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Tuve a Goody en mis brazos largo rato, y contemplé a muerto mientras ella lloraba en silencio sobre mi pecho Luego la envolví en su manto, atendí a Bernard —estaba inconsciente pero su respiración era normal—, aticé el fuego y finalmente me ocupé de mí mismo. Mi brazo derecho estaba hinchado y me dolía, pero sólo tenía magulladuras. Lo froté con nieve para reducir la hinchazón y el frío ayudó a calmar el dolor, en alguna medida. Luego arranqué el puñal de la cabeza de Ralph, y lo limpié en su falda antes de arrastrar el cadáver fuera del árbol hueco hasta la línea de los árboles, más allá del claro. No tenía fuerzas para cavar una tumba, ni siquiera para enterrar el cuerpo con piedras. De modo que lo dejé allí, a treinta metros de nuestro campamento, oculto entre los árboles. Mientras volvía al calor del fuego oí el primer aullido, un sonido solitario y doliente en el silencio del bosque…, y me apresuré a regresar al lado de Goody y Bernard.
Dormité hasta el alba, con Goody abrazada a mí, mientras los lobos proyectaban a nuestro alrededor su música fantasmal desde el bosque. Con las primeras luces me froté la cara con nieve y busqué en nuestro escondite de madera cualquier cosa que pudiera sernos útil, a la débil claridad que se filtraba desde el exterior. Encontré una vieja olla de hierro y la puse al fuego después de echar dentro unos puñados de nieve. Pero aparte de eso, no encontré nada más que algunos harapos de tela mohosa y unos huesos viejos de un aspecto inquietantemente humano. Recogí los huesos y los llevé al lugar donde había dejado el cadáver de Ralph, en el extremo del claro. Sin embargo, no había rastro del cuerpo. El suelo aparecía pisoteado por las patas de docenas de lobos, y habían quedado una pequeña mancha de sangre en la nieve y algunos pedazos de cuero, pero nada más. Era el Mes del Lobo en Sherwood, y esos animales famélicos se comían incluso las botas viejas si alguien las dejaba fuera de la cabaña por la noche.
Bernard seguía inconsciente, con un gran chichón en la sien causado por el garrote de Ralph. Pero después de palparlo con cuidado, me pareció que el hueso no se había roto y que se despertaría sin novedad. Goody dormía otra vez, y teniendo en cuenta lo que había pasado durante el día y la noche últimos —primero fue testigo de la muerte de sus padres, y luego ella misma mató a un monstruo con sus manos—, me alegré de que pudiera descansar un rato. Decidí que no iríamos a ninguna parte aquel día. No podía cargar con Bernard y Goody, y pensé que sería preferible quedarnos al calor del refugio del árbol en vez de vagar por el bosque sin saber dónde estábamos ni adónde íbamos. De modo que me dediqué a recoger más leña, a romper ramas secas y a llevarlas a nuestro refugio. El trabajo me abrió el apetito, y en una o dos ocasiones oí aullar a los lobos, de modo que me apresuré a volver con mi brazada de leña a la seguridad del campamento.
Hice una buena fogata, amontoné una considerable pila de leña para la noche y pude dormir algunas horas con un sueño inquieto. El hambre me atenazaba el estómago: llevábamos un día y una noche sin haber comido más que unos mordiscos de jamón asado y un pedazo de pan seco debajo del acebo. Incluso empecé a envidiar a Bernard, que seguía inconsciente y por tanto libre de las urgencias del hambre. Estaba pálido, pero su corazón latía de forma regular. Lo cubrí con su manto y le dejé dormir. Goody se despertó a media tarde, pidió de comer y aceptó en su lugar unos sorbos de agua caliente. Sentí crecer mi respeto por ella: a los diez años estaba afrontando aquella, situación como una mujer madura, o más bien como un soldado veterano. Yo todavía no acababa de asimilar el hecho de que hubiera despachado fríamente a un loco con un solo golpe de mi puñal. Pero era la hija de un guerrero y se había criado entre proscritos. Una muerte violenta no era algo tan extraordinario en la casa de Thangbrand.
