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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (39 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Sean, Frank y los miles de ojos se fundieron en una misma pasión que sojuzgó a los actores y a los espectadores. Cuando la cortina se corrió después del último acto, el silencio no fue roto. Los espectadores parecían hechizados.

—¡Dios mío! —exclamó Rodrick, alelado—. Ése es el mayor cumplido que jamás pudieron hacernos. Y los dos os lo merecéis, estuvisteis inspirados; ciertamente inspirados.

La cortina fue abierta de nuevo, y los vítores obligaron a saludar diez veces. Finalmente, Sean se quedó solo bebiendo la adoración que insuflaba nueva vida a un ser.

Rodrick y Frank salieron a última hora para compartir el triunfo con la «hermosa muchacha» que era el orgullo y Némesis de ellos.

Los asistentes abandonaron quedamente la sala. Cada hombre, concentrado en su propio dolor, pensaba en su hogar, en «ella». ¿Qué hacía «ella» en aquel preciso momento?

Larkin resultó el más afectado. ¿Por qué demonios le pusieron Betty? ¿Por qué? ¿Y mi Betty? ¿Estará ahora en los brazos de otro?»

Mac lloró de temor por Mem. ¿Se hundió el barco? ¿Estaría viva? ¿Vivía su hijo Y Mem..., ¿qué hacía en aquel momento? ¡Hacía tanto tiempo, Dios santo!

Peter pensó con N'ai la incomparable. Su amor, su amor...

Y todos sufrían el mismo fenómeno.

También Rey se preguntaba con quién estaría ella. Si bien era solo un amor de adolescente. La recordó tapándose la nariz con un pañuelo perfumado mientras le decía que la paja podrida olía mejor que los negros.

La risa de Rey fue sardónica. Su mente volvió a cosas más importantes. Las luces del teatro se apagaron. Quedó vacío, excepto el camerino.

CUARTA PARTE
XIX

Rey y Marlowe aguardaban llenos de ansiedad. Shagata hacía mucho que debiera haber llegado.

—Qué noche más insoportable —dijo Rey irritado—. Estoy sudando como un cerdo.

Se hallaban sentados en el barracón norteamericano, y Marlowe contemplaba cómo hacía solitarios. Se notaba la tensión en el aire sofocante de aquella noche sin luna. Incluso dejaron de rascarse en el interior de los barracones.

—Supongo que vendrá —dijo Peter Marlowe.

—Deseo saber qué diablos ha sucedido con Cheng San. Lo menos que hubiera podido hacer el hijo de perra es mandarnos aviso.

Rey miró por milésima vez hacia la alambrada a través de la ventana, deseoso de ver una seña de los guerrilleros, si es que estaban allí. ¡Debían de estar! Pero no vio ningún movimiento o señal. La jungla, como el campo, aparecía quieta. Marlowe dio un respingo mientras flexionaba los dedos de su mano izquierda y movía el dolorido brazo hacia una posición más cómoda.

Rey se volvió a mirarle.

—¿Cómo va eso?

—Duele como un demonio, viejo.

—Tendría que ir a que se lo mirasen.

—Tengo concertada visita para mañana.

—Piojosa suerte.

—Los accidentes no se pueden evitar.

Le había sucedido dos días antes, en una partida de trabajo. AI esforzarse en unión de otros veinte sudorosos compañeros cuando arrastraban un tronco cortado hacia un remolque, sus manos resbalaron y su brazo quedó cogido entre el tronco y el remolque. Sintió las aristas, que duras como el hierro, penetraban en el músculo de su brazo, y el peso del tronco que casi le aplastaba los huesos. Entonces gritó lastimeramente.

Los demás necesitaron varios minutos para levantar el tronco, liberar su brazo y tenderle en el suelo, con la sangre brotando de la herida. Tenía una longitud de quince centímetros y cinco de profundidad en algunas partes. Le sacaron trozos de astilla y vertieron agua en la herida y después de limpiarla le hicieron un torniquete. Luego de subir trabajosamente el tronco al remolque, regresaron a Changi, con Marlowe junto al remolque, mareado y lleno de náuseas.

