—Pues te equivocas —replicó Jeffers. Su tono de voz cambió bruscamente y volvió a ser áspero y duro, y la sonrisa de su rostro se evaporó—. Yo estoy loco. Estoy completa, terrible, totalmente loco. Lo estamos todos, en cierto modo. En realidad es nuestro pasatiempo nacional. Lo único que ocurre es que mi método por lo visto es peor que otros… Peor que la mayoría. —Después giró la cabeza y fijó la vista en la carretera—. Dime, ¿qué sabes acerca de la muerte?
Ella recordó una época en la que era jovencita e iba a ver a sus abuelos a la granja en que vivían. Fue antes de que falleciera Tommy. Era verano, y les apeteció bañarse en el estanque. Pero cuando se acercaron al borde del mismo descubrieron un manojo de plumas de ganso grises y negras, desperdigadas sin orden ni concierto. Su abuelo asintió con la cabeza y dijo: «Ha sido una tortuga. Una grande además, diría yo, para destrozar a ese ganso y hacerlo pedazos.» El baño se anuló y el abuelo regresó al estanque con una escopeta que sacó de un armario cerrado con llave. Permitió que ella lo acompañara, si bien Tommy quedó relegado en el interior de la casa.
Entonces el abuelo colocó unas sobras de pollo junto al borde del estanque, se alejó unos pasos en la dirección en que soplaba el viento y aguardó.
Era un ejemplar de más de nueve kilos. Recordó la explosión de la escopeta, un ruido que le estalló en los oídos y la dejó sorda. El abuelo abrió las mandíbulas ensangrentadas con un palo, diciendo: «Una tortuga así de grande te rompería una pierna sin problema.» La tortuga murió, y luego murió Tommy, y dos veranos más tarde también el abuelo. Anne Hampton pensó en el vecino del otro lado de su calle, que murió de un infarto en una húmeda mañana de verano intentando compensar demasiados años de caprichos saliendo a correr. Las luces de la ambulancia parecían sin brillo, como menos urgentes, bajo el ardiente sol. Recordó haber visto al vecino tendido en la hierba, blanco como la cal, rígido. Se le había desatado una zapatilla, y a ella se le ocurrió la insólita idea de que había sido una suerte que lo hubiera detenido algo antes de que tropezara y se cayera. También se fijó en que los calcetines que llevaba no hacían juego; uno tenía una franja verde, la del otro era azul. Aquello le pareció terrible. Ya era bastante malo morirse, pero sentirse avergonzado además era doblemente horroroso.
Recordó que a sus padres les entregaron una pequeña urna blanca que contenía las cenizas de Tommy, y vio que a su madre le temblaron las manos al cogerla. Todavía le pareció poder oír las voces incorpóreas de los invitados murmurando, exhortándola en voz baja: Sé valiente. Pero ¿por qué?, se preguntó ella. ¿De qué servía la valentía? ¿Por qué no abandonarse a sollozar de modo incontrolable? Eso tenía más lógica. Pero vio que su madre recobraba la compostura y ocultaba su pena. Un momento después se llevaron la urna y ella ya no volvió a verla. Se preguntó si también habrían quemado la ropa de Tommy; seguro que su hermano hubiera preferido ver convertido en humo el ceñido traje azul que le habían comprado para la iglesia. Todos los niños adoraban y odiaban su mejor ropa. Había un momento maravilloso, cuando se vestían y adquirían una apariencia adulta y solemne, bella y sofisticada; luego, de forma inevitable, se disolvían en la habitual mezcolanza de suciedad, manchas de hierba, faldones de camisa al vuelo y desgarrones en las rodillas. La tortuga era hembra, y ella ayudó al abuelo a buscar a las crías. Las recogió en un saco, pero no le dijo qué pensaba hacer con ellas.
Eso es la muerte. Cuando no te dicen nada. Pero tú lo sabes.
—No sé gran cosa —respondió—. Mi abuelo se murió. Y también un vecino, corriendo. Yo estaba presente y lo vi. —Titubeó un momento antes de mencionar a su hermano. No, con eso bastaba. Pero no pudo refrenarse—. Y también se murió mi hermano. En un accidente de patinaje. Se ahogó. —Calló unos instantes y después agregó—: No era más que un niño.
Jeffers aguardó unos momentos antes de contestar.
—También mi hermano está ahogándose. Sólo que no lo sabe.
Ella no supo qué decir, pero de todos modos archivó aquella información: tiene un hermano.
—¿No lo sa…?
—No lo sabe aún —continuó Jeffers—. Pero lo va a saber muy pronto.
Condujo en silencio durante al menos un cuarto de hora antes de hablar de nuevo. Anne Hampton había vuelto el rostro y miraba a los coches que iban adelantando, viendo pasar familias, hombres y mujeres jóvenes, intentando imaginar quiénes eran, adonde se dirigían, cómo serían. De vez en cuando sus ojos se topaban con los de otra persona, aunque sólo fuera durante un segundo, y pensaba qué sorpresa se llevaría aquella otra persona si supiera el viaje que estaba realizando ella.
