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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (40 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Bien, dése prisa. Corra la voz.

—Ahora mismo.

Max salió presuroso.

—Vamos, Peter. Debemos prepararnos —dijo Rey.

Pero Marlowe sufría, una fuerte conmoción. Estaba inutilizado.

—¡Peter! —Rey le sacudió rudamente—. ¡Levántese y resista! Vamos, tiene que ayudarme. ¡Levántese!

Puso a Peter Marlowe en pie.

—¿Qué pasa?

—Shagata llega. Tenemos que acabar el trato.

—¡Al infierno su negocio! —chilló en un arrebato de locura—. jAl infierno el diamante! ¡Me van a cortar el brazo!

—¡No lo harán!

—Sabe usted muy bien que no. Moriré antes...

Rey le abofeteó violentamente.

La locura se detuvo de golpe y Marlowe sacudió su cabeza.

—Llega Shagata. Debemos de estar a punto.

—¿Llega? —preguntó sin entonación y con el rostro ardiéndole.

—Sí.

Rey vio que los ojos de Marlowe volvían a estar en guardia y supo que el inglés despertaba de nuevo.

—¡Por Dios! —exclamó con voz débil.

—¿Se encuentra bien ahora? Tiene que agudizar su ingenio.

—Me encuentro bien.

Marlowe se deslizó por la ventana detrás de Rey. Y se alegró del ramalazo de dolor que hizo presa en su brazo cuando sus pies tocaron el suelo. «Te invadió el pánico —se dijo—. Tú, Marlowe, te asustas como un chiquillo. Has de perder el brazo, pero tienes suerte de que no sea una pierna. Entonces sí que realmente serías un inválido. ¿Qué es un brazo? Nada. Puedes conseguir uno artificial, provisto de gancho. Un brazo artificial no es cosa del otro mundo. Puede ser una buena solución.»


Tabe
—Shagata les saludó.


Tabe
—contestaron Rey y Marlowe.

Shagata parecía muy nervioso. Cuanto más pensaba en aquel negocio menos le gustaba. Demasiado dinero y demasiado riesgo. El hombre olfateó el aire igual que un perro,

—Huelo peligro —dijo.

—Dice «huelo peligro».

—Dígale que no se preocupe, Peter. Conozco el peligro y sé cuidarme de él. ¿Qué hay de Cheng San?

—Te digo —Shagata susurró precipitadamente— que los dioses sonríen sobre mí y sobre nuestro amigo. Es un zorro. Consiguió que la diosa policía le dejara escapar de la trampa. —El sudor goteaba de su rostro—. Traigo el dinero.

El estómago de Rey dio un vuelco.

—Dígale que es preferible dejar la charla e ir al grano. Regreso en seguida con la mercancía.

Rey halló a Timsen en las sombras.

—¿Dispuesto?

—Dispuesto.

Timsen imitó el canto de un pájaro nocturno. Casi en seguida se oyó la respuesta.

—De prisa amigo. No puedo garantizar que esté a salvo mucho rato.

—Conforme.

Rey vio surgir la figura encorvada de un cabo australiano.

—Hola, amigo. Mi nombre es Townsend. Bill Townsend.

—Vamos.

Rey se precipitó bajo la colgadura mientras Timsen vigilaba y sus australianos se abrían en abanico dispuestos a cubrir la retirada.

Abajo, en el ángulo de la cárcel, Grey esperaba impaciente. Dino acababa de susurrar en su oído que Shagata estaba allí pero el preboste sabía que los preliminares necesitaban tiempo. Decidió esperar un rato, antes de ponerse en movimiento.

La banda de Smedly-Taylor aguardaba también, a la espera de que se realizara la transferencia. En cuanto Grey estuviera en movimiento, ellos harían lo mismo.

Rey se mostraba nervioso con Townsend a su lado. —Enséñele el diamante —ordenó.