El doctor Kennedy examinó la herida y la empapó de iodina mientras Steven prestaba su ayuda a un Marlowe traspasado de dolor. El doctor le puso ungüento de zinc sobre una parte de la herida y grasa en el resto para evitar que la sangre se mezclara con el ungüento. Finalmente, le vendó el brazo.

—Tiene usted una condenada suerte, Martowe —le dijo—. No hay ningún hueso roto y los músculos están bien. Sólo hay carne herida. Venga dentro de un par de días, y volveremos a mirarlo.

Rey levantó la vista de los naipes cuando Max penetró precipitadamente en el barracón.

—Jaleo —dijo con voz baja y forzada—. Grey acaba de salir del hospital y se encamina hacia aquí.

—Manténgase en su cola, Max. Mejor que mande a Dino.

—Conforme —Max salió corriendo.

—¿Qué opina, Peter?

—Si Grey está fuera del hospital, es porque sabe algo.

—Lo sabe. Seguro.

—¿Cómo?

—Hay un chivato en el barracón.

—¿Está seguro?

—Sí. Y sé quién es.

Rey puso un cuatro negro sobre un cinco rojo y el cinco rojo sobre un seis negro, y sacó otro as.

—¿Quién es?

—No se lo digo, Peter —Rey sonrió forzadamente—. Mejor que no lo sepa. Sé que Grey tiene un hombre aquí.

—¿Qué hará usted, pues?

—Nada. Quizá más tarde sirva de alimento a las ratas. —Luego sonrió y cambió el tema—. La granja ha sido una condenada idea, ¿no le parece?

Peter Marlowe se preguntó qué haría él de saber quién era. Yoshima contaba también con otro en algún lugar del campo. El que provocó la detención de Daven, y que aún no había sido descubierto. Seguro que estaría entregado de lleno a averiguar el paradero de la radio embotellada. Pensó que Rey era prudente al ocultar el nombre, así no habría fuga. Por eso no mostró resentimiento. No obstante, hizo un balance de posibilidades.

—¿Cree de verdad que la carne será buena? —preguntó.

—¡Infiernos! ¡Qué sé yo! La idea en sí es enfermiza cuando se piensa en ello. Pero, el negocio es el negocio.

Marlowe sonrió y olvidó el dolor de su brazo.

—Recuérdelo. La primera anca para mí.

—¿Para alguien que conoce?

—No.

Rey rió.

—¿No se la dará a un compañero?

—Se lo diré después.

—Cuando llege el momento, recuerde que la carne es carne, y la comida es comida. Y si no, piense en el perro.

—Hace unos días vi a Hawkins.

—¿Qué sucedió?

—Nada. En realidad preferí callar y él tampoco tenía deseos de hablar.,

—Aquel tipo vive en las nubes. Bien, lo pasado, pasado está.

Intranquilo tiró las cartas sobre la mesa y añadió:

—Me gustaría que Shagata estuviera aquí.

Tex se asomó por la ventana.

—¡Hola!

—¿Está?

—Timsen dice que al propietario le está invadiendo el pánico. ¿Cuánto rato tiene que esperar?

—Iré a verle —Rey se deslizó por la ventana y susurró—: Vigile la tienda, Peter. No tardaré.

—Conforme.

Recogió las cartas y empezó a barajarlas, estremeciéndose a medida que el dolor le aumentaba o decrecía.

Rey se mantuvo en las sombras, intuyendo muchos ojos sobre él. Algunos eran los de sus guardianes, pero otros eran ajenos y hostiles. Cuando halló a Timsen, el australiano se hallaba empapado de sudor.

—Hola, compañero. No puede quedarse aquí para siempre.

—¿Dónde está?

—Cuando llegue su enlace lo sacaré. Ése es el trato. No está lejos.

