Y al mismo tiempo, aún no había podido sacudirse la sensación de presentimiento que lo seguía todavía con más persistencia que la detective.
Ella, por supuesto, se encontraba como a un centenar de metros por detrás de él, con la mirada seria y fija al frente y una nube negra en la cabeza.
A las cinco y cinco, la detective Mercedes Barren llamó a la puerta del despacho del doctor Martin Jeffers. Él la dejó pasar inmediatamente y le indicó una silla en el reducido espacio. Ella tomó asiento, dejó el bolso en el suelo y se colocó un pequeño maletín de cuero sobre las rodillas. Lanzó una mirada rápida en derredor y recorrió las filas de libros, los montones de papel, el débil intento de decorar aquel lugar con dos carteles enmarcados.
«No te dejes engañar por este desorden —pensó—; seguro que es tan organizado como su hermano.»
Jeffers mordisqueó la punta de un lápiz antes de hablar.
—Y bien, detective —dijo por fin—, ha venido usted desde Miami, nada menos, y aún no acabo de entender para qué necesita ver a mi hermano con tanta urgencia.
Ella reflexionó unos momentos.
—Como le dije antes, es un testigo material en la investigación de un asesinato.
—¿Podría explicarme exactamente cómo es eso?
—¿Ha estado hoy en contacto con él?
—No ha respondido a mi pregunta.
—Responda primero a la mía. Doctor, su actitud evasiva en este asunto resulta irritante. Yo soy una detective de la policía que investiga un homicidio. No tengo por qué explicarme para obtener su colaboración. Si es necesario, puedo recurrir a sus superiores.
Aquello era un farol. Ella sabía que él lo sabía.
—Suponga que yo le dijera que adelante.
—Pues lo haría.
Jeffers hizo un gesto de asentimiento.
—Bien, la creo.
La detective Barren se inclinó hacia él.
—¿Ha hablado hoy con él?
—No. —Ambos callaron unos instantes—. Voy a darle una respuesta sincera —prosiguió Jeffers—. Hoy no me he puesto en contacto con él. Y voy a darle otra más: no sé cómo ponerme en contacto con él.
—Eso no me lo creo.
Jeffers se encogió de hombros.
—Puede creerse lo que quiera.
Una vez más guardaron silencio.
—Muy bien —cedió ella al cabo de un momento—. Pienso que su hermano posee información acerca de un asesinato. Ya se lo dije antes. No sé hasta qué punto está involucrado. Por eso quiero hablar con él.
—¿Es un sospechoso?
—¿Por qué lo pregunta?
—Detective Barren, si desea que conteste a sus preguntas, más le vale que usted conteste a una o dos de las mías.
El cerebro de la detective Barren trabajaba a toda velocidad intentando separar las mentiras pequeñas de las grandes y trazar un plan de acción que revelase un poco de la verdad, lo suficiente para ganarse la ayuda del hermano.
—No puedo decirle si lo es o no. Hay una prueba descubierta junto a la escena del crimen que hemos llegado a relacionar con él. Hasta donde yo sé, es posible que él tenga una explicación perfecta para esto. Eso es lo que estoy intentando averiguar.
Martin Jeffers asintió. Estaba procurando deducir si ella le estaba diciendo la verdad al menos en parte. Pensó con ironía que los delincuentes sexuales eran más fáciles.
—¿Qué prueba es ésa?
La detective Barren negó con la cabeza.
—No, doctor…
—Está bien —dijo él—. El crimen es…
—Un asesinato.
—Y usted participa como…
—Soy detective de la policía…
Jeffers sacó una de las fotocopias de la necrológica de Susan y la deslizó sobre la mesa. Su voz sonó rígida y despectiva.
—Odio las mentiras, detective. Todo mi trabajo, todo mi ser, está dedicado a la búsqueda de ciertas verdades fundamentales. Es un insulto a mi inteligencia que usted venga aquí a mentirme.
Creyó haber hablado apropiadamente pomposo y enfadado, y no estaba preparado para la reacción de ella. Esperaba que adoptase una postura polar, o escarmentada o ultrajada. Pero no fue ninguna de las dos cosas.
—¿Que yo lo insulto? —dijo la detective Barren en un tono de voz grave que daba miedo. No aguardó respuesta alguna y se embaló—: ¿Y usted tiene el atrevimiento de largarme un sermón sobre la verdad? Se ha pasado todo el tiempo ahí sentado, tan satisfecho de sí mismo, entreteniéndose en jueguecitos intelectuales y escondiendo a su hermano de… de… de ser interrogado. Muy bien. Primero va a decirme que considera a su hermano incapaz de esto.
Buscó un momento en su maletín y por fin sacó una de las fotografías de la escena del crimen y la puso encima de la mesa.
Él la apartó sin mirarla.
—No intente impresionarme —dijo.
—No intento eso.
Jeffers se dio cuenta de que las palabras de la detective llevaban la energía de los gritos, pero que no había levantado la voz en ningún momento. Tomó la foto y la miró fijamente.
