Robin Hood, el proscrito (26 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Mantuve el rostro impasible mientras me contaba cómo se había enrolado en la guardia de la ciudad y luego, después de algunos años, de muchos sudores y de no pocos golpes y revolcones, había conseguido ascender a las filas de la caballería de élite de sir Ralph Murdac. Era algo de lo que se sentía muy orgulloso. Era, como ya he dicho, un hombre muy estúpido. No tenía esposa, ni hijos, ni apenas conversación, fuera de las quejas continuas sobre la situación en la que se encontraba. Brigid le había curado la herida pero él no le estaba agradecido y la llamaba bruja; por otra parte, sin espacio para ejercitarse y mal alimentado con una dieta miserable, sus músculos se iban consumiendo. La verdad es que era un individuo despreciable pero, a pesar de todo, me inspiraba compasión y deseaba que tuviera un final rápido e indoloro. Mi amistad con Robin podría verse gravemente comprometida, tal vez hasta un punto de ruptura, si era testigo de otro castigo parecido al que sufrió sir John Peveril.

Sólo había otra persona que hablaba con Piers: Tuck.

Un día, cuando fui a ver al pobre hombre, los encontré conversando amablemente. En otra ocasión, al pasar por delante de la jaula, oí cómo Tuck rezaba por el alma de ese desgraciado. Pero aunque sentía compasión por el soldado enjaulado, una parte de mí mismo, para mi vergüenza, empezó también a odiarle un poco. Le odiaba porque era débil, estúpido e indefenso; también porque yo no podía ayudarle; pero sobre todo odiaba a Piers por haber sido la causa de una disputa entre los dos hombres que más quería y admiraba.

Me había estado ejercitando con la espada, ahora que mi brazo estaba curado por completo, con otros compañeros en el bosque, cerca de las cuevas, y de pronto estalló casi sin previo aviso una fuerte tormenta. Corrimos hacia la cueva principal, calados y renegando, y vi a Robin y a Tuck frente a frente, con las narices casi tocándose. En la cueva, la tempestad parecía tan furiosa como en el bosque. Tuck, flanqueado por sus dos enormes mastines,
Gog
y
Magog
, gritaba en aquel momento:

—… no me digas que hablas en serio al proponer esa pantomima cruel.

—Ya te he explicado mis razones —replicó Robin con una voz tan fría como una limosna. Los perros, al notar la hostilidad de su amo hacia Robin, empezaron a emitir unos gruñidos sordos casi tan fuertes como los truenos de fuera.

—¿Tú crees que esa exhibición bárbara, blasfema, pagana, te dará más poder ante esa gente, y que te verán como una especie de encarnación de un dios? Estás jugando con la condenación de tu alma inmortal por una tontería, te arriesgas…

—¡No me hables de mi alma, cura! —le interrumpió Robin, con rostro pétreo.

El gruñido de los perros subió de tono, y arremangaron los labios para mostrar los grandes dientes blancos Recordé lo que habían hecho a la manada de lobos, y me estremecí. Robin ignoró por completo a los animales Mientras los miraba con el estómago revuelto por la ansiedad, oí un crujido a mi espalda, y al volverme vi a Much el hijo del molinero, con un arco en sus manazas, una flecha enfilada y la cuerda tensada al máximo. Estaba apuntando a los perros. Miré hacia la gran sala de la cueva y vi a media docena de hombres más que, o bien apuntaban a Tuck con sus arcos, o bien se habían llevado la mano a la empuñadura de la espada, dispuestos a desenvainar en un instante y hacer trizas al monje.

Los dos hombres se miraban fijamente, con las caras separadas apenas por unos centímetros, y ninguno de los dos cedía en la disputa. Y al poco, Robin apartó la vista y miró a su alrededor, hacia la cueva. Su rostro agradable tenía una expresión curiosa; durante un segundo me pareció un escolar pillado en falta. Durante aquella discusión privada con Tuck, parecía haber sido enteramente inconsciente de la violencia sangrienta que había estado a punto de desencadenarse. Ahora, al darse cuenta de que toda la cueva estaba en pie de guerra, una mueca irritada asomó a su cara.

—¡Oh, Much, por favor, baja ese arco! —estalló—. ¡Y todos vosotros, guardad las espadas ahora mismo! Aquí todos somos amigos.

