Robin Hood, el proscrito (25 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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»A la mañana siguiente estuve esperando a Robin en el patio; teníamos que trabajar las combinaciones de espada y daga, si no recuerdo mal. Amanecía y no había rastro de él, de modo que me puse a buscarlo, pensando que se habría quedado dormido. Su cuarto estaba también en el piso alto del castillo. Cuando pasé por delante de la habitación del cura, eché una ojeada dentro. Por las almorranas hinchadas de Cristo que no olvidaré nunca lo que vi. Y he visto unas cuantas cosas, chico. Y las he hecho, también.

»El cura estaba desnudo y atado a la cama. Tenía un pañuelo embutido en la boca. Todo su cuerpo estaba marcado con quemaduras; quemaduras en carne viva, de bordes ennegrecidos. Alrededor de la cama había tirados por el suelo una docena de cabos de vela y los restos consumidos de dos hachones de madera de los que normalmente se colgaban de los muros para iluminar un pasillo estrecho. En el aire quedaba un olor como de carne de puerco chamuscada. Parecía que cada pulgada de piel había estado en contacto con la llama, y que aquello había durado varias horas. Incluso ahora tiemblo al pensar en la agonía que hubo de soportar aquel hombre antes de que por fin lo liberaran de aquella tortura rebanándole el cuello de oreja a oreja. Y como insulto final, su propio crucifijo de madera estaba clavado en su ano hasta el travesaño.

»Miré a aquel hombre muerto. Sabía quién lo había matado pero, tan sólo para confirmarlo, eché una rápida ojeada a la habitación de Robin. No había rastro del muchacho, la cama no estaba deshecha y sus ropas y sus armas habían desaparecido. En ese momento me di cuenta de que me iban a echar a mí la culpa de aquello. El día anterior yo había discutido en público con el cura y le había amenazado de muerte…, y hoy estaba muerto. No pasaría mucho tiempo antes de que empezaran a buscarme.

»Reuní mis pocas pertenencias, ensillé un caballo y cabalgaba a través de la puerta principal en el momento en que se oyeron los primeros gritos en el piso alto del castillo. Encontré a Robin hacia el mediodía. Estaba sentado al borde del camino del sur, comiendo pan y queso con toda tranquilidad. Cuando lo vi allí sentado, tan inocente como un corderito recién nacido, me resultó difícil creer que se había pasado buena parte de la noche torturando a un sacerdote. Él me saludó al verme, yo desmonté y me senté a su lado. Sus ropas desprendían un ligero olor a puerco asado, pero aparte de eso parecía el mismo de siempre. Comimos un rato en silencio, y luego dije: "Bueno, has matado a un hombre de Dios y te colgarán si te atrapan. Y si no te echan la culpa a ti, me la echarán a mí. De modo que, ¿qué vamos a hacer ahora?".

»"No te preocupes, John, he pensado en todo", dijo Robin. "Creo…, creo que voy a conquistar un condado."

»Me eché a reír, incrédulo, y pensé que se había vuelto loco. Después de todo, el chico no tenía ni dinero, ni amigos, y era un fugitivo de la ley por haber matado a un sacerdote. Pero Robin siguió hablando con toda tranquilidad, como si estuviera pensando qué túnica se iba a poner el día siguiente: "Para conseguirlo, necesitaré ser una persona mucho más temida, y luego muy poderosa y también enormemente rica". Me miraba con esos extraños ojos grises, y me di cuenta de que hablaba totalmente en serio. Entonces añadió: "Voy a necesitar que me ayudes, John".»

Capítulo XI

A
lan, mi nieto pequeño, tiene fiebre. Le vino cuando aparecían las hojas nuevas en los manzanos; cuando brotaban los renuevos de verdor y de vida después de los meses áridos del invierno. Su madre, Marie, mi nuera y ama de llaves, no se separa de su lado, llena de preocupación; teme que muera, como le ocurrió a su marido. No duerme, se sienta a la cabecera de Alan y procura que coma gachas claras, y le humedece la frente con un paño mojado. Mientras él duerme, ella reza. Pasa horas arrodillada en la iglesia del pueblo, implorando a la Virgen María que cure a su hijo y aburriendo a la Santísima Trinidad con sus oraciones. Sin embargo, no parece que tenga demasiado éxito. El chico pierde peso rápidamente, suda y se quita las mantas de encima en sus accesos de fiebre. Murmura, grita y bracea sin parar… Mucho me temo que pronto hará compañía a Dios.