Townsend abrió su rasgada camisa y tiró de un cordel. Al final se hallaba la sortija con el diamante. El australiano temblaba cuando lo mostró a Shagata, que enfocó su linterna sobre la piedra y la examinó minuciosamente. Era una gota de luz helada en el extremo de un cordel. Luego rascó el diamante en la superficie de cristal de la lámpara. Chirrió y dejó una señal. Shagata asintió, sudoroso.

—Muy bien —se volvió a Marlowe—. Seguro que es un diamante. —Sacó un compás y midió el tamaño de la piedra. Volvió a asentir. . —Desde luego, es de cuatro quilates. Rey sacudió la cabeza. —Conforme, Peter, espere con Townsend.

Marlowe se levantó, hizo una seña a Townsend y juntos se encaminaron fuera del toldo y esperaron en la oscuridad. Alrededor de ellos habían cientos de ojos a la expectativa.

—¡Maldito infierno! —gimió Townsend—. Me arrepiento de haber conseguido la piedra. El esfuerzo me está matando, se lo juro. —Sus dedos jugaron con el cordel y la joya, asegurándose por millonésima vez que se hallaba alrededor de su cuello. —Gracias a Dios que ésta es la última noche.

Rey contemplaba con creciente excitación a Shagata que abría su cartuchera y sacaba un fajo de billetes de quince centímetros, de su camisa sacó otro de cinco centímetros, y otro más de sus bolsillos laterales hasta que formó dos montones de billetes de quince centímetros cada uno. Rey inició el recuento. Shagata hizo una nerviosa inclinación. Cuando se halló otra vez en el sendero se sintió más seguro. Se ajustó el fusil, y estuvo a punto de derribar a Grey, que avanzaba rápidamente.

Grey le maldijo y siguió adelante sin aminorar su marcha, ignorando el torrente de insultos del guardián. Esta vez Shagala no corrió detrás del preboste como debiera de haber hecho para golpearle entre palabras corteses, pues sentíase agradecido de estar fuera y regresar de nuevo a su puesto.

—Polis —susurró Max desde fuera de la colgadura. Rey recogió los billetes, salió fuera y dijo a Townsend mientras corría:

—Me escondo. Dígale a Timsen que tengo el dinero, y que pagaré hoy cuando se evapore el calor.

Townsend desapareció.

—Vamos, Peter.

Rey se dirigía hacia la trinchera situada bajo el barracón cuando Grey doblaba la esquina.

—¡Quédense donde están! —ordenó el preboste.

—¡Sí, señor! —gritó Max desde las sombras y se puso en el camino con Tex detrás de él, cubriendo a Rey y a Marlowe.

—¡Ustedes dos no!

Grey intentó empujarles y pasar.

—Usted ha ordenado que nos detuviéramos —dijo Max, volviendo a interponerse tranquilamente en el camino de Grey.

Éste, furioso, lo apartó, saltó a la trinchera y corrió por debajo del barracón en persecución de los fugitivos.

Rey y Marlowe ya habían salido al otro lado. Un nuevo grupo se cruzó ante Grey, mientras corría tras ellos.

Grey los descubrió junto al muro de la cárcel y tocó su pito, alertando al agente estacionado allí. Éste salió de su escondite e interceptó el camino desde la pared de la cárcel a la alambrada.

—Por aquí —dijo Rey mientras saltaba por la ventana del barracón de Timsen.

Ninguno de los hombres que había allí les prestó atención, si bien muchos vieron el bulto de la camisa de Rey.

Atravesaron el barracón y salieron por la puerta. Otro grupo de australianos hizo acto de presencia y cubrió la retirada mientras Grey jadeaba subiendo la ventana y viéndoles fugazmente. Corrió a través del barracón. Los australianos tenían bloqueada la salida.

Grey gritó bruscamente:

—¿Por dónde se fueron? ¡Vamos! ¿Por dónde?

Le respondió un coro de: «¿Quién? ¿Quiénes, señor?»

Grey los empujó y salió fuera.

—Todo el mundo en su puesto, señor —dijo un agente que corrió hasta él.

—Bien. No pueden ir muy lejos. Y no se atreverán a deshacerse del dinero. Les cercaremos. Avise a los demás.

