana de vacaciones y se fue al archipiélago con la familia. Al volver siguió ocupándose de los asuntos rutinarios que se le amontonaban. Se sentía deprimido y dormía mal.

Una noche a finales de agosto yacía en la cama con la mirada perdida en la oscuridad.

Ahlberg le había llamado tarde. Estaba en el Stadshotellet y le pareció algo bebido. Hablaron durante un rato del asesinato y antes de colgar, Ahlberg dijo:

—Sea quien sea y esté donde esté, lo cogeremos.

Martin Beck se levantó y salió descalzo y sigiloso al salón. Encendió la lámpara del escritorio y contempló la maqueta del Danmark. Todavía le quedaban los aparejos.

Se sentó en el escritorio y saco una carpeta de la cajonera. Dentro guardaba la descripción de la chica que había escrito Kollberg y las copias de las fotos que el fotógrafo de Motala había tomado hacía menos de dos meses. Aunque se la sabía casi de memoria, la repasó lenta y minuciosamente. Luego extendió las fotos delante y las estudió durante mucho tiempo.

Cerró la carpeta y apagó la luz: «Fuera quien fuera ella y viniera de donde viniera, lo averiguaré.»

Capítulo 7

—La Interpol, me cago en diez —se quejó Kollberg.

Martin Beck no dijo nada. Kollberg lo miró por encima del hombro.

—¿Encima esos cabrones escriben en francés?

—Sí. Es de la policía de Toulouse. Tenían una denuncia por desaparición.

—La policía francesa —insistió Kollberg—. Tramité una denuncia por desaparición con ellos hace un par de años a través de Interpol. Una niña bien de Djursholm. Ni una palabra en tres meses y de repente llega una carta larguísima de la Gendarmería de París. No me entero de nada, así que mando traducirla y al día siguiente leo en el periódico que un turista sueco encontró a la chica. Bueno, «encontró», la vio en ese café tan famoso donde les gusta pasar el día a todas las putas suecas baratas...

—Le Dôme.

—Eso es. Allí estaba sentada tranquilamente con el tipo árabe con quien vive y resulta que va allí todos los dichosos días desde hace casi seis meses. Por la tarde me llega la traducción y leo que no se la ha visto en Francia en los últimos tres años y que, con toda seguridad, no se halla en el país actualmente. Al menos viva. Me comunican que las desapariciones «corrientes» se resuelven siempre en un plazo de dos semanas, por lo que en este caso, por desgracia, habrá que pensar en un crimen.

Martin Beck dobló la carta, la cogió por un extremo entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha, y la dejó caer en uno de los cajones.

—¿Qué pone? —preguntó Kollberg.

—¿De la chica de Toulouse? La policía española la encontró hace una semana en Mallorca.

—Parece mentira que se necesiten tantos sellos y tanta palabrería rara para decir tan poco.

—Ya —contestó Martin Beck.

—Al final va a resultar que la mujer es sueca. Como pensamos todos desde el principio. Es extraño.

—¿Qué?

—Que nadie la eche de menos, sea quien sea. Incluso yo pienso en ella de vez en cuando.

El tono de Kollberg fue cambiando gradualmente.

—Me molesta —admitió—. Me molesta muchísimo. ¿Cuántos chascos te has llevado?

—Con éste, veintisiete.

—Te llevarás más.

—Sin duda.

—Bueno, no le des más vueltas.

—No.

Resulta más fácil dar consejos bienintencionados que recibirlos, pensó Martin Beck. Se levantó y se acercó a la ventana.

—Bueno, pues tendré que volver con mi homicida —dijo Kollberg—. No hace más que lloriquear y comer bocadillos. Menudo comportamiento. Primero se bebe un litro de colonia barata y mata a la parienta y a los críos con un martillo-hacha, acto seguido intenta prender fuego a la casa y cortarse el cuello con una sierra. Para colmo, al final, se va corriendo a la poli y se pone a llorar y a quejarse de la comida. Esta tarde sin falta lo mando al manicomio.

—Joder, qué maravillosa es la vida —exclamó, y cerró la puerta de un portazo.

El verdor del camino entre la comisaría y el hotel de Kristineberg había empezado a palidecer. Una cortina de lluvia barría un cielo bajo y gris, la tormenta desgarraba las nubes y los árboles ya habían perdido gran parte de su espléndida hojarasca. Por la fecha, veintinueve de septiembre, el otoño estaba llegando de forma definitiva e irreversible. Martin Beck contempló con desdén su cigarrillo Florida a medio fumar, mientras pensaba en sus sensibles vías respiratorias, y en el primer y formidable constipado invernal que pronto cogería.

«Pobrecita, ¿quién eres tú?», se preguntó a sí mismo.

