—Voy a enviarte a Winchester —me anunció Robin; parecía darse cuenta de mi desaprobación, y el tono de su voz era frío—. Cantas bien, pero Bernard dice que no practicas lo suficiente; en cambio, John me ha contado que te desenvuelves bien con la espada. Pero yo no necesito otro esgrimista, sino un
trouvere
como tu padre, un hombre que pueda viajar de un castillo a otro y entregar mensajes por mí, y pagar su estancia en cualquier mansión noble donde entre con buena música y buenos modales. De manera que creo que es hora de que aprendas algo más de los usos corteses y tengas un mayor conocimiento del mundo. Y eso es algo que puede proporcionarte la corte de la reina Leonor en Winchester. La condesa de Locksley te llevará allí y te guiará para que no sufras ningún tropiezo en los salones de los poderosos.
Al oír esas palabras, mi resentimiento se evaporó.
—Gracias, mi señor —dije, y lo dije de corazón. ¡Viajaría en compañía de Marian para visitar a la reina! También viviría en la corte junto a la alta nobleza del país. ¡Yo, un mugriento cortabolsas de Nottingham sin familia, me codearía con lores y damas, con la realeza incluso! Me dejé llevar por una loca fantasía en la que el rey me otorgaba su perdón, me llamaba su buen y leal amigo y me nombraba consejero privado o algo por el estilo, cuando me di cuenta de que Robin seguía hablando:
—Godifa tiene que recibir la educación de una dama, cosa imposible aquí, y Bernard, bueno, Bernard se está cayendo a pedazos en estos andurriales. —Hizo una pausa—. ¿Me estás escuchando, Alan? —Yo asentí—. Marian tiene a sus gascones, desde luego, pero quiero que tú te cuides especialmente de ella, en mi lugar. ¿Juras que la protegerás de todo daño durante ese largo viaje?
Me dirigió una mirada solemne con sus grandes ojos plateados.
—Oh sí, mi señor —afirmé—. Será un honor.
Le habría abrazado. Desapareció de mi cabeza todo recuerdo acerca de Cernunnos y de sacrificios humanos. Él conseguía ese efecto con muchas personas; por muchos males que provocara, era imposible estar furioso con él durante mucho tiempo. Ahí residía su verdadero poder, creo, y no en sus tropas de caballería y en sus arqueros.
Partimos hacia el mediodía y, antes de despedirnos, Robin nos hizo un regalo a cada uno de nosotros. Marian recibió un magnífico collar de cien grandes perlas y dos pendientes a juego con racimos de perlas. A Bernard le devolvió su viola de madera de manzano, rescatada de su cabaña de la granja de Thangbrand. Nuestro pequeño refugio no había sido incendiado por los jinetes del sheriff, aunque sí saquearon el lugar. Sin embargo, milagrosamente la preciosa viola no fue robada —es de suponer que los hombres de Murdac no sentían afición por la música—, y fue rescatada por una de las patrullas de largo alcance de Robin, que se ocupó de enterrar a los muertos y recoger los pocos objetos de valor encontrados.
A Goody le regaló el rubí de Freya. Casi se me desencajó la mandíbula; no había esperado volver a ver nunca aquella gran joya del color de la sangre. Di por supuesto que la había consumido el fuego. Pero Hugh explicó a los hombres de Robin dónde habían de buscar exactamente, y ellos sacaron el cofre de metal de debajo del suelo chamuscado.
—Esta piedra perteneció antes a tu madre —dijo Robin al poner en su mano el rubí—, de modo que te la doy a ti en recuerdo suyo. Pero ten cuidado con ella. Siento en mis huesos que no es una piedra que atraiga la buena suerte. Guárdala bien.
La había montado en un broche que pendía de una fina cadena de oro, y hube de admitir que el resultado era magnífico. Pero Goody, después de hacer una reverencia y dar las gracias cortésmente a Robin, se volvió a Marian y se la ofreció.