Cuando empezó a anochecer en el claro del bosque, los lobos volvieron a entonar sus agudos lamentos. Primero fue uno, luego otro se sumó al coro. Luego el tercero y el cuarto. Se estaba convocando a la manada, y, como si yo mismo fuese un lobo, se me erizaron los pelos de la nuca.
—Es un canto realmente hermoso, ¿verdad? —dijo Bernard—. Casi en armonía, aunque no del todo. Y tan triste…
Me alegré tanto de tenerle de vuelta con nosotros que corrí a abrazarlo.
—Me estás asfixiando, chico —dijo, irritado—. Y para de lloriquear como un bobo.
Exageraba, desde luego. En mis ojos apenas había un ligero velo de humedad. Pero me sentí muy feliz el oírlo de nuevo en el país de los vivos. Gruñó al incorporarse y palpar el chichón de la sien.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. La cabeza me está matando, y siento que llevo una vida entera sin beber un trago.
De modo que se lo conté, tartamudeando: el hombre que parecía un lobo, el garrotazo en la cabeza cuando dormía, la pelea y la puñalada de Goody que me salvó la vida, y el cuerpo del loco comido por los lobos.
Bernard asintió, y el movimiento de la cabeza le hizo encogerse de dolor.
—Eres una chica muy valiente —dijo a Goody, que se ruborizó—. Entonces, ¿qué planes tenemos? —me preguntó a mí.
Analizamos juntos la situación: se estaba haciendo de noche pero ya no nevaba; no teníamos comida, pero sí fuego y un refugio; también existía la posibilidad de que los hombres de Murdac aún nos buscaran; y la posibilidad de que otros supervivientes necesitaran nuestra ayuda. ¿Era preferible quedarnos quietos? ¿O caminar hacia el sur con la esperanza de encontrar alguna cabaña en la que pedir ayuda? También estaban los lobos… Nuestras discusiones se habían visto puntuadas por aullidos de un volumen cada vez más alto, y más cercanos. Entre los árboles del borde del claro veíamos de vez en cuando el brillo de unos ojos en la oscuridad, al reflejo del fuego. Aquí y allá, formas grises se movían entre los árboles.
Bernard detuvo mi charla levantando una mano.
—Me parece claro que hemos de quedarnos aquí esta noche si queremos seguir enteros.
Señaló el bosque oscuro en el que se veían ahora tres pares de ojos de animales. Tenía razón. Los aullidos habían cesado. La manada de lobos se había reunido delante de nuestro refugio, y no nos permitiría ir a ninguna parte.
Alimentamos el fuego, y durante media docena de horas no ocurrió nada aquella noche. Dormitamos, bebimos agua caliente y observamos los ojos que iban y venían al resguardo de los árboles. Luego, pasada ya la medianoche, una sombra furtiva se recortó contra el fondo oscuro del bosque y un lobo cruzó el claro iluminado por la hoguera y desapareció en el lado opuesto. Era un animal grande pero flaco, y nos dirigió una mirada malévola al pasar delante de nuestro patético refugio. Luego, solos o por parejas, con mayor atrevimiento después del paso del primer lobo, otros salieron de entre las sombras y empezaron a acercarse a nuestro campamento. Echamos más leña al fuego y, al principio, los lobos se alejaron de aquel calor rugiente. Pero, poco a poco, volvieron. Un lobo se sentó sobre las patas traseras a menos de doce pasos del árbol. Dio un largo bostezo y pude ver con toda claridad su gran lengua y los dientes que relucían a la luz de una gran luna llena.