El padre Gilbert, el cura de la parroquia, ha recomendado ayuno y oraciones para persuadir al Todopoderoso de que salve la vida del muchacho. No tengo nada que objetar, estaré encantado de no comer si eso ayuda a mi nieto; cuando rezo a nuestro Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, le pido que tome mi vida en lugar de la suya. Marie dice que la enfermedad es un castigo. Dice que mis pecados, cometidos en la época en que era un proscrito, son la causa de los sufrimientos del chico. La venganza del cielo, lo llama. Puede que tenga razón; es cierto que desde aquellos días mi alma está manchada por robos, muertes y blasfemias, pero no alcanzo a creer que nuestro Padre misericordioso mate a un niño vivaracho e inocente por las antiguas fechorías de un viejo cansado.

Si Alan no se recupera pronto, he decidido que sacrificaré algo más que mi viejo esqueleto. Pondré en peligro mi alma inmortal. Iré a visitar a Brigid. Vive aún, y no muy lejos de aquí, aunque a estas alturas está más vieja y más destartalada que yo mismo. Aunque sé que es una bruja y una mujer que se entrega a prácticas depravadas y diabólicas, conozco también su poder, y acudiré a ella en busca de ayuda para salvar a Alan.

♦ ♦ ♦

En las cuevas de Robin, mientras mi brazo recuperaba su fuerza y las cicatrices del lobo se borraban hasta convertirse en cuatro simples botones rosados, vi a Bernard con mucha menos frecuencia que en la casa de Thangbrand; él vivía apartado después de nuestra aventura en el bosque y había empezado a descuidar su aseo, y a dejarse una barba irregular y enmarañada. El gallito presumido había desaparecido; ahora se parecía más a los otros proscritos y pasaba la mayor parte de su tiempo solo, bebiendo y componiendo música en una de las cuevas menores que formaban parte del extenso escondite de Robin. En su cueva, según me dijo, la acústica era extraordinaria; y es cierto que la música que compuso allí tenía una resonancia y una calidad terrenal muy particulares. Las cuevas de Robin, según decía la gente, habían sido excavadas en la roca viva por duendes mágicos, y podían cerrarse herméticamente, según la leyenda, cuando lo desearan los espíritus del bosque, sin dejar la menor señal del lugar donde habían estado. Lo cierto es que, sencillamente, eran muy difíciles de localizar por encontrarse en un área deshabitada de Sherwood, cuyo paradero nunca revelaré. En una ocasión juré no decirlo nunca, y aunque mi señor Robin ha muerto, no romperé la palabra que le di.

Las cuevas eran muy extensas; en caso de apuro, podían dar refugio a unos doscientos hombres pero, desde luego, no era usual que se concentrara allí tanta gente al mismo tiempo. Robin despachaba de forma continua un flujo de patrullas armadas, cada una de ellas compuesta por una veintena de hombres bajo el mando de un «capitán» fiable, para explorar los alrededores en busca de tropas enemigas y tender emboscadas a los viajeros ricos. Creo que lo hacía para mantener a la gente alerta y ocupada, y evitar las peleas; porque si se les dejaba holgazanear en las cuevas, sus hombres tenían una tendencia irreprimible a sentarse a beber y a jugar, y muy pronto se enredaban en riñas entre ellos. Sin embargo, la disciplina era tan férrea como lo había sido en la granja de Thangbrand. Las reglas eran sencillas: había que mostrar respeto a Robin y a sus oficiales, obedecer sus órdenes sin discutir, no robar a los camaradas, y no soñar siquiera en tocar el cofre lleno de plata colocado al fondo de la cueva, que guardaba la cuota de Robin. Si violabas alguna de esas normas, el castigo era una muerte horrible.