—¿La quieres, Marian? —preguntó—. Es una joya demasiado buena para una niña; podría perderla o me la robarían y, en cambio, creo que a ti te quedaría muy bien.
Marian aceptó la gran joya.
—Es hermosa —admitió—. La guardaré para ti hasta que hayas crecido pero, en ocasiones especiales, si me lo permites puedo lucirla.
Goody le sonrió, y las dos se pusieron a examinar más de cerca el rubí.
A mí, Robin me regaló una flauta, un hermoso instrumento de marfil con incrustaciones de oro. Sospeché que antes habría sido propiedad de algún clérigo que tuvo la desgracia de llevarla consigo en un viaje en el que hubo de atravesar Sherwood, pero no dije nada. Me la llevé a los labios y la sostuve en posición vertical mientras soplaba por la boquilla. Las notas sonaron tan dulces y ricas como la mantequilla, y di las gracias de nuevo a Robin por su gentileza.
—Esto también lo encontramos en la casa de Thangbrand —dijo—. Enterrado debajo de las ruinas de la sala.
A continuación, me tendió un objeto alargado envuelto en una vieja manta. Era mi espada, mi vieja amiga; el mango de madera estaba un poco ennegrecido y en la vaina abollada había algunas zonas chamuscadas, pero era mi espada. El arma con la que maté a mi primer hombre. Mi propia, ajada Excalibur. Los ojos se me nublaron de emoción, y me incliné para ocultar mi rostro.
♦ ♦ ♦
Un momento antes de partir, Hugh me llevó aparte.
—Robin me ha pedido que te hable de este asunto —dijo, en tono grave; parecía enfermo, sin duda debido al exceso de vino de la víspera—. Mientras estés en Winchester, quiere que seas nuestros ojos y nuestros oídos en el castillo. Procura recoger toda la información que puedas sobre la gente de allí, quién habla con quién, y quién no se habla con otro. Cualquier plan que tenga el rey, cualquier noticia de Francia, y todo lo que se relacione con Robin o con cualquiera de nosotros, para el caso.
Asentí. Sonaba atractivo, Robin me confiaba una grave responsabilidad: iba a ser su espía. Sonreí.
—Me ha parecido que esta misión podría aguzar tu instinto de ladrón —añadió Hugh, devolviéndome la sonrisa—. Mira si puedes hacerte con la correspondencia privada de la reina, o con alguna otra cosa. —La idea me pareció tan absurda que me eché a reír, pero luego me di cuenta de que Hugh hablaba muy en serio. El continuó—: En Winchester vive un hombre llamado Thomas: lo encontrarás en una taberna que tiene como muestra una cabeza de sarraceno. Tiene un solo ojo y es probablemente el hombre más feo de toda la cristiandad, pero te identificarás ante él diciendo: «Soy un amigo del pueblo del bosque». Él te contestará: «Yo prefiero el pueblo de la ciudad». Dale a él el mensaje que quieras que llegue a nosotros. ¿Lo has entendido? Thomas, la cabeza del sarraceno, el pueblo del bosque, el pueblo de la ciudad. ¿Me sigues? —Hice un gesto de asentimiento y él me dijo—: Buen chico.
Luego me dio una bolsa bien repleta de peniques de plata, más dinero que el que yo había tenido nunca en la vida.
—Para los gastos —aclaró. Luego frunció la frente y, con su tono más puro de maestro de escuela, añadió—: No es para que te lo gastes en cerveza holgazaneando por las tabernas, ni en las mozas bien metidas en carnes de Winchester tampoco.