—Lo siento por usted —dijo.
Pero su imaginación se vio arrastrada a un resbaladizo torbellino de pavor. Aquella foto se asemejaba a un grabado de Goya, cada una de las sombras ocultaba algo de terror, cada línea transmitía una sensación de espanto. Vio a la joven tendida, muerta, salvajemente atacada. Le vino a la memoria la ocasión, en la facultad de medicina, en que se enfrentó a su primer cadáver. Esperaba encontrarse una persona, un cuerpo, viejo, cansado, deformado por la edad y la enfermedad; pero su primer cadáver fue el de una prostituta de dieciséis años muerta de sobredosis en una infortunada noche. Contempló los ojos sin vida de la joven y fue incapaz de tocarla. Le temblaban las manos y la voz. Por un momento creyó que iba a desmayarse. Tuvo que darse la vuelta y llenar los pulmones de aire, en un esfuerzo por respirar. Tuvo que echar mano de hasta del último resquicio de fuerza para acudir al profesor de anatomía a solicitar un cambio. Recordó que se cambió por otro alumno, un individuo aborrecible que comentó: «Buenas tetas» al tiempo que blandía el escalpelo. Jeffers aún se acordaba del cadáver del anciano alcohólico que le adjudicaron, cuyo esquelético cuerpo, de manera extraña, le entraron ganas de abrazar antes de hundirle el cuchillo en el pecho y darle las gracias por haberlo librado de parte del terror que sentía.
Miró nuevamente la foto y pensó en la prostituta muerta.
—Yo jamás podría hacerlo —dijo en voz queda.
Por un momento no fue consciente de lo que había dicho.
Ella, sí. Y le escoció. Hizo un esfuerzo mayor por dominarse.
La detective Barren dejó que fuera acumulándose el silencio y después lo quebró suavemente, con una pregunta sencilla:
—Pero ¿qué me dice de su hermano?
Jeffers sintió que se le revolvían las entrañas. Con dificultad, logró rehacerse y se refugió en uno de sus mejores tonos clínicos.
—No creo que mi hermano sea capaz de algo así, detective. No puedo creerlo. No quiero creerlo. No lo creo. Está hablando de una salvajada… despreciable, censurable, no sé. Me siento ultrajado ya simplemente por la pregunta.
La detective Barren lo miró sin pestañear.
—¿En serio? —le preguntó con suavidad.
Como respuesta, él consiguió lanzar un bufido que no surtió ningún efecto y agitó la mano en un gesto de impotencia.
—Oh…
—Suponga, pongamos por caso, que…
Jeffers la interrumpió.
—No quiero suponer nada, detective. No quiero jugar con hipótesis. Mi hermano es un fotógrafo que ha ganado varios premios. Es uno de los fotógrafos independientes más cotizados hoy día en la prensa. Viaja por todo el mundo. Su trabajo sale en las publicaciones más importantes. Es una persona valorada y respetada. Es un artista. En todos los sentidos de la palabra, detective. Un artista.
—No le he preguntado por su cualificación profesional.
—No, en efecto. No lo ha hecho. —Calló un momento antes de agregar—: Pero es importante que comprenda que no está tratando con un… un…
—¿Un tipo corriente? —propuso ella.
Jeffers asintió.
—Sí.
La detective volvió a adoptar un tono rayano en la ira:
—¿Cree usted que un tipo corriente podría hacer esto?
Jeffers acusó el golpe.
—Me ha entendido mal.
—No, en absoluto. Me atengo a sus palabras.
Ella lo miró fijamente, y él aprovechó aquel momento para intentar recuperar cierta distancia. Resolvió pasar a la ofensiva.
—Y esto, supongo, es una investigación rutinaria.
—Sí. No…
—Decídase: ¿cuál?
—No es rutinaria.
—No puede serlo, ¿verdad, detective? Siendo que la víctima era sobrina suya.
—Correcto.
—Entonces explíqueme, detective, si no le importa, por qué intenta relacionar a mi hermano con un crimen que ya ha sido resuelto.
Puso otra fotocopia del periódico encima de la mesa. Ella le echó un vistazo somero y la apartó a un lado.
—El asesinato de Susan Lewis no está resuelto. Tan sólo le fue atribuido a ese individuo. Yo poseo una prueba que indica que no fue él quien cometió el crimen.
—¿No quiere compartirla conmigo?
—No.
—Ya me lo imaginaba.
—Se trata de una prueba circunstancial.
—Supongo. Porque si fuera algo más que una mera conjetura, detective, ya habría intentado convencerme con amenazas.
Aquello era cierto. Afirmó con la cabeza.
—En efecto, doctor.
Jeffers hizo una pausa antes de continuar. Se sentía más fuerte, más agresivo. Volvió a su actitud clínica.
—Detective, le ruego que me ilustre. La tía de una víctima de asesinato llega aquí buscando relacionar a mi hermano con un crimen que ya está resuelto. Dígame: ¿por qué no habría de resultarme eso desconcertante y poco habitual?
