Robin Hood, el proscrito (19 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Cuando finalmente se produjo la salida, para mi sorpresa y la de los hombres del sheriff no fue por la humeante puerta principal, sino por el extremo contrario de la casa, donde Thangbrand y Freya habían tenido su dormitorio. Toda la pared de aquel lado del edificio se derrumbó de golpe con un enorme estruendo, y los proscritos salieron por allí en una feroz estampida. Un círculo de hombres armados con espadas que gritaban y aullaban, con las ropas chamuscadas y los rostros ennegrecidos, rodeando a nuestras mujeres y niños. Se mantuvieron bien, codo con codo, veinte o treinta hombres que trotaban como un grupo compacto hacia la puerta rota de la empalizada, resbalando en el fango, tosiendo por el humo y lanzando gritos de desafío y procurando no tropezar con los cadáveres caídos en el suelo. Fue entonces cuando cargó la caballería de Murdac.

Los jinetes revestidos de acero chocaron con el círculo de chamuscados proscritos como un puño de hierro atraviesa un cestillo de juncos podridos. De inmediato la cohesión del círculo desapareció. Los proscritos huyeron en todas direcciones, perseguidos por los hombres a caballo. Fue sencillamente una matanza sangrienta. Algunos hombres corrieron hacia la empalizada y empezaron a trepar por los troncos con la intención de saltar al otro lado y ocultarse en el bosque. Muy pocos lo consiguieron. Los jinetes los mataban golpeándolos por la espalda mientras trepaban, y clavaban los cuerpos en la madera con sus lanzas. Quienes quisieron resistir en el patio de ejercicios pronto fueron abatidos. Los jinetes avanzaban al trote y con sus espadas segaban cabezas y hombros al pasar, aplastaban cráneos con la maza o el hacha, y daban media vuelta para una nueva pasada acuchillando o machacando cuerpos.

Apenas hubo resistencia y los jinetes aniquilaron a nuestra pequeña banda —hombres, mujeres e incluso niños— casi sin esfuerzo, en una sangrienta carnicería. Vi a Cat, a la hermosa, lasciva, pecadora Cat, con sus cabellos rojos flotando libres, correr perseguida por un jinete que la alcanzó y le aplastó el cráneo con su maza; el hierre puntiagudo penetró a través de la mata de pelo rojo y la dejó tambaleante, bañada en sangre, con la cabeza grotescamente deformada, antes de caer para no levantarse más. Un puñado de hombres y mujeres, no más de una docena, se reagruparon junto a la puerta en torno a Thangbrand, erguido junto a una Freya encogida y blandiendo con ambas manos una gran espada, desafiando con su grito de guerra a los jinetes que lo rodeaban. Los proscritos que aún se sostenían en pie, algunos de ellos con heridas tremendas, brazos rebanados y rostros abiertos por tajos profundos, cerraron filas a su alrededor, arrodillados a sus pies y encarados hacia afuera en un círculo laxo, cubriéndose con los escudos si los tenían, o empuñando espadas y lanzas, desafiando al enemigo con un valor desesperado. Durante unos segundos, la formación se pareció a lo que pretendía ser: el erizo, una antigua maniobra defensiva contra la caballería que Thangbrand había inculcado en nuestras cabezas a lo largo de muchas horas en aquel mismo patio de ejercicios. Pero duró sólo un instante. El segundo
conroi
pasó por encima del erizo como una gran riada de caballos y hombres, de cascos herrados y espadas silbantes, y lo arrastró todo consigo en un baño de sangre. Vi a Thangbrand forcejear con una lanza que le atravesaba el cuello y lo había dejado clavado al suelo. Al instante los proscritos se dispersaron de nuevo y los jinetes también con las puntas escarlata de sus espadas alzándose y cayendo una y otra vez sobre las figuras que corrían, mientras la sangre salpicaba los flancos y las crines de los caballos, que piafaban y caracoleaban para evitar pisar los cuerpos de los muertos y los moribundos.

