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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Roseanna (21 page)

BOOK: Roseanna
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—Estoy convencido de que llevas razón —reconoció el fiscal—. Emplea el método que te parezca más apropiado.

Martin Beck asintió con la cabeza.

A las seis menos veinte sonó el teléfono.

—Hola —dijo Kollberg—, ¿puedes subir? El señor Folke Bengtsson, ya te hablé de él, está aquí.

Martin Beck colgó y se levantó. Ya en la puerta, se dio la vuelta y miró a Ahlberg.

Ninguno pronunció palabra alguna.

Subió las escaleras muy despacio. A pesar de los miles de interrogatorios que había realizado en su vida, sintió un extraño estremecimiento en el diafragma y en la parte izquierda del pecho.

Kollberg se había quitado la americana y tenía los codos apoyados en la mesa, se mostraba tranquilo y jovial. Melander les daba la espalda, mientras se ocupaba tranquilamente de sus papeles.

—Éste es Folke Bengtsson —dijo Kollberg poniéndose de pie.

—Beck.

—Bengtsson.

Un apretón de manos rutinario. Kollberg se puso la americana.

—Yo me voy. Hasta luego.

—Hasta luego.

Martin Beck se sentó. Había un papel en la máquina de escribir de Kollberg. Lo subió un poco y leyó: Folke Lennart Bengtsson, director administrativo, nacido el 6 de julio de 1926 en la parroquia Gustav Vasa, Estocolmo. Soltero.

Observó al hombre. Ojos azules, una cara bastante corriente. Algunas canas en el pelo. Ausencia de nerviosismo. En general, nada especial.

—¿Sabe usted por qué le hemos pedido que viniera?

—La verdad es que no.

—Es posible que nos pueda ayudar con un asunto.

—¿Y de qué asunto se trata?

Martin Beck dirigió la mirada hacia la ventana y dijo:

—Empieza a nevar en serio.

—Sí, desde luego.

—¿Dónde se encontraba usted la primera semana de julio de este año? ¿Se acuerda?

—Debería. Tenía vacaciones. La empresa donde trabajo cierra cuatro semanas a partir de San Juan.

—¿Y?

—Estuve en varios sitios, dos semanas en la costa oeste, por ejemplo. Suelo ir a pescar cuando tengo vacaciones. En invierno también al menos una semana.

—¿Cómo viajó? ¿En coche?

El hombre sonrió.

—No, no tengo coche. Ni siquiera permiso de conducir. Fui en ciclomotor.

Martin Beck se quedó callado un momento.

—No está nada mal, yo mismo he tenido ciclomotor durante varios años. ¿Qué marca conduce?

—Entonces tenía un Monarped de Monark, pero cambié este otoño.

—¿Se acuerda cómo pasó sus vacaciones?

—Sí, claro. Al principio me quedé una semana en Mem, en la costa este, justo en el nacimiento del Canal de Gota. Luego me fui a Bohuslän.

Martin Beck se levantó y se acercó a la garrafa de agua, que estaba encima del archivador, al lado de la puerta. Echó un vistazo a Melander. Volvió. Quitó la funda al magnetófono y conectó el micrófono. Melander se guardó la pipa en el bolsillo del pecho y se marchó. El hombre se quedó mirando al aparato.

—¿Fue en barco desde Mem hasta Gotemburgo?

—No, desde Söderköping.

—¿Cómo se llamaba el barco?


Diana
.

—¿Qué día subió a bordo?

—No me acuerdo demasiado bien. En los primeros días de julio.

—¿Ocurrió algo fuera de lo normal durante el viaje?

—No, que yo recuerde.

—¿Está seguro? Haga memoria.

—Sí, es verdad, hubo una avería en las máquinas, pero fue antes de que yo subiera a bordo. Iba retrasado. Si no, no me hubiera dado tiempo a cogerlo.

—¿Qué hizo en Gotemburgo?

—El barco llegó muy temprano por la mañana. Me dirigí a un pueblo que se llama Hamburgsund. Allí tenía una habitación reservada a través de una agencia.

—¿Cuánto tiempo se quedó?

—Dos semanas.

—¿Qué hizo durante esas dos semanas?

—Pescar todo lo que pude. Hizo mal tiempo.

Martin Beck abrió el cajón de Kollberg y sacó las tres fotografías de Roseanna McGraw.

—¿Reconoce a esta mujer?

El hombre miró las fotos, una tras otra. Ni se inmutó.

—Me parece familiar —reconoció—. ¿Quién es?

—Estaba a bordo del
Diana
.

—Sí, creo recordarla —dijo el hombre con indiferencia.

Volvió a mirar las fotos.

—Pero no estoy seguro. ¿Cómo se llama?

—Roseanna McGraw. Era estadounidense.

—Ahora me acuerdo. Sí, es verdad. Iba a bordo. Hablé con ella alguna vez. Lo mejor que pude, claro.

—¿No ha visto ni oído su nombre desde entonces?

—No, la verdad es que no. O sea, hasta ahora.

Martin Beck captó la mirada del hombre y la retuvo. Era fría, tranquila e inquisitiva.