Vaya uno para sermonear sobre la bebida; y tampoco me atraían las mozas rellenas de Winchester. Iba a cabalgar hacia el sur en compañía de un modelo perfecto de feminidad, y todas las demás mujeres no tenían lugar en mis pensamientos. Nos pusimos en marcha en fila de a dos, a caballo y seguidos por una reata de mulas que cargaban con nuestro equipaje. Cuatro jinetes gascones formaban la vanguardia de la columna, otros cuatro la cerraban, y cuatro más la flanqueaban y galopaban adelante y atrás mientras los demás seguíamos a nuestro ritmo. El camino estaba muy concurrido, por los invitados a la gran fiesta de Robin que volvían a paso lento a su vida de todos los días. Muchos parecían llevarlo bastante a mal, aunque al principio del viaje nos rodeaba aún un ambiente de carnaval. Yo cabalgaba al lado de Marian, y me tomaba muy en serio mi papel de guardaespaldas; Bernard y Goody venían detrás. Bernard tenía el aspecto de un queso podrido; con una horrible resaca, los ojos inyectados en sangre, la cara arrugada y de un color grisáceo. Goody, por su parte, no podía reprimir su buen humor. Sentía que nos dirigíamos a una gran aventura y que al final del viaje le aguardaba un premio resplandeciente. Por eso atormentaba a Bernard con continuas preguntas acerca de cómo era una corte real y qué trato se nos iba a dar a nuestra llegada. La mayor parte de las veces, él contestaba con gruñidos.
Ya avanzada la tarde, empezó a hacer frío y hacia el sur comenzaron a agolparse nubes de tormenta. Los alegres juerguistas desaparecieron, y no pude evitar el presentimiento de que íbamos a meternos en problemas.
Mientras trotábamos envueltos en nuestras capas más cálidas para resguardarnos del viento helado, empecé a preguntar a mi dama sobre su vida cuando no estaba con la banda de Robin.
—Como sabes —me explicó—, soy pupila del rey. Lo soy desde que mi padre, el conde de Locksley, murió hace unos años. Ranulph de Glanville me envió a algunos de sus hombres con una carta del rey, en la que se nombraba a sí mismo mi tutor. Las tierras de Locksley son ricas y extensas, y el rey desea controlar quién se casa conmigo y se convierte en el nuevo conde. Dicen que lo hace para protegerme a mí, desde luego, pero mienten. El propósito principal del rey es enriquecerse. Quien pretenda casarse conmigo (y ruego con todo mi corazón por que sea mi Robin) deberá pagar al rey un precio considerable por ese honor. A veces me siento como una vaca en el mercado, puesta a la venta para ver quién puja más por ella. —Rió, pero en su risa era perceptible una nota de amargura—. Aun así, Robin no puede pujar por mí en esa subasta. El rey Enrique nunca consentirá que me case con un proscrito. Siempre preferirá un pretendiente más aventajado o me convertiré en la manera de recompensar a un sirviente leal, y es por supuesto, descarta a Robin.
Sus palabras tenían un tono tan triste que sentí un punzada de remordimiento por mis celos.
—Debéis de amarle mucho —dije en voz baja, aun las palabras se me atragantaban.
—Mucho, y sé que él me ama a mí. Siempre le he amado, desde que nos encontramos por primera vez hace diez años. Llegó a la casa de mi padre cuando yo era sol una niña…, pero le quise desde el primer día. Era amable, divertido y guapo. Siempre encontraba tiempo par atender a mi charla enloquecida. Entonces no me amaba como ahora, ¿cómo iba a hacerlo? No era más que un niña que apenas se separaba de las faldas de su madre Pero fue amable conmigo, y ésa es la cualidad que encuentro más atractiva en un hombre.
»Al crecer los dos, cambiaron sus sentimientos hacia mí y se hizo más apasionado. Venía a visitarme cabalgan do desde su casa de Edwinstowe y me traía flores recién cortadas y fruta, y me contaba historias maravillosas sobre nuestro futuro juntos, que nos casaríamos felizmente y viviríamos en un gran castillo y tendríamos docenas de hijos y reiríamos y nos amaríamos todos los días de nuestras vi das hasta que un día, ya muy ancianos, moriríamos los do en el mismo momento exacto, con nuestras manos unidas.
