Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Ahlberg apretó el volante mirando fija y adustamente al camión que tenía delante desde hacía veinte kilómetros.
—Voy a peinar el canal —dijo—. Primero entre Borenshult y el puerto, luego al este del lago Boren. Las esclusas ya están, pero...
—¿Y el lago Vättern?
—Bueno. No tenemos muchas posibilidades de encontrar algo allí; además, es probable que la draga lo haya enterrado todo en el Boren. A veces tengo pesadillas con aquella condenada máquina, me despierto en mitad de la noche y me levanto de la cama blasfemando. Mi mujer piensa que estoy loco.
—Pobrecilla —dijo al frenar delante de la comisaría. Martin Beck le observó con una sensación de envidia que se transformó en desconfianza y al momento en respeto. Diez minutos más tarde, Ahlberg estaba sentado a su mesa en mangas de camisa, como siempre, hablando con el Instituto Nacional de Investigaciones Criminológicas. Larsson entró en el despacho, le estrechó la mano levantando inquisitivamente las cejas. Ahlberg colgó.
—Algunas manchas de sangre en el colchón y en la alfombra. Catorce para ser exactos. Están analizándolas.
Si no hubieran aparecido esas manchas de sangre, la teoría sobre el camarote como lugar del crimen habría sido desestimada.
El comisario ni siquiera se percató del alivio que esto suponía para los dos inspectores. La onda por la que transcurría su comunicación silenciosa le era bastante ajena. Volvió a arquear las cejas y preguntó:
—¿Eso es todo?
—Algunas huellas dactilares antiguas —respondió Ahlberg—. No muchas. Se limpian bien.
—El fiscal provincial está en camino —dijo Larsson.
—Es, por supuesto, muy bienvenido —añadió Ahlberg.
—Faltaría más —apostilló Larsson.
Martin Beck regresó en el tren de las 17:20 por Mjölby. El viaje duró cuatro horas y media, y durante todo el trayecto estuvo trabajando en la carta para América. Al llegar a Estocolmo, tenía las ideas más claras. No le contentaba del todo, pero debía servir. Para ganar tiempo, cogió un taxi hasta la comisaría del distrito de Nikolai, entró en un despacho y pasó la carta a máquina. Mientras la leía, podía oírse a los borrachos vociferar y proferir blasfemias y maldiciones desde la sala de cacheo, y a un agente que decía:
—Tranquilos, tíos, tranquilos.
Por primera vez en mucho tiempo se acordó de la época en que patrullaba, de la intensidad con la que había detestado esa triste rutina de los sábados.
A las once menos cuarto llegó a la oficina principal de correos de Estocolmo, en Vasagatan. La tapa de latón del buzón se cerró de golpe.
Fue andando despacio en dirección sur bajo una fina lluvia, pasó por delante del Hotel Continental y de los nuevos grandes almacenes. En las escaleras mecánicas del metro de T-centralen pensó en Kafka y se preguntó si aquel hombre al que no conocía, entendería realmente lo que quería decirle.
Martin Beck estaba cansado y se durmió en la estación de Slussen, confiado en que no tenía que bajarse hasta final de trayecto.
A los diez días, la respuesta de Estados Unidos estaba sobre la mesa de Martin Beck por la mañana. Vio la carta enseguida, antes de cerrar la puerta. Mientras colgaba el abrigo se topó con su cara en el espejo junto al marco de la puerta. Le pareció pálida y ojerosa, con bolsas oscuras bajo los ojos, y no se debía ya a la gripe sino a la falta de sueño. Abrió el sobre grande y marrón de un tirón y sacó dos actas de declaración, una carta escrita a máquina y una hoja con datos biográficos. Hojeó los papeles con curiosidad, pero frenó su impulso de leerlos inmediatamente. En su lugar, se dirigió a la sección de documentos copia y pidió una traducción urgente y tres copias. Subió a la planta superior, abrió una puerta y entró en el despacho de Kollberg y Melander. Estaban trabajando en sus respectivas mesas dándose la espalda.
—¿Habéis cambiado los muebles de sitio?
—Es la única manera de aguantar —dijo Kollberg.
Al igual que Martin Beck, estaba pálido y con los ojos enrojecidos. El imperturbable Melander conservaba el mismo aspecto de siempre.
Kollberg tenía delante la copia de un informe en un papel amarillo fino. Siguiendo las líneas con el dedo índice leyó:
—Aquí la señora Lise-Lott Jensen, de sesenta y un años. Dijo a la policía danesa de Vejle que hicieron un viaje agradable, que le gustó el bufé libre, que llovió un día entero y una noche, que el barco se retrasó, y que aquella noche de lluvia, la segunda a bordo, se mareó. Aun así, el viaje resultó maravilloso y todos los demás pasajeros resultaron ser amables. No se acuerda de la simpática señorita de la foto. Cree que no se sentó en su misma mesa, pero el capitán le pareció encantador. Su marido dijo que le fue imposible probar toda la exquisita comida, así que es probable que muchos pasajeros no participaran en todas las comidas. Les tocó un tiempo muy bueno, excepto los días en que llovió. No tenían ni idea de la belleza de Suecia. Pues yo tampoco, joder. La mayoría del tiempo jugaron al bridge con una pareja sudafricana encantadora, los señores Hoyt procedentes de Durban. No obstante, las literas eran un poco pequeñas y la segunda noche —aquí hay algo— se encontraron un
edderkop
grande y peludo en la cama. A su marido le costó Dios y ayuda echarlo de la cabina. Menos mal.
