Rey de las ratas (36 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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El sargento, cansado, informó a Marlowe.

—Están todos tan ocupados como jamás lo han estado.

—Bien. No tardaremos mucho ahora.

—Señor. ¿Quiere usted..., quiere usted hacer algo..., por mí?

—¿Qué?

—Bueno, es algo particular. Como usted tiene... bueno. —Se limpió la boca con el saco. Era una oportunidad demasiado buena para perderla—. Mire esto. —Sacó una pluma estilográfica—. ¿Por qué no prueba a ver si el nipón la compra?

—¿Quiere decir que yo la venda por usted? —Marlowe le miraba fijamente.

—Sí, señor. Es... bueno... yo creo que siendo amigo de Rey, usted sabrá cómo va eso.

—Está prohibido vender a los guardianes. Es orden nuestra y también de ellos.

—Ayúdeme, señor. Puede confiar en mí. Bueno, usted y Rey...

—¿Qué pasa conmigo y Rey?

—Nada, señor —dijo cauteloso el sargento, y pensó: «¿Qué le pasa a éste? ¿A quién intenta engañar?», y continuó—: Pensé que podía ayudarme, y también a mi grupo, naturalmente.

Marlowe miró al sargento y la pluma y se preguntó el porqué de su enojo. En realidad, él «había» vendido para Rey, o, por lo menos, intervenido en sus transacciones. Y, en verdad, era amigo suyo. Claro que no había nada de malo en ello. De no mediar el respeto y consideración a Rey no estarían en la zona de los cocoteros. Por lo tanto, le beneficiaba mantener la reputación de su amigo.

—¿Qué quiere por ella?

El sargento sonrió:

—Bueno, no es una «Parker», pero tiene plumilla de oro —desenroscó el capuchón—, y creo que puede valer algo. Vea usted mismo lo que él está dispuesto a dar.

—Él querrá saber lo que usted desea por ella. Yo le pondré precio, pero usted diga cuánto quiere.

—Si pudiera conseguirme sesenta y cinco dólares, sería feliz.

—¿Vale tanto?

—Creo que sí.

La plumilla era de oro, catorce quilates, y, según parecía, auténtica. Desde luego, no era como la otra.

—¿Dónde la consiguió?

—Es mía, señor. La guardé para un día de lluvia, y, ahora, llueve torrencialmente.

Marlowe asintió comprensivo.

—Bueno, veré qué puedo hacer. Vigile a los hombres y recuerde que debe mantenerse la vigilancia.

—No se preocupe, señor. Impediré que tengan tiempo de parpadear.

Marlowe encontró a Torusimi apoyado contra un árbol.


Tabe.


Tabe.

Torusimi miró su reloj y bostezó.

—Dentro de una hora podremos marcharnos. No es tiempo aún. —Se quitó la gorra y se enjugó el sudor de la cara y cuello—. ¡Este maldito calor y esta pestilente isla!

—Sí.

Marlowe intentó que sus palabras parecieran importantes, como si fuera Rey quien hablara y no él.

—Uno de los hombres tiene una pluma y desea venderla. Se me ocurrió que tú, como amigo, pudieras estar interesado en comprarla.


¡Astaghfaru'llag!
¿Es una «Parker»?

—No —Marlowe sacó la pluma, desenroscó el capuchón, y mostró la plumilla de modo que reflejará el sol—. Pero tiene plumilla de oro.

Torusimi la examinó. Parecía decepcionado porque no era una «Parker»; claro que eso hubiera sido esperar demasiado. Ciertamente, una «Parker» no se la ofrecerían en el aeropuerto. En todo caso la operación se habría hecho a través de Rey.

—No vale mucho.

—Si no te interesa...

Peter Marlowe volvió la pluma a su bolsillo.

—Puede interesarme. Quizá nos ayude a pasar la hora si discutimos semejante artículo sin valor. —Se encogió de hombros—. Sólo vale unos sesenta y cinco dólares.