—Pues mejor que no lo pierda de vista. ¿No querrá usted que se derrumbe, verdad?

Timsen chupó su «Kooa», luego lo pasó a Rey.

—Gracias —Rey señaló con la cabeza hacia el muro de la prisión situado en el Este—. ¿Sabe de ellos?

—Naturalmente —rió el australiano—. Voy a decirle otra cosa. Grey viene hacia aquí en este mismo momento. Toda el área está infectada de policías emboscados. Sé de una pandilla de australianos y de otra más que han olfateado la transacción. Pero mis compañeros tienen el área marcada. Tan pronto tengamos el dinero, usted recibe el diamante.

—Concederemos al guardián otros diez minutos. Si no llega, entonces haremos nuevos planes. Mejor dicho, el mismo plan con detalles distintos.

—Conforme, amigo. Le veré mañana después del desayuno.

—Esperemos que sea esta noche.

Pero no fue aquella noche. Shagata no llegó y Rey canceló la operación.

Al día siguiente Marlowe se unió a los hombres que aguardaban fuera del hospital. Era después de comer, y el sol atormentaba el aire, la tierrra y a los seres que vivían en ella. Incluso las moscas parecían sonámbulas. Encontró un recuadro de sombra, se acuclilló pesadamente en el suelo y se dispuso a esperar. El dolor de su brazo se había acentuado. Era oscuro cuando llegó su turno.

El doctor Kennedy le saludó brevemente y le indicó que se sentara.

—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó ausente.

—No muy bien.

El médico se inclinó y tocó el vendaje. Marlowe chilló.

—¿Qué diablos le pasa? —dijo molesto—. Apenas le toqué, ¡caramba!

—No lo sé. El roce más ligero me duele atrozmente.

El doctor le colocó el termómetro en la boca, puso el metrónomo en marcha y tomó su pulso. Anormal. El pulso alcanzaba noventa. Malo. Temperatura anormal, malo también. Levantó el brazo y deshizo el vendaje. Tenía un claro olor ratonil. Malo.

—Bueno —dijo—. Voy a quitarle el vendaje. Tenga.

Dio a Marlowe un pedacito de goma de neumático que sacó de un líquido esterilizante con unas pinzas quirúrgicas.

—Muerda eso. Le ayudará a sentir menos el dolor.

Esperó hasta que Marlowe se puso la goma entre sus dientes, y, luego, tan suavemente como pudo, empezó a desenrollar el vendaje. Pero estaba pegado a la herida. La única cosa era tirar de él y no era tan hábil como debiera y como había sido.

Marlowe sabía lo que es el dolor. Y cuando uno conoce íntimamente una cosa y el efecto, si tiene valor le resulta más soportable. De hecho, se convierte en algo controlable. A veces, incluso, es bueno.

Pero el dolor que sufría en aquel momento iba más allá de la agonía.

—¡Oh, Señor! —gimió a través del pedazo de goma, saltándosele las lágrimas.

—Ahora mismo acabo —dijo el doctor Kennedy, sabiendo que no era cierto. Pero no le era factible remediar la situación. Al menos, no allí. El paciente necesitaba morfina, cualquier necio sabía eso. Ahora bien, él no la tenía—. Veamos eso.

Estudió atentamente la herida abierta. Aparecía hinchada, con manchas amarillas y otras de color púrpura. Descubrió la presencia de mucosa.

—Hum —murmuró especulativo, y se echó hacia atrás y jugó con sus dedos buscando una aguja.

—Bueno —dijo al fin—. Tenemos tres alternativas.

Se levantó y comenzó a pasear, con los hombros caídos. Luego habló de modo ausente, como si estuviera pronunciando una conferencia:

—La herida tiene ahora nuevas características. Miositis clostidrial. Para hacerlo más comprensible, diremos que es gangrenosa. Puedo dejar la herida abierta y extirpar el tejido infectado, si bien no creo que dé resultado, pues la infección es profunda. Por lo tanto tendría que quitar parte de los músculos del antebrazo y entonces se inutiliza la mano. La mejor solución es... amputar.