Edderkop
significa obseso sexual, ¿no?
—Significa araña —aclaró Melander sin sacarse la pipa de la boca.
—Me encantan los daneses. No han visto, ni oído, ni reparado en nada fuera de lo normal y finalmente escribe el agente Toft, de Vejle —que les ha tomado declaración—, que «difícilmente se pueda encontrar algo en el testimonio de esta simpática pareja que arroje luz sobre el caso». Su arte de deducción resulta realmente devastador.
—A ver, a ver —masculló Melander para sí mismo.
—
Por el bien de los pueblos hermanos
3
—concluyo Kollberg y se estiró para coger la perforadora.
Martin Beck, con los hombros torcidos, estaba de pie delante de la mesa rebuscando entre los papeles. Murmuraba algo inaudible. Después de diez días de trabajo habían conseguido localizar dos tercios de los pasajeros del
Diana
. De una manera u otra, se habían puesto ya en contacto con cuarenta y en veintitrés casos tenían en su poder actas de declaración en toda regla. En conjunto, un resultado más bien escaso. Lo único que recordaban de Roseanna McGraw todos los que habían sido interrogados hasta el momento era que creían haberla visto a bordo en alguna ocasión durante el viaje.
Melander se sacó la pipa y preguntó:
—Karl-Åke Eriksson, tripulante. ¿Lo hemos encontrado?
Kollberg comprobó una de sus listas.
—El fogonero. No, pero algo sabemos. Se enroló en la Casa del Marinero de Gotemburgo hace tres semanas. En un barco de carga finlandés.
—Atención a la elección del verbo enrolarse —puntualizó mirando con orgullo a Martin Beck.
—Hummm —musitó Melander—, ¿y tiene veintidós años?
—Sí, ¿qué quieres decir con ese hummm?
—Su nombre me suena de algo. Tú también deberías acordarte. Pero no se llamaba así entonces.
—Sea lo que sea lo que recuerdes, seguro que llevas razón —reconoció Kollberg con resignación.
—El cabrón tiene memoria de elefante de circo —aclaró a Martin Beck—. Es como compartir despacho con una máquina de tarjetas perforadas.
—Ya lo sé.
—Además fuma la peor picadura del mundo —añadió Kollberg.
—Pronto me acordaré —aseguró Melander.
—No me cabe duda —dijo Kollberg y siguió—, joder, estoy hecho polvo.
—Duermes poco —observó Melander.
—Sí.
—Deberías asegurarte de que descansas bien. Yo duermo ocho horas. Caigo dormido en el momento en que poso la cabeza en la almohada.
—¿Y tu mujer qué dice?
—Nada. Ella se duerme antes que yo, a veces ni siquiera nos da tiempo a apagar la luz.
—Qué divertido. Bueno, yo no soy así.
—¿Y eso?
—Yo qué sé... Simplemente no duermo.
—¿Y qué haces?
—Me quedo pensando en lo cabrón que eres.
Kollberg se puso con el correo de la mañana. Melander vació su pipa mientras miraba fijamente al techo. Martin Beck, que lo conocía bien, sabía que estaba alimentando con nuevos datos el valiosísimo fichero de su memoria, donde almacenaba todo lo que había visto, leído u oído.
Media hora después de la comida, una de las chicas de la sección de documentoscopia llegó con la traducción.
Martin Beck se quitó la americana, cerró la puerta con llave y se puso a leer.
Empezó con la carta. Decía así:
Querido Martin:
Creo que entiendo lo que quieres decir. Las actas de declaración que te envío han sido pasadas a máquina directamente de las grabaciones magnetofónicas. No he hecho cambios ni resumen alguno. Puedes, por lo tanto, juzgar el material por ti mismo. Si quieres intentaré buscar a más gente que la conociera, pero estos dos son los mejores, creo. Espero por Dios que cojáis al diablo que lo hizo. Cuando descubráis el rastro del condenado perro (¿?), no olvidéis darle recuerdos también de mi parte. Te mando un resumen de todos los datos biográficos que he sido capaz de reunir y un comentario de las actas.
Saludos, Elmer.
Dejó a un lado la carta y cogió las actas. En la primera se leía como encabezamiento:
Interrogatorio a Edgar M. Mulvaney realizado en las oficinas de la Fiscalía, Omaha, Nebraska, el 11 de octubre 1964. Interrogador: Teniente de la Policía Kafka. Testigo: Sargento Romney.
KAFKA: Usted es Edgar Moncure Mulvaney, de 33 años, residente en 12th East Street, en esta ciudad. Tiene el título de ingeniero y desde hace un año está empleado como jefe de departamento adjunto en Northern Electrical Corporation, en Omaha. ¿Es correcto?