Marlowe se sorprendió de que la primera oferta fuera tan alta. El sargento no tenía ni idea de su valor. ¡Por Dios!, merecía la pena saber su verdadero valor. Una vez sentados discutieron sobre ello. Torusimi se enfadó, y él se mantuvo firme. Finalmente fijaron el precio en ciento veinte dólares y un paquete de «Kooas».

Torusimi se puso de pie y volvió a bostezar.

—Es hora de marcharse. —Sonrió—. Rey es un buen maestro. Cuando le vea le diré cómo tú te has aprovechado de mi amistad consiguiendo un precio tan alto. —Sacudió la cabeza simulando disgusto—. ¡Demasiado dinero por una miserable pluma! Seguro que Rey se reirá de mí. Dile, te lo ruego, que estaré de guardia durante siete días desde hoy. Quizá pueda encontrarme un reloj. ¡Qué sea bueno esta vez!

Marlowe quedó satisfecho después de realizar felizmente su primera venta por un precio que consideraba justo. Pero esto le puso en un brete. Dar todo el dinero al sargento, iba contra los intereses de Rey, pues arruinaría su estructura comercial tan hábilmente construida. Y seguro que Torusimi le hablaría de la pluma y del precio. Ahora bien, si pagaba al sargento lo estipulado por él mismo y se quedaba con el resto, ¿le engañaba? o, simplemente ¿era un buen «negocio»? Él valoró la pluma en sesenta y cinco dólares, y eso debía de obtener. Además, Rey le daba a ganar muchísimo dinero.

Deseó no haber iniciado el estúpido negocio. El problema moral que aquello le planteaba se le antojó una trampa. «Una preocupación más para ti, Peter, si tienes conciencia de tu propia honradez. Si hubieras dicho no al sargento, ahora no te encontrarías en el atolladero. ¿Qué hacer? Cualquier cosa que haga estará mal hecha.»

Caminó lentamente, pensativo. El sargento ya había formado a los hombres y miraba expectante a Peter.

—Están todos a punto, señor. He comprobado las herramientas —bajó la voz—. ¿La compró?

—Sí.

Marlowe se decidió. Puso la mano en el bolsillo y dio al sargento un fajo de billetes.

—Ahí tiene. Sesenta y cinco dólares.

—Señor, es usted un condenado comerciante. —Apartó un billete de cinco dólares y se lo ofreció—. Le debo un dólar y medio.

—No me debe nada.

—El diez por ciento es suyo. Eso es legal y me siento muy feliz de pagárselo. Le daré el dólar y medio en cuanto haya cambiado.

Marlowe rechazó el billete.

—No —dijo sintiéndose repentinamente culpable—. Guárdelo.

—Insisto.

El sargento puso otra vez el billete en su mano.

—Comprenda, yo no...

—Está bien. Pero al menos acepte los cinco. Lo sentiría mucho, señor, si no los acepta. Muchísimo. No puedo agradecérselo bastante.

Mientras caminaban de regreso al campo de aviación, Marlowe permaneció silencioso. Sentíase deshonrado con el monstruoso fajo de billetes en su bolsillo. No obstante, recordaba el mucho dinero que anteriormente le había dado Rey y lo útil que fue para el grupo, pues les permitió comprar extras. Pensó que el sargento se había dirigido a él por considerarle amigo de Rey, y éste, y no el sargento, era su verdadero amigo. La preocupación seguía en su mente cuando regresó al barracón.

—Grey quiere verle, Peter —dijo Ewart,

—¿Para qué?

—No lo sé, chico. Parecía olfatear algo.

La cansada mente de Marlowe se puso en guardia contra un nuevo peligro. Posiblemente algo relacionado con su amigo. Grey, de hecho, significaba jaleo. «Piensa, piensa, Peter. ¿El pueblo? ¿El reloj? ¿El diamante? ¿La pluma? No, la pluma es imposible, aún no puede saberlo. Iré a ver a Rey. Quizá no sepa nada. Pero verle es peligroso. Pudiera ser que Grey se lo haya dicho a Ewart para forzarme a un error. Él sabía que me encontraba en un equipo de trabajo.»