Miró a la detective desde su sillón y advirtió que en sus ojos había algo que no había antes. Parecían resplandecer. Y también se percató de que toda aquella actitud de petulancia era inútil. Tras un breve silencio, ella le respondió en un tono de voz especialmente profundo y calmo.
—Debería. —Hizo una pausa y continuó—: Pero si tan sorprendente es para usted enterarse de que a su hermano lo están buscando en relación con un asesinato, ¿por qué no me ha echado a la calle? —Lo miró directamente, con ojos duros e implacables—. ¿Por qué no se ha quedado usted estupefacto, sin habla, atónito? Yo sé por qué —siguió diciendo en tono quedo, aterrador—. Porque no le ha sorprendido nada. Nada en absoluto, maldita sea.
Aspiró aire y lo expulsó lentamente.
La pausa le estaba sirviendo para calibrar el efecto que habían causado sus palabras.
—Detective…
—Porque ya llevaba tiempo esperando exactamente eso, ¿no es verdad?
Aquellas palabras fueron como balas disparadas al corazón de Jeffers. Éste obligó a su cerebro a que desconectara, a que no aceptara las preguntas que la detective le iba lanzando, a negar al mismo tiempo lo que iba surgiendo en su imaginación.
Se levantó y se acercó a la ventana.
Ella lo contempló y aguardó.
La tarde de verano iba tocando a su fin. El crepúsculo tenía un tono grisáceo. A Jeffers se le antojó que aquella hora del día era igual que los primeros momentos que siguen a una pesadilla, cuando la persona no está segura de encontrarse a salvo, despierta en la cama, o aún dormida, atrapada en el sueño.
Aspiró profundamente. Luego soltó el aire muy despacio e hizo otra inspiración. Se gritó a sí mismo: ¡Domínate! ¡No reveles nada!
Pero eran órdenes imposibles de cumplir.
—Detective, lo que está diciendo constituye una provocación. Me parece que lo mejor es que continuemos esta conversación mañana…
Aquello resultó débil e ineficaz, pero sabía que necesitaba tiempo. «¡Insiste en ello!»
La detective hizo ademán de decir algo, pero Jeffers se apartó de la ventana y alzó una mano.
—¡Mañana! ¡Mañana, maldita sea! ¡Mañana!
Ella aceptó.
—De acuerdo.
—Después de la sesión de grupo, a eso de las doce del mediodía.
—Sí, sí, de acuerdo.
La detective Barren esperó unos instantes y luego preguntó:
—¿No irá a cancelar dicha reunión, igual que ha hecho hoy con las demás citas? —Jeffers la miró furioso y no le contestó—. Está bien —repuso—. Tomaré eso como una negativa.
Se levantó y lo miró.
—Mañana…
—¿No va a llamarlo?
—Ya se lo he dicho, detective, no puedo.
La detective Barren vio que Jeffers luchaba por recobrar la compostura. «Qué hombre tan frágil», pensó de pronto. Y buscó la manera de aprovecharse de aquel rasgo.
—Suponga que lo llama él. Suponga que sucede eso. ¿Qué le va a decir?
—No llamará.
—Podría llamar.
—Le digo que no.
—Pero ¿si es que sí?
—Es mi hermano. Hablaré con él.
—¿Y qué le dirá?
Jeffers meneó la cabeza con irritación.
—Es mi hermano.
Se dirigieron hacia el norte, paralelos al río Mississipi.
Douglas Jeffers lo llamaba «la poderosa dama», y le impartió a Anne Hampton un breve curso sobre Mark Twain. Quedó claramente decepcionado al saber que ella había leído sólo Tom Sawyer, y además lo había hecho en el último año del instituto. Era una inculta, advirtió con profundo disgusto; si no conocía a Huck, es que no sabía nada. Y desde luego iba a resultarle más difícil entenderlo a él.
—Huck es Estados Unidos —insistió Jeffers—. Yo soy Estados Unidos.
Ella no respondió, pero anotó sus palabras en el cuaderno.
Aquello lo había dicho en voz grave. A continuación adoptó un tono pedante, de cátedra, y le dijo que en cierta época aquel río constituía la ruta más importante para el comercio de todo el país, que había sido el punto del que se partía para dar el salto hacia el oeste, que discurría por el centro del corazón de América del Norte, y que en el seno de sus aguas transmitía política, cultura, civilización y sustento. Entender al Mississipi, afirmó, era entender cómo se formó Estados Unidos, y que lo mismo sucedía con las personas: no había más que determinar qué río discurría por el interior de una persona, hombre o mujer, y a partir de ahí seguirlo hasta la cuenca del entendimiento. Anne Hampton mostró una expresión de desconcierto, de modo que Jeffers le gritó súbitamente:
—¡Estoy hablando contigo, maldita sea! ¿Es que no entiendes lo que digo? ¡Estoy intentando enseñarte cosas que no sabe nadie más en todo el mundo! ¡No te quedes ahí sentada como una seta!