Nos quedamos mirando al enorme animal en silencio. Bostezó de nuevo, y echó atrás los belfos negros mostrando los grandes dientes afilados. Yo extraje una rama del fuego, la agité para que la llama prendiera bien en la otra punta y después la arrojé contra el lobo. Hizo un quiebro elegante y se alejó algunos pasos…, para volver luego exactamente al mismo lugar. Luego, sus hermanos fueron a reunirse con él; eran más de una veintena de esbeltos animales de pelaje gris.
—No desperdicies así la leña —advirtió Bernard—. Probablemente vamos a necesitarla.
Miré el montón de leña colocado a un lado en el refugio del árbol y el corazón me dio un vuelco al darme cuenta de que tenía razón. Aunque el alba no podía tardar mucho en llegar, apenas íbamos a tener leña suficiente para mantener una fogata pequeña ardiendo durante el resto de la noche. Me maldije a mí mismo por no haber recogido más. Los lobos se juntaron en un amplio círculo en el límite del terreno iluminado por las llamas; parecían demonios del infierno con sus grandes colmillos, sus ojos relucientes y su hambre salvaje. Después de la fantasmal belleza de sus aullidos de las primeras horas de la noche, ahora guardaban un extraño silencio. Sin embargo, no estaban quietos: algunos paseaban para investigar lo que había detrás de nuestro árbol hueco y otros cambiaban de posición para observarnos desde más a la izquierda o la derecha con sus malignos ojos amarillos. Bernard y yo nos habíamos provisto de garrotes; Bernard empuñaba una gruesa rama de un árbol y yo el arma de Ralph. Nos colocamos a uno y otro lado del fuego, en la entrada del refugio del árbol, a la espera del ataque que sabíamos que iba a llegar. Pero los lobos no parecían tener prisa. Con el puñal a mano, Goody se colocó detrás del fuego, y lo alimentaba de vez en cuando, tan parcamente como podía, porque la pila de leña iba menguando con rapidez. Los lobos corrían ahora atrás y adelante por el claro enfrente de la hoguera, manteniéndose lejos del alcance de nuestros garrotes y del fuego, pero acercándose un poco más a cada nueva pasada. A veces uno corría directamente hacia nosotros, una carrera corta de ensayo de unos pocos metros, y se acercaba más y más hasta que reaccionábamos y amenazábamos a la bestia con los garrotes. Entonces el animal hacía un quiebro, cambiaba de dirección y desaparecía en la oscuridad. Parecían ponernos a prueba, probar nuestra fuerza, y tal vez intentaban asustarnos para hacernos salir de nuestro refugio y de la seguridad del fuego. Pero no teníamos ningún lugar adónde correr, y con el árbol hueco a nuestra espalda y el fuego entre nosotros, Bernard y yo estábamos en la mejor posición imaginable dadas las circunstancias.
De todas maneras, admito que estaba asustado. Si conseguían penetrar entre nosotros, aquellas grandes fieras podían convertirnos en piltrafas ensangrentadas en un instante. Intenté no pensar en aquellos colmillos puntiagudos clavados en mi carne, desgarrándola, abriéndola en dos. Yo estaba asustado, pero los lobos no parecían tener miedo. Las carreras de prueba continuaron, y los animales siempre se detenían a un paso del peligro; y luego, cuando Bernard y yo nos hartamos de aquel juego, un lobo vino correteando hacia mí y de pronto se lanzó en un gran salto en busca de mi garganta.
Casi me cogió desprevenido; estaba tan cansado después de docenas de aproximaciones parecidas que siempre acababan en una rápida retirada, que cuando llegó el verdadero asalto no estaba alerta. Pero, a Dios gracias, reaccioné a tiempo cuando aquella enorme sombra gris cayó sobre mí. Di un paso atrás y mi garrote trazó un arco corto y alcanzó a la bestia de lleno a un lado del hocico cuando aún estaba en el aire. Cayó de lado con un gañido de dolor, pero aterrizó sobre sus patas como un gato y rápidamente se retiró detrás del grupo de sus hermanos, lamiéndose el hocico y con aspecto de estar más avergonzado que herido. Sin embargo, aquel primer movimiento había roto la tregua.