MULVANEY: Sí, es correcto.
K: No le tomamos declaración bajo juramento y su testimonio no será registrado ante notario. Algunas de las preguntas que le voy a hacer conciernen a detalles íntimos de su vida privada y quizá le resulten incómodos. Esta declaración es meramente informativa, y nada de lo que usted diga se hará público ni será usado en su contra. No puedo obligarle a contestar, pero quiero recalcar lo siguiente: si contesta la verdad a todas las preguntas y de la forma más detallada posible, contribuirá activamente a que la persona o personas responsables del asesinato de Roseanna McGraw sean detenidas y castigadas.
M: Lo hare lo mejor que pueda.
K: Hasta hace once meses usted vivía en Lincoln. También trabajaba allí.
M: Sí, como ingeniero en la administración técnica municipal, en la sección de iluminación de la vía pública.
K: ¿Dónde vivía?
M: En el edificio 83 de Greenock Road. Compartía piso con un compañero de trabajo. Los dos éramos solteros entonces.
K: ¿Cuándo conoció a Roseanna McGraw?
M: Hace casi dos años.
K: En otras palabras, ¿en otoño de 1962?
M: Sí, en noviembre.
K: ¿En qué circunstancias se conocieron?
M: Nos conocimos en casa de uno de mis compañeros de trabajo, Johnny Matson.
K: ¿En una fiesta?
M: Sí.
K: Ese Matson, ¿solía relacionarse con Roseanna McGraw?
M: No creo. Era una fiesta abierta donde entraba y salía mucha gente. Johnny la conocía un poco de la biblioteca donde trabajaba. Había invitado a todo tipo de personas, sabe Dios dónde consiguió a tanta gente.
K: ¿Cómo conoció a Roseanna McGraw?
M: No sé, simplemente nos conocimos.
K: ¿Fue a esa fiesta decidido a conseguir compañía femenina?
(Pausa)
K: ¿Quiere contestar a la pregunta, por favor?
M: Intento recordar. Es posible, no tenía ninguna relación estable por entonces. Pero más bien fui allí porque no tenía otra cosa mejor que hacer.
K: ¿Y qué pasó?
M: Roseanna y yo nos conocimos por casualidad, como he dicho. Hablamos un rato. Luego bailamos.
K: ¿Cuántos bailes?
M: Los dos primeros. La fiesta acababa de empezar.
K: Por lo tanto, ¿se conocieron enseguida?
M: Sí, así debió pasar.
K: ¿Y?
M: Le propuse que nos fuéramos de allí.
K: ¿Después de sólo dos bailes?
M: Concretamente durante el segundo baile.
K: ¿Y qué contestó la señorita McGraw?
M: Contestó: «Sí, venga, vámonos».
K: ¿Así sin más?
M: Sí.
K: ¿Qué le animó a hacerle semejante propuesta?
M: ¿Tengo que responder a ese tipo de preguntas?
K: Si no lo hace, esta conversación no tendrá sentido.
M: De acuerdo, me di cuenta de que ella se excitaba mientras bailábamos.
K: ¿Se excitaba? ¿De qué manera? ¿Sexualmente?
M: Sí, claro.
K: ¿Cómo se percató?
M: No lo sé explicar muy bien. Fue obvio, de todas maneras. Por su comportamiento. No lo puedo precisar más.
K: ¿Y usted? ¿Estaba excitado sexualmente?
M: Sí.
K: ¿Había bebido?
M: Un martini.
K: ¿Y la señorita McGraw?
M: Roseanna nunca bebía alcohol.
K: Así que abandonaron juntos la fiesta. ¿Luego qué ocurrió?
M: Ninguno de los dos tenía coche. Cogimos un taxi hasta su casa, en Second South Street 116. Sigue viviendo allí. Vivía, quiero decir.
K: ¿Le permitió que usted la acompañara a su casa sin más?
M: Supongo que tonteamos un poco. Las bromas de siempre, ya sabe. No recuerdo las palabras exactas. Pero la verdad es que sólo parecía aburrirla.
K: ¿Tuvieron algún tipo de acercamiento en el taxi?
M: Nos besamos.
K: ¿Ella opuso resistencia?
M: En absoluto. He dicho nos besamos.
(Pausa)
K: ¿Quién pagó el taxi?
M: Roseanna. No pude evitarlo.
K: ¿Y luego?
M: Entramos en su apartamento. Era muy bonito. Me acuerdo de que me sorprendió. Tenía un montón de libros.
K: ¿Qué hicieron?
M: Bueno...
K: ¿Mantuvieron relaciones sexuales?
M: Sí.
K: ¿Cuándo?
M: Prácticamente enseguida.
K: ¿Quiere hacer el favor de explicar qué es lo que ocurrió lo más detalladamente posible?
M: Pero ¿qué coño pretende? ¿Es esto alguna especie de informe Kinsey privado?
K: Lo lamento. Le recuerdo lo que le dije al principio de la conversación. Esto puede ser importante.