En realidad no estaba obligado a ir como una oveja al matadero sin antes haberse duchado y dar un paseo. Después se acercaría al barracón del preboste.

Se fue a la ducha. Johnny Hawkins estaba debajo de uno de los chorros.

—Hola, Peter —le saludó.

Otra sensación de culpabilidad embargó a Marlowe.

—Hola, Johnny. Lo sentí mucho.

—No quiero hablar de ello —Hawkins parecía enfermo—. Le agradeceré que no me lo mencione más.

«¿Sabrá —se pregunló trastornado— que participé en el banquete? No puede saberlo, seguro. De otro modo habría intentado matarme. En su lugar, yo lo haría. ¿O no lo haría? ¡Dios mío! ¡A qué estado hemos llegado! Todo lo que parece malo es bueno, y, viceversa. Es demasiado para comprenderlo. Demasiado. ¡Estúpido mundo! ¿Y los sesenta dólares y el paquete de "Kooas" que he ganado? ¿Es un robo, es un beneficio... qué es? ¿Los devuelvo? Eso sería un error.»

—¡Marlowe!

Dio media vuelta y se encontró con un Grey malévolo al lado de la ducha.

—¡Le han advertido que se presentase a mí en cuanto regresara!

—Sólo me han dicho que usted deseaba verme. Después de ducharme pensaba visitarle.

—Di orden de que se presentase a mí inmediatamente. —El rostro de Grey mostraba una leve sonrisa—. Pero no importa. Queda usted arrestado.

El silencio se produjo automáticamente en las duchas. Todos los oficiales miraron atentos.

—¿Por qué?

Grey, gozoso, dijo con énfasis:

—Por desobedecer órdenes.

—¿Qué órdenes?

—Lo sabe usted tan bien como yo.

Su conciencia culpable acusó el golpe.

—Tiene usted que presentarse al coronel Smedly-Taylor después de cenar. ¡Y vista como un oficial, no como un condenado chino!

Marlowe salió de la ducha, se vistió el
sarong
e hizo un nudo diestro, consciente de las miradas curiosos de los otros oficiales.

Su mente se convirtió en un torbellino, impelida por el deseo de intuir la causa. No obstante, ocultó su angustia. ¿Por qué dar a Grey semejante satisfacción?

—Realmente es usted un mal educado. ¡Vaya fastidio!

—Hoy he aprendido mucho sobre la buena crianza, ¡condenado cerdo! Celebro no pertenecer a su sucia clase, ¡podrido rufián! Todos son iguales: embusteros, ladrones...

—Por última vez, Grey, cierre la boca, o, ¡por Júpiter! que se la cierro yo.

Grey intentó dominar su deseo de arrojarse contra él allí mismo. Podía golpearle. Claro que podía hacerlo, incluso, pese a la disentería.

—Si alguna vez salimos vivos de este infierno, le buscaré. Será lo primero que haga.

—Sentiré un gran placer. Pero, mientras tanto, si repite sus insultos, le golpearé —Marlowe se volvió a los otros oficiales—. Todos me han oído. Queda advertido. No voy a permitir que me insulte un trasto de clase inferior como éste. —Se volvió a Grey—. Ahora apártese de mí.

—¿Cómo puedo hacerlo cuando es un transgresor de la ley?

—¿Qué ley?

—Preséntese al coronel Smedly-Taylor después de cenar. Y otra cosa. Queda arrestado en el barracón hasta el momento de presentarse.

Grey salió de la ducha con la mayor parte de su exultación diluida. Resultaba estúpido insultar a Marlowe. Estúpido, cuando no había necesidad.

XVIII

Peter Marlowe llegó al
bungalow
de Smedly-Taylor y vio a Grey que estaba allí.