Otro lobo se acercó a la carrera y se abalanzó hacia mi cara con un gruñido ronco, malvado, y otro más vino trotando detrás de él; y por el rabillo del ojo vi que un bulto gris saltaba hacia Bernard al mismo tiempo. Hice revolear el garrote con todas mis fuerzas y alcancé en el cuerpo al primer lobo, con un crujido de costillas rotas. Golpeando de revés, di al segundo en la paletilla, y los dos se retiraron entre gañidos fuera del radio de acción de nuestros garrotes. Bernard tenía los dientes de su lobo clavados en la rama, que sostenía en posición horizontal con las dos manos, como si fuera una barra de hierro. El
trouvere
arrojó de pronto el arma lejos, haciendo caer al animal sobre la nieve, y se agachó para agarrar por el extremo una rama que ardía en el fuego, y plantarla en la cara del sorprendido asaltante. Hubo un siseo de carne chamuscada y un aullido, y la fiera retrocedió, pero a Bernard se le había calentado la sangre. Sacó otro leño del fuego y con gritos furiosos, agitando las dos ramas llameantes por encima de la cabeza, cargó contra toda la manada. Fue un movimiento suicida, porque abandonaba la seguridad de nuestra posición, pero funcionó. Los lobos huyeron a la desbandada delante de él, para ponerse a salvo de aquellas antorchas llameantes.
El susto no les duró mucho tiempo. Vi a un gran lobo negro que daba un rodeo para colocarse a su espalda mientras él seguía ahuyentando a sus hermanos de manada con las ramas encendidas, y entonces también yo salté fuera de la protección del fuego y en tres zancadas llegué junto al animal y le di un garrotazo en el centro de la espina dorsal. Se oyó un crujido siniestro y la fiera negra, con las patas traseras paralizadas y aullando de rabia y de dolor, se arrastró sobre sus patas delanteras fuera del círculo iluminado por el fuego. Que, de pronto, noté que se había hecho mucho más pequeño.
—Por favor, no volváis a hacerlo —dijo Goody a nuestra espalda—. Por favor, no me dejéis sola para que ellos me coman.
Me volví para mirar a ella primero y luego a Bernard. Estaba sin resuello después de su insensato alboroto, y se reía en silencio de sí mismo.
—No te preocupes, bonita —dijo con un bufido—. Estamos todos metidos en esto, me parece. Si cogen a uno de nosotros, nos cogen a todos.
Fruncí la frente. No me pareció que la observación de Bernard nos sirviese de gran ayuda.
—Falta poco ya para que amanezca, Goody —dije—. Y recuerda que están tan asustados de nosotros como nosotros lo estamos de ellos.
Era ridículo decir una cosa así, y en medio de nuestro pavor y nuestro agotamiento, los tres rompimos a reír. Bernard estaba doblado en dos, apoyado en un bastón o rama a medio quemar, y le corrían las lágrimas por las mejillas mientras reía y chillaba a todo pulmón. Lo cierto es que los lobos parecieron ponerse nerviosos al oír los ruidos extraños que hacíamos sus presas, y se movían incómodos dentro y fuera del círculo de luz. Pero aquello no duró mucho. Pronto comenzó de nuevo el asalto. Esta vez, en serio.
Se repitió la misma pauta anterior: los lobos daban carreras cortas de aproximación, de dos en dos o de tres en tres; nosotros hacíamos volar los bastones y ellos esquivaban con ligereza los golpes. Resultaba agotador. De vez en cuando, Bernard o yo alcanzábamos a una de las bestias y oíamos un crujido satisfactorio. Pero era raro, y nuestros brazos estaban cada vez más cansados, mortalmente cansados por el continuo manejo de los pesados garrotes. Y todavía teníamos un problema más grave que el cansancio: el fuego.