Luego volvió a mirar a Tuck con una media sonrisa. El monje sacudió la cabeza y casi sonrió también, y acarició las cabezotas de sus dos guardianes, para apaciguarlos. La tensión se desvaneció en la cueva y los hombres empezaron a circular, y unos se desprendieron de la armadura, otros empezaron a limpiar sus espadas salpicadas de barro, o se secaron la cara empapada de lluvia con paños bastos de lana.

—No puedo quedarme aquí, me niego a participar en esto… —anunció Tuck en voz baja a Robin.

—Lo sé —admitió Robin.

Tuck recogió el lío con sus pertenencias de un rincón de la cueva, llamó a sus perros con un silbido y, sin una palabra de despedida, salió de la cueva y desapareció en la lluvia.

♦ ♦ ♦

Se acercaba la Pascua, y con ella el comienzo del nuevo año, cuando llegaron buenas noticias: Marian vendría desde Winchester para hacer una visita a Robin en las cuevas. Yo había soñado con ella muchas noches frías, con su hermoso rostro de madonna enmarcado en blanco y azul, y al saber que iba a venir, apenas pude contener mi excitación. Llegué hasta el punto de lavarme todo el cuerpo en un arroyo helado, untarme la piel con una mezcla de cenizas y grasa y frotarla luego con la arena limpia del lecho mismo del arroyo. También lavé mi ropa, a pesar de que era tan sólo una penosa colección de harapos, después de tanto tiempo en aquel desierto. Necesitaba vestidos nuevos, y había en las cuevas piezas y más piezas de la lana de color verde oscuro que los hombres de Robin llevaban como signo de lealtad a su señor. Un día le pedí un corte de ese paño para coserme una nueva sobreveste, y él me llevó a una cámara situada al fondo de una de las cuevas pequeñas, que servía de almacén. Robin me enseñó un rollo de paño fino de color verde y me dio permiso para llevarme tanto como deseara. Le di las gracias, pero restó importancia a su generosidad con un gesto y se marchó, dejando que cortara yo la ropa.

Había dos hombres más en la cámara, dedicados una tarea curiosa. Utilizaban la misma tela, verde Lincoln había oído en alguna ocasión que la llamaban, para cortar cintas muy delgadas, de menos de media pulgada de ancho, pero de unos diez metros de longitud. Cuando pregunté a esos hombres qué estaban haciendo, me respondieron que cortaban «cintas de convocatoria». Les dije que no sabía qué era eso, se echaron a reír y me contestaron que le averiguaría a su debido tiempo.

Marian llegó casi sin ser anunciada, con una escolta de una docena de soldados gascones, compatriotas de su señora la reina Leonor. El efecto que tuvo su aparición en el campamento fue inmediato. Me dio un beso afectuoso en la mejilla, admiró el desarrollo físico varonil que me había proporcionado el ejercicio, me preguntó por el canto —que, para ser sincero, había descuidado bastante desde mi llegada a las cuevas de Robin—, y me dejó más enamorado de ella que nunca. Fue presentada a Goody, tomó buena nota de su cara sucia y sus ropas destrozadas, y ordenó que pusieran a calentar un gran caldero de agua en una zona que había de ser aislada con cortinas. Después de que Goody fuera obligada a lavarse —hubieron de meterla, pataleando, en el agua caliente, y restregarla a viva fuerza—, Marian hizo desaparecer su malhumor cuando dio órdenes a un sastre proscrito de que le cosiera un traje nuevo de seda, y le colocó unas cintas de raso en el pelo. Pasados uno o dos días, Goody se había convertido en su diligente esclava.

Robin parecía inmensamente más feliz ahora que ella estaba por fin a su lado. Era una sensación extraña y desagradable, verlos juntos. Descubrí en mi interior un poso de rencor hacia Robin porque poseía el amor de ella. Mi señor había suscitado muchas emociones en mi corazón durante el año que había pasado desde que lo conocí: temor, miedo, disgusto; pero también respeto, afecto y tal vez en cierto modo amor. Ahora estaba furioso con él por pasar tanto tiempo a solas con una mujer por la que yo me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Me pidieron que cantara con ellos una noche, poco después de la llegada de Marian, pero no me sentí capaz de soportar la idea de vernos juntos a los tres, y me excusé diciendo que estaba resfriado y no tenía buena voz. Observé que Marian se sentía dolida por mi grosera negativa; también Robin parecía consternado.