Rey y Marlowe se dirigieron al extremo norte de la cárcel.

—¡Maldita sea! —exclamó Rey.

Donde debía de haber un grupo australiano de interferencia, se encontraban cinco agentes de la policía militar.

—¿Y ahora, qué?

—Tendremos que retroceder. Vamos.

Rey pensó rápidamente y se preguntó: «¿Qué diablos ha ido mal?» De repente, lo averiguó. Cuatro hombres bloquearon su huida, con el rostro cubierto con pañuelos y estacas en sus manos.

—Será mejor que entregue el dinero, amigo, si no quiere salir perjudicado.

Rey simuló primero, y, luego, cargó, con Marlowe a su lado. Cayó sobre un hombre y pateó a otro en la ingle. Marlowe descargó un puñetazo, seguido de un chillido por el dolor de su brazo y arrancó el palo de las manos del hombre. El otro emboscado salió huyendo y fue tragado por la noche.

—¡Por Júpiter! —jadeó Rey—. Salgamos de aquí.

Sabían que otros estaban al acecho y temieron un nuevo ataque en cualquier momento. Rey patinó al detenerse.

—¡Mire! ¡Viene Grey!

Dieron media vuelta y se deslizaron junto a un barracón, escondiéndose debajo de él.

Inmediatamente se produjeron ruidos de carrera y retazos de biosos murmullos.

—Se fueron por allá. Dadles alcance antes de que lo hagan los malditos policías.

—Todo el campo está detrás de nosotros —dijo Rey.

—Dejemos el dinero aquí —propuso Marlowe deshecho—. Podemos enterrarlo.

—Es muy arriesgado. Lo encontrarían en seguida. ¡Maldita sea, si todo iba bien! Pero ese bastardo de Timsen nos ha fallado. —Rey se limpió la suciedad y el sudor que perlaba su rostro—. ¿Preparado?

—¿Hacia dónde?

Rey no contestó. Simplemente se arrastró en silencio por debajo del barracón y corrió entre las sombras. Marlowe le siguió de cerca. Saltaron al profundo foso de la torrentera junto a la alambrada y continuaron por él hasta llegar casi frente al barracón norteamericano. Se detuvieron y se apoyaron contra la pared del foso, faltos ya de aliento. Alrededor y encima de ellos se percibía un sordo griterío.

—¿Qué pasa?

—Rey ha huido con Marlowe..., llevan encima un montón de miles de dólares.

—¡Infiernos! De prisa, quizá podamos capturarles.

—Vamos.

—Conseguiremos el dinero.

Grey recibía informes, lo mismo que Smedly-Taylor y también Timsen. Pero los informes eran confusos. Timsen maldecía e incitaba a sus hombres a que los encontraran antes que Grey o Smedly-Taylor. —¡Consigan el dinero!

Las huestes de Smedly-Taylor, igualmente confundidos, vigilaban a los australianos de Timsen. ¿Por dónde se fueron? ¿Dónde buscarles? Grey esperaba también, seguro de que las salidas se hallaban bloqueadas. Era sólo cuestión de tiempo. Su investigación sería al fin fructífera. Grey confiaba en cogerlos, entonces sí que se apoderaría del dinero.

No era presumible que se desprendieran de él. Al menos, en aquellos momentos pues era una cantidad muy elevada El preboste ignoraba la presencia de los hombres de Smedly-Taylor y de los australianos de Timsen.

—Mire —dijo Marlowe, que, cauteloso, asomó la cabeza para escrutar la oscuridad.

Los ojos de Rey se entrecerraron, buscando. Entonces vio a los agentes a cincuenta metros de ellos. No obstante, eran muchos más los fantasmas que buscaban precipitadamente.

—Estamos listos —dijo frenético.

Se volvió hacia la alambrada y miró por encima de ella. La jungla aparecía oscura. Seguro que estaba poblada de centinelas. Bien, se dijo. El último plan. El definitivo.