Yo sujetaba a Goody, con mi capa cubriéndonos a los dos, y le tapé los ojos con mi mano cuando su padre exhaló su último aliento con una bocanada de sangre en aquel fangal de sangre y nieve.

—Tenemos que irnos —le susurré—. Muy pronto empezarán a buscar supervivientes y, si nos encuentran, nos matarán.

Goody no dijo nada. Se limitó a mirarme con sus grandes ojos azules que destacaban en la cara mortalmente pálida, y asintió. Era una chica valiente. Tiré de ella y emprendimos el camino de vuelta a la cabaña de Bernard.

Lo empujé fuera de la cama y me envió al infierno y más allá. Le puse las botas en las manos y le hice comprender a gritos y bofetadas en su cara beoda que teníamos que salir corriendo, ahora, y que no había tiempo para explicaciones. Agarré una hogaza de pan y los restos fríos del jamón asado, hice un lío con todos los mantos y capas que colgaban de un clavo detrás de la puerta, y mientras salíamos de la cabaña a la luz cegadora del día, miré a mi alrededor y el corazón se me agolpó en la garganta cuando vi acercarse al trote por el sendero al primero de los jinetes, seis en total, ceñudos y salpicados de sangre. Corrimos hacia la línea protectora de los árboles, Bernard delante sujetando con fuerza a Goody por el brazo, a veces incluso alzándola en vilo mientras seguíamos corriendo Yo les seguía con los brazos cargados de comida y ropas, a trompicones, resbalando en la nieve blanda que parecía querer succionar mis botas. Imaginé que oía el golpeteo sordo de los cascos a mi espalda, y el silbar en el aire de una espada invisible dirigida contra mi cabeza. Corrimos con el corazón desbocado y el aliento quemándonos la garganta, sorteando la maleza hasta refugiarnos en la seguridad del bosque. Allí seguimos corriendo, con los pulmones doloridos por el esfuerzo, cada vez más lejos de la cabaña y del claro del bosque, internándonos más y más en las profundidades de Sherwood. Al fin nos detuvimos y nos acurrucamos bajo un antiguo acebo de grandes dimensiones, cuyas hojas puntiagudas nos arañaron la cara al arrastrarnos bajo sus ramas para descansar, sin resuello, agazapados en torno al grueso tronco del árbol. No se oía más ruido que el de nuestras respiraciones jadeantes. Casi no podíamos ver nada a través de la espesa capa de follaje verde oscuro. Pero si no podíamos ver, tampoco podíamos ser vistos.

♦ ♦ ♦

Debajo de aquel viejo y hermoso acebo el suelo estaba seco, de modo que nos arrebujamos en nuestros mantos y esperamos a que nuestros corazones recuperaran su ritmo normal. Por dos veces en las dos horas siguientes oímos pasar a jinetes muy cerca, y pudimos ver las patas de sus monturas a través de la cortina espinosa de nuestra madriguera. Comimos el pan y la carne y masticamos puñados de nieve, también nos miramos unos a otros con aprensión, pero sin atrevernos a pronunciar una sola palabra. Yo saqué a medias el puñal de su vaina en mi cinto. La nieve caía veloz y espesa, posando una gruesa manta blanca sobre el árbol; y podíamos ver aún menos del mundo exterior. El frío empezó a agarrotar mis dedos, de modo que los apreté bajo mis sobacos. Cambiamos de posición para apretarnos más y envolvernos juntos en las capas y mantos de que disponíamos. Goody parecía estar conmocionada, y unos arañazos rojos le cruzaban la cara blanca y descolorida; la de Bernard estaba gris y ojerosa, con la nariz roja por el vino y el frío, aunque aún no había cumplido treinta años se trasparentaba ya en su rostro el viejo en que se iba a convertir. Atisbé de nuevo por entre las hojas y me pregunté si alguien más habría sobrevivido a la matanza y si nosotros mismos llegaríamos a ver el día siguiente. Entonces, después de transcurrida tal vez una hora más, cuando a pesar del frío y del terror había conseguido amodorrarme un poco, oí un retumbar de cascos y el ruido metálico de armas y corazas, y mi corazón se disparó de nuevo. Los ruidos cesaron y pude ver, a través de la cortina de hojas de acebo, las patas y los cascos de una numerosa fuerza de caballería parada a menos de diez metros de nuestro escondite. A continuación oí una voz, alta, clara y tan aterradoramente próxima que podía haber sonado junto a mi oído.