—¿No sabe que Roseanna McGraw fue asesinada precisamente durante ese viaje?

Un sutil aunque perceptible cambio de expresión recorrió el rostro del hombre.

—No —aseguró al final—, la verdad es que no lo sabía.

Arqueó las cejas.

—¿Es verdad eso? —preguntó de repente.

—Parece muy extraño que no haya oído hablar del asunto. Sinceramente no le creo.

A Martin Beck le dio la sensación de que el hombre había dejado de prestarle atención.

—Claro, ahora entiendo por qué me han buscado.

—¿Ha oído lo que le he dicho? Me parece extraño que no se haya enterado de nada de lo que se ha escrito acerca de este suceso. Simplemente no le creo.

—Si hubiese tenido idea del asunto naturalmente que me habría presentado voluntariamente.

—¿Se habría presentado?

—Sí, como testigo.

—¿De qué?

—Para contarles que la había conocido. ¿Dónde la mataron? ¿En Gotemburgo?

—No, en el barco, en su camarote. Mientras usted se encontraba a bordo.

—Parece imposible.

—¿Por qué?

—Alguien tuvo que haberse dado cuenta. Todos los camarotes estaban ocupados.

—Me parece aún más imposible que usted no haya oído hablar del tema. Me cuesta creerlo.

—Espere, puedo explicárselo. Nunca leo los periódicos.

—Se ha hablado mucho del asunto también por la radio, y en las noticias de la televisión. Precisamente estas fotografías se han difundido en el telediario Aktuellt. Varias veces. ¿No tiene televisor?

—Sí, claro. Pero sólo veo documentales sobre naturaleza y películas.

Martin Beck se quedó en silencio observándolo detenidamente. Después de un minuto preguntó:

—¿Por qué no lee los periódicos?

—No informan de nada que me interese. Sólo política y... sí, precisamente ese tipo de cosas que usted ha mencionado, asesinatos, accidentes y otras miserias.

—¿No lee nunca nada?

—Sí, algunas revistas. De deporte, pesca, vida al aire libre, quizás alguna que otra novela de aventuras.

—¿Qué revistas?

—Idrottsbladet, prácticamente todos los números. Suelo comprar
All-Sport, Rekord Magasinet
y
Lektyr
. La leo desde que era pequeño. A veces también compro revistas estadounidenses de pesca deportiva.

—¿No tiene costumbre de hablar de los sucesos del día con sus compañeros de trabajo?

—No, me conocen y saben que no me interesa. Hablan entre ellos, claro, pero no suelo prestar atención. Ésa es la verdad.

Martin Beck no dijo nada.

—Entiendo que le parezca raro. Pero repito que es la verdad. Tiene que creerme.

—¿Es usted religioso?

—No. ¿Por qué lo pregunta?

Martin Beck cogió un cigarrillo y acercó el paquete al hombre.

—No, gracias, no fumo.

—¿Bebe alcohol?

—Me gusta la cerveza. Suelo tomar una o dos los sábados, después del trabajo. Nunca bebo nada más fuerte.

Martin Beck le contemplaba sin desviar la mirada. El hombre no hizo ningún intento por evitarla.

—Bueno, le hemos encontrado al final. Eso es lo importante.

—Sí. ¿Cómo lo consiguieron? Quiero decir, averiguar que yo iba a bordo.

—Ah, una casualidad. Alguien le reconoció. Ahora la situación es la siguiente: hasta el momento usted es la única persona con la que hemos contactado que habló con esta mujer. ¿Cómo la conoció?

—Creo que... ahora me acuerdo. Dio la casualidad de que estaba a mi lado y me preguntó algo.

—¿Y?

—Le contesté. Lo mejor que pude. Mi inglés no es muy bueno.

—Pero suele leer revistas estadounidenses, ¿no?

—Sí, y precisamente por eso suelo aprovechar la ocasión para conversar con ingleses y estadounidenses. Para practicar. No ocurre muy a menudo. Una vez por semana suelo ir a ver alguna película estadounidense, la que sea. Y habitualmente veo las series policíacas de la tele, aunque el contenido no me interesa.

—Así que habló con Roseanna McGraw. ¿De qué?

—Pues...

—Intente recordar. Puede ser importante.

—Me contó algunas cosas de ella.

—¿Cómo qué, por ejemplo?

—Dónde vivía, pero no lo recuerdo.

—¿Pudo ser Nueva York?

—No, mencionó algún estado de Estados Unidos. Quizá Nevada. La verdad es que no me acuerdo.

—¿Y qué más?

—Dijo que trabajaba en una biblioteca. De eso estoy completamente seguro. Y que venía de Cabo Norte y Laponia. Que había visto el sol de medianoche. También me preguntó algunas cosas.

—¿Pasaron mucho tiempo juntos?

—No, realmente no. Hablé con ella en tres o cuatro ocasiones.

—¿Cuándo? ¿Durante qué momento del viaje?

El hombre se tomó su tiempo.

—Debió de suceder el primer día. Recuerdo que nos hicimos compañía entre Berg y Ljungsbro, donde los pasajeros suelen andar un trecho por tierra mientras el barco pasa por la esclusa.