—Anunciaré al coronel que ha llegado usted.

—Es usted muy amable.

Marlowe se sentía incómodo. El gorro de pico de la Fuerza Aérea y la rasgada, aunque limpia camisa le producían irritación. Los
sarongs
eran mucho más cómodos. El
sarong
le hizo pensar en el día siguiente, señalado para la entrega del dinero a cuenta del diamante. Y, tres fechas después, el poblado. Entonces vería a Sulina...

«Eres un loco al pensar en ella. Ejercita tu ingenio que vas a necesitarlo para otra cosa», se dijo.

—Conforme, Marlowe,
Tenshun
—ordenó Grey.

El joven adoptó un porte marcial y se dirigió al interior del
bungalow.
Al pasar por delante de Grey, susurró:

—Apártese, burro.

El insulto le produjo cierto desahogo. Inmediatamente después se vio ante el coronel. Saludó militarmente, y fijó sus ojos en los de su superior.

Sentado detrás de su improvisado escritorio, con la gorra puesta y el bastón de mando sobre la mesa, Smedly-Taylor miró escrutadoramente a Marlowe y correspondió a su saludo. De hecho sentíase orgulloso artífice de la disciplina en el campo. Allí todo se desenvolvía como en cualquier otra unidad del Ejército, es decir, según el reglamento.

Smedly-Taylor sopesó al joven teniente que tenía delante firme y erguido. «Conforme —se dijo—, es un tanto a su favor.» Guardó silencio un rato, según su costumbre, y, al fin, dijo:

—Bien, teniente Marlowe. ¿Qué tiene usted que alegar?

—Nada, señor. No sé de qué se me acusa.

El coronel Smedly-Taylor, sorprendido, miró a Grey, luego frunció el ceño a Marlowe.

—Quizá vulnera usted tanto el reglamento que tiene dificultad en recordarlo. Usted fue a la prisión ayer, y eso contraviene lo ordenado. No llevaba el brazalete, que, igualmente, es una infracción.

Marlowe se sintió aliviado Se trataba sólo de la cárcel. Pero, ¿y la comida?

—Bien —apremió el coronel—. ¿Fue usted, o no?

—Sí, señor.

—¿A qué fue usted a la cárcel?

—Simplemente a visitar a algunos hombres.

El coronel esperó callado, luego repitió:

—Simplemente a visitar a algunos hombres.

Marlowe no respondió. Quedó a la expectativa.

—El norteamericano también fue a la cárcel. ¿Estuvo usted con él?

—Un rato. Ignoro que eso esté prohibido, señor. Pero sí contravine las otras dos órdenes.

—¿Qué hicieron allí?

—Nada, señor.

—¿Admite usted que tiene relaciones delictivas con él, de vez en cuando?

Marlowe se enfureció consigo mismo por no ser cauto al contestar, sabiendo que el coronel era un hombre astuto.

—No, señor.

Sus ojos seguían fijos en los del coronel. No añadió nada más. Recordó que al superior, constituido en autoridad, simplemente se le responde: «Sí, señor. No, señor.» Pero siempre había de ser verdad. Era una regla inviolable que los oficiales respetaban. No obstante, él, pese a su herencia y a cualquier otra formación, estaba diciendo mentiras o medias verdades. ¿Realmente era censurable su proceder? ¿O era así como debía comportarse?

El coronel empezó el juego que había practicado tantas veces, con sus hombres, para caer luego sobre la víctima, si lo consideraba oportuno.

—Marlowe. —Su voz se hizo paternal—. He sido informado de que usted se relaciona con elementos indeseables. Sería inteligente por su parte que considerase su posición como oficial y caballero. Esa asociación... con el norteamericano. Se sabe que «es» un contrabandista, si bien no se ha probado. Pero lo sabemos, y usted también debe de saberlo. Le aconsejo que se desligue de él. Puedo ordenárselo, naturalmente, y, no obstante, me limito a aconsejárselo.

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