—Os haréis cargo de este sector, capitán. —La voz hablaba en francés y denotaba una excitación febril y un ligero ceceo—. Quiero que registréis cada árbol, cada arbusto, cada hoja. Quiero muerta a toda esa plaga, ya me habéis oído. Si los prendéis vivos, ahorcadlos. Uno por uno. Son proscritos y sus vidas no les pertenecen. No quiero que escape ni uno siquiera, no deben esparcir su veneno en mi condado.

Conocía esa voz, la había oído antes en Nottingham cuando me debatía sujeto por el puño de un soldado, y su amo me llamó «carroña». Pertenecía a sir Ralph Murdac.

Capítulo IX

A
currucado junto a Goody y Bernard, rígido de terror, bajo la endeble protección del acebo, oí como sir Ralph Murdac, a escasos pasos de mí, daba a sus mesnadas la orden de matarnos. Podía ver los cascos manchados de sangre de su caballo a escasos pies de mi nariz, pero, sin dejar de sentir miedo, el ceceo francés de su tono me sublevó y me provocó una ira que dejó un regusto amargo de bilis en mi lengua. Allí acurrucado, pude imaginar su cara de guapo desdeñoso mientras ordenaba a sus secuaces que nos cazaran uno por uno y acabaran con nuestras vidas. Recordé el dolor que me produjo al cruzarme el rostro con su látigo. Incluso creí percibir su perfume por encima del hedor a caballo, a sudor y a sangre seca: un repugnante aroma a lavanda. Asustado como estaba, furioso como estaba, empecé a sentir en mi nariz un hormigueo y una casi abrumadora necesidad de estornudar.

El más ligero ruido habría significado la muerte inmediata para todos nosotros, y sin embargo la necesidad de estornudar se me hizo insoportable, el hormigueo de mi nariz empezaba a resultar doloroso y sentía como si me hubieran frotado los ojos conjugo de cebolla. No pude hacer nada para detenerlo; me metí el borde de mi manto en la boca y hundí la boca en la capa de hojas que cubría el suelo, y entonces llegó la explosión: un estornudo que hizo temblar todo mi cuerpo. En mi cabeza el ruido fue ensordecedor, pero al levantar la cabeza…, no oí nada Murdac guardaba silencio y escuchaba, supuse, para con firmar el origen del ruido que había oído. Un caballo se removió, resonaron unas mallas de acero al entrechocar. Sentí el corazón en la boca, y todos los músculos en tensión. Estaba decidido a echar a correr si éramos descubiertos. No me quedaría quieto para que me colgaran como a mi padre. En el silencio que siguió, relinchó un caballo y un hombre rió y dijo algo en voz baja a su vecino. Murdac llamó al orden a sus hombres y continuó dando órdenes con su ceceo afrancesado. Noté que mi cuerpo se relajaba y me volví hacia Goody y Bernard; sus caras me miraban con horror e incredulidad. Era una expresión tan cómica que me entraron ganas de echarme a reír. En cambio, lo que hice fue estornudar de nuevo.

El ruido fue mucho más fuerte que la primera vez, en que había quedado ahogado casi por completo por mi manto. Y no esperamos a ver si nos descubrían. Tan veloz como un conejo asustado, Bernard salió de debajo de las ramas del acebo, seguido por Goody y por mí. Salimos por la parte de atrás del árbol y echamos a correr hacia el interior del bosque. A nuestra espalda oímos gritos y toques de trompeta y un estruendo de cascos, y corrimos hacia la parte más espesa de la floresta mientras las ramas de los árboles azotaban nuestros rostros y las zarzas nos arañaban brazos y piernas.