Sabía que mi comportamiento era infantil, y me regañé a mí mismo por mi estupidez, pero no pude evitarlo. Al verlos juntos me di cuenta de que se querían de verdad, y eso me hirió como una llamarada de fuego frío. En la comida ella tomó asiento a su lado, y mientras Robin intercambiaba bromas groseras con otros proscritos, le vi acariciar la mano de ella por debajo de la mesa. La presencia de Marian pareció transformar la conducta habitual de Robin; a su lado, estaba más alegre, incluso juguetón. De hecho, todos parecían contentos por tener a Marian en el campamento; había más risas alrededor de las cuevas, y los hombres cumplían sus tareas de mejor humor y tarareaban canciones. Yo era el único triste.

Por fortuna, tenía muchas cosas en las que ocuparme mientras meditaba tristemente en la vida y el amor: Robin planeaba una gran reunión por Pascua, y todos los hombres y mujeres que le servían en Sherwood, o que no deseaban ofenderle, habían de ser convocados a una gran fiesta en el corazón de Sherwood para celebrar el comienzo del año nuevo. Little John nos había reclutado a otros proscritos a mí para construir una mesa en forma de anillo tan grande que pudieran sentarse a ella quinientos proscritos en el gran banquete de Pascua. Además de cantidades enormes de comida suficientes para que todo el mundo se hartase, habría juegos y concursos, intercambio de regalos, música y baile, y exhibiciones de destreza en la lucha.

Hugh volvió a las cuevas al día siguiente de la llegada de Marian, y trajo con él una gran carreta tirada por bueyes y llena de cestos de juncos. Los cestos contenían cientos de palomas, y cada cesto estaba marcado con una letra toscamente pintada sobre la tapa de junco. Fui a saludar a Hugh, que parecía muy satisfecho de sí mismo, y le pregunté para qué eran las palomas.

—¿Nos las vamos a comer en la fiesta?

Me miró, consternado.

—Claro que no. Estas palomas son muy especiales, aman su hogar, y las utilizaremos para la convocatoria. —Estaba confuso, pero él me explicó—: Estas palomas saben dónde está su casa, dónde tienen la compañera y el nido, y son capaces de encontrarlo incluso a cientos de millas de distancia. Los califas de Bagdad las usan para enviar mensajes en unas pequeñas tiras de pergamino que atan a las patas. Pero como en estas tierras son pocas las personas que saben leer, las utilizaremos para comunicar un mensaje más sencillo.

Yo no tenía idea de lo que era un califa y nunca había oído hablar de Bagdad, pero me gustó la idea de comunicarse por medio de pájaros.

—Traemos a las palomas lejos de su hogar y luego las soltaremos con una fina bandera verde atada a la pata, —continuó Hugh—. Los pájaros podrán ser observados a lo largo de muchas millas en su viaje de vuelta a casa, con la bandera flotando en el aire detrás de ellos. Un pájaro que vuela hacia su casa con una bandera verde es un mensaje; lo que quiere decir es sencillamente que Robin de Sherwood te convoca. Entonces todos los que le sirven sabrán que han de tomar sus armas y viajar en la dirección exactamente contraria a la del vuelo de las palomas.

Yo debía de tener un aire confundido, porque Hugh frunció el entrecejo.

—Es muy sencillo, chico, presta atención… —insistió.

Exactamente igual que cuando era mi maestro. Luego sacó la daga de su cinto y empezó a dibujar en el polvo, a mis pies. Clavó la daga en el suelo seis veces, y las señales venían a trazar un círculo aproximado.

—Cada una de estas señales es una granja con un palomar, utilizada por Robin como refugio. Aquí, por ejemplo —señaló una de las marcas con la daga—, está la de Thangbrand, descanse en paz. Aquí —e indicó otra marca—, está la granja de Selwyn; y esto —de nuevo clavó la daga en el suelo— es el priorato de Kirklees.

Me miró para ver si había captado la idea; y en efecto, empezaba a hacerme una idea de la elegancia de aquel sistema. Luego clavó la punta de la daga en el centro del círculo.