—En marcha —ordenó mientras colocaba todo el dinero en los bolsillos de Marlowe—. Le cubriré, Cruce la alambrada. Es nuestra única oportunidad.

—¡Demonios! Yo no hago eso. El centinela me localizará.

—¡Vamos, es nuestra única posibilidad!

—No lo haré.

—Cuando haya cruzado, entiérrelo y regrese por el mismo camino. Le cubriré. ¡Maldita sea! Tiene que ir.

—Me matarán. No están ni siquiera a cincuenta pies. Hemos de rendirnos.

Miró salvajemente a su alrededor, buscando otra ruta de escape, y con el repentino movimiento se golpeó el brazo herido contra la pared de la zanja, y gimió, agónico.

—Usted salve el dinero, Peter —dijo Rey desesperado— y yo salvaré su brazo.

—¿Cómo lo hará?

—¿Me oyó? Pues, adelante.

—Pero, ¿cómo puede usted...?

—¡Adelante! —interrumpió Rey—. Usted salve la pasta.

Marlowe miró fijamente ios ojos de Rey, luego se deslizó fuera de la trinchera, corrió hacia la alambrada y se arrastró por debajo de ella, esperando en cualquier momento que una bala le diera en la cabeza. Un instante después de haber salido él, Rey saltó fuera de la trinchera y giró hacia el sendero. Tropezó deliberadamente y cayó sobre el polvo con un grito de rabia. El guardián miró por encima de la alambrada y rió fuerte. Cuando volvió sus ojos a la jungla vio una sombra que tal vez no era nada; desde luego, un hombre no.

Marlowe parecía abrazar la tierra al arrastrarse como un animal, sobre la húmeda hierba, conteniendo su respiración mientras se helaba. El guardián se le acercó paso a paso y sus pies estuvieron a dos centímetros y medio de su mano. Luego empezó a separarse, y cuando estuvo a cinco pasos de distancia Marlowe se adentró más en la oscuridad del arbolado, cinco diez, veinte, treinta metros, y, a cuarenta, se consideró a salvo. Su corazón parecía que se calmaba, pero tuvo que detenerse para respirar y por el dolor de su brazo, aquel brazo que no dejaría de ser suyo. Si Rey lo decía...

Marlowe quedó tendido sobre la hierba y oró suplicante por su vida, porque no le abandonara su fortaleza y también por Rey.

Éste respiró al ver que Marlowe había penetrado en la jungla. Se levantó y empezó a sacudirse el polvo. Grey y uno de sus policías aparecieron de pronto a su lado.

—Quédese donde está.

—¿Quién? ¿yo? —Rey simuló escudriñar la oscuridad para reconocer a Grey— ¡Oh, es usted! Buenas noches, capitán Grey —Se zafó de la mano del agente que le sujetaba por un brazo—. ¡Quite su mano!

—Está usted arrestado —dijo Grey, cubierto de sudor y suciedad por la persecución.

—¿Por qué, capitán?

—Regístrelo, sargento.

Rey, tranquilo, no se opuso. No teniendo el dinero, Grey carecía de motivo para obrar contra él.

—No lleva nada, señor.

—Registre el foso. —Se volvió a Rey—. ¿Dónde está Marlowe?

—¿Quién? —preguntó suavemente.

—¡Marlowe! —chilló Grey.

Aquel cerdo no llevaba el dinero y Marlowe había desaparecido.

—Puede que esté dando un paseo, señor.

Rey se mostró cortés, mientras su mente se centraba en el peligro que le rodeaba, pues intuyó que aún no había pasado del todo, ya que desde las sombras de la pared de la cárcel un grupo de fantasmas le observó un momento antes de desaparecer.

—¿Dónde puso el dinero? —preguntaba Grey.

—¿Qué dinero?

—El dinero de la venta del diamante.

—¿Qué diamante, señor?

Grey admitió su momentánea derrota. Ésta sería total a menos que encontrar a Marlowe con el dinero encima. «Conforme, bastardo —pensó enfurecido—. Te suelto, pero te vigilaré y tú me llevarás hasta Marlowe.»

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