Tardaron en empezar la persecución, sorprendidos sin duda por lo repentino de nuestra aparición. Pero una carrera entre un hombre a caballo y otro a pie no puede llamarse carrera en absoluto. Excepto, claro está, si tiene lugar en el corazón de un bosque espeso. Nos salimos del sendero y nos adentramos en un terreno virgen desde muy antiguo, sorteando los troncos apretados de los árboles, hundiéndonos en la nieve, tropezando con las ramas caídas, entre zarzales y tallos de hiedra. Los tres nos empujábamos entre nosotros y nos abríamos paso en la nieve profunda, espoleados por el pánico, avanzando siempre más o menos en la misma dirección, Bernard delante y yo cerrando la marcha. Oíamos el ruido de los jinetes a nuestra espalda pero, al mirar hacia atrás entre los arbustos, pude ver que nos distanciábamos más y más de la media docena de hombres que nos perseguían. Habían desenvainado las espadas y cortaban con golpes furiosos las ramas y las frondas que cerraban el paso a sus monturas, pero sólo conseguían avanzar al ritmo de un caminante, mientras los ollares de sus corceles despedían nubéculas de vapor. Volví a mirar atrás y calculé que se encontraban ya a más de cincuenta metros, y casi se habían perdido de vista. Sentí que crecían mis esperanzas, pero entonces miré a mis compañeros y vi que los dos tenían problemas. Bernard se tambaleaba agotado por aquel ejercicio desacostumbrado; Goody temblaba de frío y parecía a punto de derrumbarse. Corrí hacia ellos y, después de un rápido vistazo para comprobar que estábamos fuera del alcance visual de nuestros perseguidores, tiré de ellos en ángulo recto respecto de la dirección que seguíamos hasta entonces y nos adentramos en una zona de matorral espeso y cargado de nieve, abriéndonos paso por entre aquella cubierta helada en la que nos hundíamos hasta las rodillas. Después de avanzar unos treinta metros de ese modo, nos dejamos caer el resguardo de una zanja en el terreno, y allí nos quedamos tendidos, con la respiración entrecortada, los corazones latiendo a un ritmo frenético y el oído atento a los ruidos de nuestros perseguidores.

Nada. Sherwood parecía enteramente privado de vida. Un desierto blanco. Pero nuestro rastro a través de la nieve era fácil de ver y conducía en línea recta a nuestro húmedo, embarrado y jadeante grupo. No podíamos quedarnos allí más tiempo del indispensable para recuperar el resuello. Levanté la vista al cielo gris; había empezado a nevar de nuevo, y sólo quedaban dos o tal vez tres horas de luz en aquel corto día invernal. Si podíamos esquivar a los jinetes hasta el anochecer, estaríamos a salvo. Probablemente. Así pues, cargué a Goody sobre las espaldas de Bernard y arranqué una rama muerta de un pino, con un crujido cuyos ecos resonaron en todo el bosque. Todos nos quedamos quietos y escuchamos, aterrorizados. Luego, al no oír nada salvo el silencio fantasmal del bosque cubierto por un sudario de nieve, Bernard preguntó en un susurro:

—¿Hacia dónde?

Me paré a pensarlo. Robin estaba Dios sabe dónde en el norte, la casa de Thangbrand no era a estas alturas más que una ruina humeante, mi madre estaba muerta y mi aldea había sido destruida, pero de algún lugar me vino de pronto a la mente la imagen de Marian. Sabía que ella se encontraba en Winchester, muy lejos de Murdac y sus jinetes asesinos. Ella podría ponernos en contacto con Robin.

—Vamos al sur —dije, intentando parecer convencido, y extendí el brazo en la dirección que supuse que conducía a Winchester. Bernard dio media vuelta sin decir una palabra, con Goody agarrada como un mono a su espalda, y empezó a zancajear por entre la nieve. Yo les seguí de espaldas, tratando de borrar tan bien como pude con la rama de pino las huellas que dejábamos a nuestro paso en la nieve, y dando gracias a Dios por la nieve que volvía a caer y que, si pasaba el tiempo suficiente, haría desaparecer totalmente nuestro rastro.

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