—Aquí están las cuevas de Robin, y tenemos con nosotros palomas que vienen de todos estos otros nidos. —Señaló las marcas en el círculo dibujado en el polvo—. Cuando soltemos las palomas, volarán hacia su casa ondeando las banderas verdes. —Trazó unas líneas que unían el centro del círculo con todas las marcas exteriores, formando una estrella—. Un hombre leal que ve volar la paloma sabe que tiene que marchar exactamente en la dirección contraria al vuelo del pájaro, y encontrará a nuestras patrullas, que les guiarán a él y a quienes le acompañen hasta el campamento. Sencillo, ¿verdad?

Lo era. Estaba impresionado.

—Pero ¿no se enredarán las banderas en las ramas de los árboles y dejarán atrapadas a las palomas?

Él asintió.

—Ocurre algunas veces, y por lo general las liberan los granjeros, que a veces se comen la paloma. Otros la devuelven a Robin, y él tiene buen cuidado de recompensarles. Otras se las comen los halcones. El sistema no es perfecto, pero funciona. Convoca a los hombres de Robin a distancias superiores a cincuenta millas a la redonda.

Pocos días más tarde, vi el sistema en funcionamiento. Hugh y yo, con algunos otros proscritos, llevamos la carreta de las palomas hasta el amplio claro del bosque en el que habíamos de celebrar la fiesta al cabo de pocos días, y después de atar una bandera a cada paloma, lo que nos llevó un tiempo sorprendentemente corto —los pájaros se quedaban muy quietos en mis manos mientras ataba la tira de tela verde en su pata rosada con un nudo sencillo—, las soltamos y las vimos elevarse en el cielo, dar vueltas sobre el claro hasta encontrar la dirección correcta, y luego encaminarse hacia el norte, sur, este y oeste, arrastrando tras ellas las estrechas cintas verdes.

—Dentro de unos días —dijo Hugh—, tendremos una multitud aquí.

Así fue. A los dos días, las patrullas empezaron a escoltar a gente de Sherwood. Acudía a la reunión una humanidad variopinta: la mayoría eran proscritos, gentes marginadas y siervos fugitivos de sus amos, que se buscaban la vida en Sherwood pero no eran miembros de la banda de Robin. Muchos de ellos llevaban al cuello el mismo amuleto en forma de «Y» de Brigid, pero no todos. Algunos querían entrar al servicio de Robin como hombres de armas o arqueros; otros, tan sólo buscaban una comida decente y bebida abundante. Pero también había otra clase de personas: granjeros bien alimentados con una vara en sus manos carnosas y a los que Robin había hecho un favor en alguna ocasión; aldeanos que querían justicia o un pequeño préstamo o bien ayuda contra la brutal opresión de su señor; aprendices de las ciudades, que se habían escabullido de la vigilancia de sus maestros artesanos para tomarse una fiesta ilícita; mercaderes al por menor que intentaban colocar su mercancía, y, los más extraños de todos, dos hermanos que vivían en las profundidades de Sherwood y no encajaban en ninguna categoría. Esta extraña pareja, que sólo se vestía con pieles de animales, no eran proscritos como nosotros, ya que nunca habían tenido problemas con la ley. Los dos llevaban el amuleto en forma de «Y»; eran paganos, que adoraban a los antiguos dioses del bosque: Cernunnos, el dios con astas de ciervo, y su consorte la Triple Diosa, doncella, madre y anciana a la vez, y la deidad a la que servía la bruja irlandesa Brigid. Evitaban cualquier clase de relación con iglesias y con tribunales, a menos que tuvieran una necesidad absoluta de ellos. Me intrigaron e hice amistad con ellos: eran un viejo cazador canoso llamado Ket the Trow y su hermano, conocido como Hob o' the Hill, que era carbonero y siempre desprendía un olor acre, a humo. Ninguno de los dos me llegaba al hombro, a pesar de que yo no había acabado aún de crecer. Pero eran unos imitadores soberbios, capaces de reproducir el canto de todas las aves del bosque con una gran precisión, y sabían cazar y seguían un rastro mejor que nadie en Sherwood. Eran devotos de Brigid, y Hob en particular parecía muy impresionado por la corta fila de cicatrices de mi brazo, secuela de la noche de los lobos.

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