Yo fui feliz allí. Los hombres me aceptaban como el ayudante del
trouvere
Bernard y el protegido de Robin. Cantaba para los hombres por las noches, unas veces acompañando a Bernard y otras, cada vez más a menudo, sol Cazaba casi cada día con Robin, me atracaba de carne de venado y me enredaba en discusiones filosóficas con Tuc cuando aparecía por allí, que era muy pocas veces porque prefería quedarse solo en su celda monacal junto al vado del río. Lo que había sido un lugar de exilio temporal de priorato de Kirklees, se convirtió en su vivienda permanente. Algunos decían que el prior estaba encantado de poder librarse de él. Lo cierto es que a Tuck le convenía De vez en cuando yo seguía practicando la esgrima con John, aunque él estaba muy ocupado en entrenar a los reclutas que aparecían como por arte de magia en las cuevas siempre famélicos, siempre harapientos, y en la mayor de los casos satisfechos de tener la oportunidad de serví a Robin en la batalla.

Goody se convirtió en la niña mimada de los proscritos y sus mujeres. En el campamento casi todos la malcriaban, y ella iba de un lado a otro bromeando con viejos guerreros canosos y llevándose los aplausos de todos por su ingenio y su buen humor. Se habían enterado del valor que demostró frente al hombre lobo, como oí que llamaban por lo general al salvaje Ralph, y la querían por esa razón. También ella se sentía a gusto en su compañía, porque había crecido en la granja de Thangbrand. Si embargo, sus ropas estaban cada vez más destrozadas y llevaba sucios la cara y el pelo. En aquella sociedad ruda, su nuevo desaliño se adaptaba al entorno como un guante.

Mencioné su aspecto silvestre a Robin un día en que habíamos salido de caza, y estuvo de acuerdo conmigo.

—Necesita una madre —opinó. Habíamos acechado a un grupo de ciervos aquella tarde, pero en el último momento algo los asustó y huyeron al galope; ahora subíamos despacio hacia la cima de la colina donde habíamos dejado los caballos—. Tengo que enviarla a algún lugar adecuado. Y a ti también.

Me miró de reojo. Yo me sorprendí.

—¿Enviarme a otro lugar? ¿Por qué, mi señor?

La perspectiva me fastidiaba. Me había adaptado bien a la vida en las cuevas, y era feliz allí; pensaba haberme ganado la confianza de Robin, tal vez incluso su amistad.

—No puedo dejar que eches a perder tu juventud aquí con nosotros —me aclaró—. Cantar baladas picantes para borrachos todas las noches. Llevas demasiada música dentro para eso, ¿sabes? Bernard ha hecho un buen trabajo al enseñarte.

—Pero ¿adónde vas a enviarme? —quise saber.

—A algún lugar civilizado —contestó, y cambió de tema—. Eres un tipo muy piadoso, Alan, ¿no es verdad?

Sabía que me había visto recitar mis oraciones antes de acostarme en la cueva principal todas las noches. No lo decía en son de burla, parecía realmente interesado.

—Creo que Nuestro Señor Jesucristo es nuestro salvador, y el salvador de toda la humanidad —declaré. El dio un resoplido—. ¿No crees en Nuestro Señor? —le pregunté, aunque sabía la respuesta.

—Solía —dijo—. Solía creer con todo mi corazón. Pero ahora creo que la Iglesia se ha colocado entre Dios y los hombres, y que su sombra tapa la luz de la bondad de Dios. Creo que el camino hacia Dios no pasa por una Iglesia corrompida y orgullosa. —Calló, pensativo y tal vez para conservar el aliento mientras trepábamos por la empinada colina. Luego, ya cerca de la cima, añadió—: Me parece que Dios está en todas partes, fluye a nuestro alrededor, Dios es esto…