Me sonrió con tristeza y un poco de ironía, como diciendo: «Ah, las locuras de la juventud». Luego, después de una pausa para rodear con nuestros caballos una zonas encharcada del camino, continuó:
—Pero cuando Robin fue declarado proscrito, todo cambió. Mi padre, que por entonces estaba ya enfermo, le prohibió la entrada en el castillo. Cuando dije a mi padre que amaba a Robin, me amenazó con reunir a sus vasallos, armarlos y dar caza a Robin; pero no tenía intención de hacerlo, sólo era un viejo borracho. Y con mi madre todo fue inútil; lo único que me dijo fue que obedeciera a mi padre.
»No obstante, Robin continuó viéndome, a pesar de que corría serio peligro de ser capturado y muerto en cada nueva visita. Empezamos a hacer viajes secretos a Sherwood juntos: una vez, cuando cumplí diecisiete años, organizó un banquete de medianoche para mí en lo más profundo del bosque, en compañía de algunos de sus amigos. Colocaron una larga mesa, adornada con guirnaldas de flores silvestres y servida con manjares exóticos, en un claro en medio de la nada; con músicos, juglares y criados que escanciaban vino y traían una bandeja tras otra cargadas de carnes asadas. Dios sabe dónde cocinaban. Aquella noche me pidió que me casara con él.
»Contesté que sí, por supuesto, pero los dos sabíamos que sería imposible mientras él fuera un proscrito. De modo que nos prometimos en secreto. Robin quería que yaciéramos juntos para sellar el juramento con nuestros cuerpos. Pero yo me negué. Había prometido a mi madre que conservaría la doncellez hasta el matrimonio. Robin quedó desilusionado, muy desilusionado, pero respetó mi deseo. Así que he guardado mi promesa, contra lo que pueda pensar la banda de Robin.
Me dirigió una mirada de reojo, y yo enrojecí. Como casi todos los demás proscritos, había dado por sentado que entre ella y Robin existía la misma intimidad que en cualquier otra pareja, casada o no. Vi que también Marian se había ruborizado, y la apremié para que continuara la historia.
—Mi padre falleció poco después —dijo Marian—. Adelgazó más y más hasta casi consumirse. Al final, creo que podría haberle levantado del suelo con una sola mano. Mi madre no tardó mucho en seguirle a la tumba. Creo que ella murió de soledad; me refiero a que quería morir, para volver a estar con él. Siempre dijo que no podría soportar vivir separada de él. Espero que ahora estén los dos juntos en el cielo.
Murmuré que estaba seguro de ello. Un conejo salió disparado de entre los cascos de nuestros caballos y desapareció en el bosque, y nos costó algunos minutos tranquilizar a nuestras monturas asustadas. Luego, Marian reanudó su relato.
—El día siguiente de la muerte de mi padre, con toda la casa en duelo, un caballero vecino llamado Roger de Bakewell vino a presentarme sus respetos. Cuando ya mi padre descansó en paz en el cementerio de la iglesia, sir Roger me llevó aparte e intentó besarme; el aliento le olía a cebolla. Cuando lo rechacé, me dijo que quería casarse conmigo, que había cerrado un trato con mi padre y le había pagado media libra de plata en prenda del acuerdo para obtener mi mano. Me sorprendió, pero creí que decía la verdad. No era imposible que mi padre hubiera hecho una cosa así. Podía haber considerado una buena solución contar con un marido fuerte para protegerme y salvaguardar el condado.
»Pero ¿sabes, Alan?, desde aquel día nunca más tuve ocasión de hablar con ese Roger. La verdad es que procuró evitarme por todos los medios. Una vez, en Nottingham, cuando era ya pupila del rey, me tropecé con él en la plaza del mercado. El iba a caballo, y yo a pie. En cuanto me vio, espoleó a su caballo y galopó (galopó, literalmente) por entre la multitud para huir de mí. Por lo poco que pude ver de su cara, estaba aterrorizado. Me tenía pánico.