Sabía que cada día que pasaba sus oportunidades se reducían. Quizá nunca descubrirían quién era aquella mujer, ni mucho menos atraparían al culpable si no actuaba de nuevo. La mujer que yació bajo el sol sobre una lona en el rompeolas poseía al menos una cara, un cuerpo y una tumba sin nombre. Del asesino no se conocía nada, ni siquiera su aspecto, era algo nebuloso. Y las figuras nebulosas no tienen deseos ni armas afiladas. Tampoco manos de estrangulador.

Martin Beck se estremeció. «Recuerda que posees tres de las principales virtudes de un policía —pensó para sí mismo—. Eres tozudo y lógico. Y muy sereno. No pierdes los estribos, tu compromiso en una investigación, sea del tipo que sea, debe ser única y exclusivamente profesional. Palabras como detestable, horror o crueldad pertenecen a los periódicos, no al mundo de tus pensamientos. Los asesinos son gente completamente normal, sólo que más infelices e inadaptados.»

Aunque no había vuelto a ver a Ahlberg desde aquella noche en el hotel de Motala, hablaban a menudo por teléfono. La última vez la semana pasada, y recordó su frase final:

«¿Vacaciones? No hasta que esté resuelto el caso. Dentro de poco terminaré de comprobarlo todo; seguiré aunque tenga que rastrear yo mismo el lago entero.»

Últimamente Ahlberg mostraba una gran tozudez, pensaba Martin Beck.

Joder, joder, joder, murmuraba golpeándose la frente con el puño.

Luego volvió a la mesa y se sentó, giró la silla hacia la izquierda y miró sin especial interés el papel de la máquina de escribir, mientras intentaba recordar lo que se disponía a escribir justo antes de que le interrumpiera Kollberg con la carta de la Interpol.

Seis horas más tarde, a las cinco menos dos minutos, se puso el sombrero y el abrigo, y empezó a odiar el vagón repleto del metro en dirección sur. Seguía lloviendo y le pareció percibir el olor viciado a ropa mojada y aquella sensación claustrofóbica de ir estrujado entre una masa compacta de cuerpos extraños.

A las cinco menos un minuto entró Stenström. Como siempre, abrió la puerta de repente, sin llamar. Le molestaba, pero resultaba soportable en comparación con los golpecitos de pájaro carpintero de Melander y los ensordecedores martillazos de Kollberg.

—Aquí hay un mensaje para el departamento de mujeres desaparecidas. Pronto tendrás que mandar una tarjeta de agradecimiento a la Embajada americana. Es la única que se porta bien.

Estudio el telex de color rojo claro.

—Lincoln, Nebraska. ¿De dónde procedía la última vez?

—Astoria, Nueva York.

—¿Fueron los que enviaron una descripción de tres páginas y se les olvidó mencionar que se trataba de una mujer negra?

—Sí —contestó Martin Beck.

Stenström le pasó el papel y le dijo:

—Aquí hay un número de teléfono de alguien de la embajada. Parece que te toca llamar.

Contento —aunque con cierto sentimiento de culpabilidad—, por cualquier excusa que le permitiera retrasar el tormento del metro, volvió a la mesa, pero ya era tarde. El personal de la embajada se había marchado.

Al día siguiente, miércoles, hacía peor tiempo que nunca. El correo de la mañana incluía una tardía denuncia por desaparición de una asistenta de veinticinco años de un lugar que se llamaba Räng. Por lo visto se encontraba en la provincia de Escania. No había regresado después de las vacaciones.

Durante toda la mañana se enviaron copias de la descripción de Kollberg y de las fotos retocadas al fiscal de la ciudad de Vellinge, en Escania, y a un tal teniente detective Elmer B. Kafka, Homicide Squad, Lincoln, Nebraska, Estados Unidos.

Después de comer, Martin Beck sintió cómo se le inflamaban las amígdalas y cuando llegó a casa por la noche ya le costaba tragar.

—Mañana la policía criminal se tendrá que arreglar sin ti, si no se las verán conmigo —le advirtió su esposa.

Abrió la boca para contestar, pero echó un vistazo a los niños y la cerró sin decir nada.

Ella no tardó en darse cuenta de su triunfo y siguió por la misma línea.

—Es que tienes la nariz completamente congestionada. Abres la boca para coger aire como una perca en tierra.

Dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, murmuró un «gracias por la comida» y se encerró con los aparejos de la maqueta de su buque. Al cabo de un rato, se sintió más relajado. Trabajaba lenta y metódicamente, y no le pasaban por la mente pensamientos ajenos. Si le llegaba algún ruido de la televisión de la habitación contigua, ni lo registraba. Después de un tiempo difícil de determinar, su hija se presentó ante la puerta, enfadada y con rastro de chicle en la barbilla.

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