—¿Qué?

—Desde luego. —El doctor Kennedy no hablaba a su paciente, seguía pronunciando su conferencia en la clase esterilizada de su mente—. Propongo una amputación de guillotina alta. Inmediatamente. Así quizá podamos salvar la juntura del codo.

Marlowe estalló desesperado:

—¡Es simplemente una herida! No hay nada de malo en ella, sólo la carne herida.

El temor que acusaba su voz volvió a la realidad al doctor Kennedy, que miró un momento el rostro blanco del paciente.

—«Es» una herida en la carne, pero muy profunda. Y tiene usted toxanemia. Vea muchacho, es muy sencillo. Si tuviera un suero se lo daría, pero no lo tengo. Si tuviera sulfamidas, se las aplicaría en la herida, pero no las tengo. Lo único que puedo hacer es amputar.

—¡Usted ha perdido la razón! —le gritó Marlowe—. Habla de amputarme el brazo cuando simplemente tengo una herida!

La mano del médico se deslizó como una serpiente y Marlowe chilló cuando los dedos sujetaron su brazo mucho más arriba de la herida.

—¡Vea usted! Eso no es «simplemente» una herida en la carne. Tiene usted toxanemia y se le extenderá por todo el brazo y su sistema. Si quiere vivir, tenemos que cortar. Por lo menos salvaré su vida.

—¡Usted no me corta el brazo!

—Como usted quiera. Eso, eso... o... —el médico parecía preocupado—. Supongo que es privilegio de usted elegir la muerte. Desde luego, no le culpo de ello. Pero, por favor, muchacho, ¿no comprende lo que intento decirle? Usted «morirá» si yo no amputo.

—¡Usted no me tocará! —los labios de Marlowe estaban separados de sus dientes y su ánimo dispuesto a matar al médico si volvía a tocarle—. ¡Está usted loco! —gritó.

—Bien. No me crea. Lo consultaremos con otro médico.

Kennedy llamó a otro galeno, que confirmó el diagnóstico, y Marlowe supo que la pesadilla no era un sueño. Tenía gangrena ¡Dios santo! El temor quebrantó su fuerza. Escuchó aterrado. Le explicaron que la gangrena era causada por los bacilos que se multiplicaban velozmente en su brazo, engendrando la muerte desde aquel mismo instante. Su brazo era un miembro canceroso. Tenía que ser cortado, y, precisamente, por el codo. Y pronto, de lo contrario, se verían obligados a amputar todo el brazo. Además la operación no sería dolorosa, pues contaban con mucho éter..., no era como en los viejos tiempos.

Marlowe salió del hospital con el brazo en su sitio, sujeto con un vendaje limpio y empollando bacilos. Dijo a los médicos que se lo pensaría. Pero, ¿qué tenía que pensar?

Se encontró en el barracón norteamericano, donde Rey estaba solo, dispuesto para la llegada de Shagata, si acudía aquella noche.

—¡Jesús! ¿Qué le sucede, Peter?

Rey escuchó, creciendo su congoja a medida que se desarrollaba la historia.

—¡Cristo!

Miró el brazo que descansaba sobre la mesa.

—Le juro que prefiero morir a ser un mutilado. Lo juro —dijo Marlowe mirando patéticamente y sin fingir a Rey mientras sus ojos desorbitados gritaban: «¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme! ¡Por amor de Dios, ayúdeme!»

Y Rey pensó: «¡Vaca sagrada! Si yo fuera Peter, y eso fuera mi brazo... ¿Y el diamante? Necesito que Peter me ayude, tiene que...»

—Eh —susurró Max apremiante desde el umbral—. Shagata llega.

—Conforme, Max. ¿Y Grey?

—Está junto a la pared. Timsen lo sabe ya. Lo cubren sus australianos.

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