—¿Conoce el canal y los entornos?

—Sí, bastante bien.

—¿Ha viajado antes por el canal?

—Sí, varias veces. Suelo aprovechar y viajar un tramo cuando encaja con mis planes de vacaciones. No quedan muchos barcos antiguos de ese tipo y es un viaje bonito.

—¿Cuántas veces?

—No le sabría decir. Deje que lo piense. Sin duda una decena de veces a lo largo de los años. Diferentes trayectos. Sólo una vez hice todo el recorrido completo, de Gotemburgo a Estocolmo.

—¿Como pasajero de cubierta?

—Sí. Los camarotes hay que reservarlos con mucha antelación. Además, resulta bastante caro ir como pasajero de crucero.

—¿No resulta incómodo viajar sin camarote?

—No, en absoluto. Se puede dormir en algún sofá, en los salones de debajo de cubierta si se quiere. De hecho yo no necesito grandes comodidades.

—Así que conoció a Roseanna McGraw. Ha afirmado que estuvo con ella en Ljungsbro. Pero el resto del viaje...

—Creo que coincidí con ella en alguna ocasión más.

—¿Cuándo?

—No me acuerdo.

—¿La vio durante la última parte del viaje?

—Que yo recuerde, no.

—¿Sabe dónde estaba su camarote?

No hubo respuesta.

—¿Ha oído la pregunta? ¿Dónde estaba su camarote?

—Intento recordar. No, creo que nunca lo supe.

—¿Nunca estuvo en su camarote?

—La verdad es que no. Dicho sea de paso, los camarotes son muy pequeños, además se alojan dos personas en cada uno de ellos.

—¿Siempre?

—Bueno, algunos irán solos, supongo. Pero no muchos, sale muy caro.

—¿Sabe si Roseanna McGraw viajaba sola?

—No. No me dijo nada, que yo recuerde.

—¿Y nunca la acompañó al camarote?

—No, la verdad es que no.

—¿De qué hablaron en Ljungsbro?

—Recuerdo haberle preguntado si quería ver la iglesia del monasterio de Vreta, está muy cerca. Pero no quiso. Por cierto, no estoy seguro de que entendiera lo que intentaba proponerle.

—¿De qué más hablaron?

—No lo recuerdo. Nada en especial. No creo que nos dijéramos gran cosa. Fuimos caminando ese tramo a lo largo del canal. Mucha gente hizo lo mismo.

—¿La vio en compañía de alguna otra persona?

El hombre se quedó en silencio. Miró inexpresivamente hacia la ventana.

—Es una pregunta muy importante.

—Lo entiendo. Intento recordar. Sin duda habló con otros mientras yo estuve con ella, con algún que otro estadounidense o inglés. No recuerdo a nadie en particular.

Martin Beck se levantó y se acercó a la garrafa de agua.

—¿Quiere beber algo?

—No, gracias. No tengo sed.

Bebió y regresó. Pulsó un botón debajo de la mesa. Rebobinó la cinta y paró la grabadora.

Al cabo de un minuto, entró Melander y se acercó a su mesa.

—Oye, llévate esto y archívalo, por favor.

Melander cogió la cinta y salió.

El hombre que se llamaba Folke Bengtsson estaba sentado completamente rígido en su silla mirando a Martin Beck con sus inexpresivos ojos azules.

—Como le comentaba, usted es el único que conocemos que recuerda o admita haber hablado con ella.

—Entiendo.

—¿No habrá sido usted, por casualidad, quien la mató?

—No, claro que no. ¿Usted lo cree?

—Alguien tiene que haberlo hecho.

—Ni siquiera sabía que estaba muerta. Y tampoco su nombre. No pensará que yo...

—Si hubiese esperado una confesión no le habría formulado la pregunta con ese tono —explicó Martin Beck.

—Entiendo... creo. ¿Estaba bromeando?

—No.

El hombre se quedó callado.

—Si le digo que sabemos con certeza que usted estuvo en el camarote de esa mujer, ¿qué me contestaría?

La respuesta llegó a los diez segundos.

—Que deben haberse equivocado. Pero no lo dirían si no estuviesen seguros, ¿verdad?

Martin Beck guardó silencio.

—Y en ese caso, debí de haber estado allí sin saberlo.

—¿Suele ser consciente de lo que hace?

El hombre arqueó un poco las cejas.

—Sí —respondió.

Luego afirmó con contundencia:

—No estuve allí.

—¿Sabe? —confesó Martin Beck—, este caso es sumamente desconcertante.

«Gracias a Dios que esto no se ha grabado» pensó.

—Entiendo.

Martin Beck apretó la boquilla de un Florida y luego lo encendió.

—¿No está casado?

—No.

—¿Tiene relación estable con alguna mujer?

—No. No puedo imaginar abandonar mi vida de soltero, estoy acostumbrado a vivir solo.

—¿Tiene hermanos?

—No, soy hijo único.

—¿Y creció con sus padres?

—Con mi madre. Mi padre murió cuando yo tenía seis años. Apenas lo recuerdo.

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