Extendió la mano en un amplio gesto circular que abarcó toda la zona boscosa que nos rodeaba, y que en aquel día de primavera estaba especialmente hermosa. Habíamos llegado a la cima de la colina y contemplábamos un panorama de verdor lujuriante. Debajo de nosotros, más o menos a veinte metros de distancia, estaban nuestros caballos atados a la sombra de un magnífico ejemplar de carpe, remozado con un nuevo vestido de hojas de un color verde brillante. Bajo el árbol, una alfombra púrpura de campanillas se extendía por el bosque como un mar rizado aparentemente infinito. Era un atardecer dorado; una brisa ligera hacía susurrar las hojas nuevas, y un par de alondras se zambullían y jugueteaban entre las ramas. Justo en el momento en que Robin hablaba, un ciervo macho asomó entre los árboles frente a nosotros. Su noble cabeza estaba adornada con una extensa cornamenta; sus ojos líquidos nos observaban desde detrás de unas pestañas increíblemente largas. Nos quedamos inmóviles. Robin y yo estábamos solos, el resto de los cazadores subían aún trabajosamente la ladera de la colina cargados con nuestro equipo. Robin tenía su arco montado en la mano y en el cinto una aljaba de tela repleta de flechas, pero no se movió. Aquel rojizo y gran animal nos miró, y nosotros le miramos a él maravillados. Era un ejemplar perfecto, en su edad de mayor pujanza: cabeza alerta erguida sobre un largo cuello orgulloso, lomos brillantes y musculosos, y patas largas y finas que acababan en unas perfectas pezuñas negras. Plantado sobre sus cuatro patas, inclinó hacia nosotros su cornamenta como para desafiarnos; cada centímetro de su cuerpo le proclamaba como el rey del bosque. Miré de reojo a Robin, esperando que levantara su arco, pero no se movió. Al rato, después de dirigirnos otra mirada regia, el gran ciervo se alejó al trote y desapareció entre los árboles. Entonces, me di cuenta de que había estado reteniendo el aliento.

—¿No era esa hermosa criatura un buen ejemplo de la presencia de Dios? —preguntó Robin—. Dios hizo a ese espléndido animal, y en él hay mucho de divino. No necesito ningún sacerdote ni obispo que me lo explique.

Por su boca salían las más viles herejías: yo sabía que nadie puede alcanzar la salvación fuera de la Iglesia, pero una parte de mí mismo, una especie de rincón oscuro de mi alma, estaba de acuerdo con él.

♦ ♦ ♦

Hubo un tema que amargó mi estancia en las cuevas de Robin. Era el soldado cautivo que Robin había capturado justo antes de salvarnos del ataque de los lobos. Lo tenían encerrado cerca de la cueva principal, en una pequeña jaula de madera lo bastante alta para que pudiera ponerse de pie, y de una longitud apenas suficiente para tenderse con las piernas extendidas. Me tropecé con él un día que había salido a dar un paseo. Estaba mugriento, aterido por permanecer a la intemperie, y también casi muerto de hambre, porque le echaban de comer una bazofia que los cerdos habrían rechazado. En la banda de Robin todos le hacían el vacío, pero yo no podía apartarlo de mi mente. Se llamaba Piers, me dijo, y como me compadecí de él, robaba comida en las cocinas y se la llevaba de vez en cuando, y le hablaba como a un ser humano.

No era un hombre inteligente, sólo un rapaz de Nottingham, un huérfano forzado a pedir limosna y a robar para comer, que incluso durante un tiempo estuvo perseguido por la ley y escondido en Sherwood. Cuando me lo contó me sentí solidario con él pero, luego, una fría consideración se me atravesó como un nudo en la boca del estómago. Me di cuenta de por qué retenían allí a un prisionero sin posibilidad de pagar rescate. Había formado parte durante algún tiempo de la banda de Robin y había huido de la compañía de sus camaradas para incorporarse a la sociedad legal. Con un estremecimiento, supe que estaba viendo a un cadáver. Aun dejando de lado el hecho de que había participado en la matanza de la granja de Thangbrand, era un traidor a la banda, tal como lo veía Robin. Era, como había dicho Robin, un fantasma, un muerto en vida.

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