Douglas Jeffers estaba concentrado sólo a medias en la tarea de conducir. Su cerebro se hallaba absorto en problemas de expresión. El paisaje que iban atravesando parecía insulso: granjas agrícolas, campos de cultivo y pequeñas poblaciones que se mezclaban unas con otras formando un simple e interminable telón de fondo verde y gris. Tomó de nuevo la dirección de la interestatal, todavía hacia el norte, apenas consciente de la velocidad, la distancia, el destino, el tráfico. Durante un rato pensó en su hermano, luego en Anne Hampton, y luego en su hermano otra vez.
Marty carecía de pasión, pensó. Jamás actuaba. Lo absorbía todo en silencio, igual que aquellos negros.
Resultaba extraño que no se hubieran peleado nunca. Todos los hermanos se pelean, si no constantemente, por lo menos con frecuencia. Riñen por todo, en el intento de hacerse un sitio propio en el feudo de la familia. En su opinión, era esa tensión lo que creaba el vínculo existente entre hermanos. Cansados ya de sangre y cólera, lo único que quedaba era la dedicación mutua.
En todas las peleas que habían tenido con su padre, el padre falso, su hermano se había mantenido apartado. Hizo una mueca de disgusto y se mordió el labio, súbitamente invadido por una rabia de múltiples facetas: rabia contra el padre, rabia contra el niño, rabia contra sí mismo.
—Odio la neutralidad —declaró en voz alta—. La desprecio.
Advirtió en su visión periférica que Anne Hampton se había sobresaltado.
«Bueno, ya no va a poder seguir manteniéndose al margen.»
Lanzó una mirada fugaz a Anne Hampton y luego volvió a mirar la carretera. Se imaginó mentalmente sus miembros, su cuerpo. Pero su cerebro enseguida regresó al pasado, y en vez de en su compañera de viaje pensó en la mujer del farmacéutico. Cuando se vestía por las mañanas, después de que el marido se hubiera ido a trabajar y antes de que los niños se marcharan al colegio, dejaba la puerta entreabierta. Era un proceso lento y parsimonioso. Ella sabía que él la estaba observando. Y él sabía que ella lo sabía. Cuando intentaba que Marty mirase también, su hermano se daba la vuelta y se iba sin pronunciar palabra.
—¿Querías a tu hermano? —le preguntó a Anne Hampton.
—Sí —contestó ella—. Aunque me resultaba una persona, en fin, no sé, extraña. Misteriosa.
—¿A qué te refieres?
—Yo era sólo tres años mayor que él. Y no teníamos, no sé, mucho en común. ¿No es un poco raro? Él era un niño y hacía cosas propias de niños, y yo era una niña y hacía cosas de niñas. Pero lo quería.
—No es tan raro. En realidad, yo creo que con los hermanos se comparten pocas cosas. Desde luego, se comparten recuerdos comunes porque el pasado de los dos es el mismo. Aunque en realidad no lo es. Todo el mundo recuerda una misma cosa de forma diferente, de modo que significa cosas distintas para personas distintas.
—Creo entender lo que dice usted —repuso Anne Hampton.
Jeffers asintió con un gesto.
Ambos guardaron silencio.
—¿Lo ves? —dijo Jeffers—. Hemos tenido casi una conversación normal. No ha sido tan terrible, ¿a que no?
Ella negó con la cabeza.
Pasados unos instantes, preguntó:
—¿Y su hermano?
—Es médico —respondió Jeffers—. Médico de la cabeza. Y es igual de desgraciado que los pacientes a los que trata. Vive solo y no sabe por qué. Yo vivo solo, pero al menos sé por qué.
Anne Hampton asintió. Jeffers se fijó en que estaba tomando apuntes.
Ella no dijo nada.
Pero la pregunta que no llegó a formular verbalmente fue la misma que la que le había hecho él, y la contestó:
—No, creo que no lo quiero —dijo—. No más de lo que pueda querer a otras personas. O cosas. —Negó con la cabeza—. Hace ya tiempo que renuncié al amor. Y también a la felicidad. Parezco un personaje de un culebrón. ¿Tú eres aficionada a verlos? —Lanzó una risa amarga.
—No —respondió ella—. En mi clase había mucha gente que sentía verdadera pasión por los culebrones. Supongo que era como una moda. Pero a mí nunca me dio por ahí.
—Ya me lo imaginaba.
Anne Hampton calló unos momentos y después dijo:
—Pero ¿ama su trabajo?
Jeffers sonrió.
—Amo mi trabajo.
La sonrisa de su cara reflejaba un súbito buen humor, y Anne Hampton experimentó una oleada de pánico. «¿En qué cree que consiste su trabajo?», se dijo a sí misma. Aquel pensamiento pareció propinarle un puñetazo en el estómago.
—Quiero decir —continuó— que usted habla de las fotos con mucho respeto. Tanto de las que hace usted como de las que hacen otros.
—Yo he hecho muchas fotos. De muchas cosas distintas. —Ella afirmó con la cabeza, y ambos continuaron en silencio. Douglas Jeffers pensó en sus fotos—. Siempre la muerte. Bueno, no siempre. Pero últimamente cada vez más. Fotografío la muerte. Hace no mucho compuse una serie, un trabajo para la revista Life. Sobre un turno de veinticuatro horas en la sala de urgencias de un hospital de una gran ciudad…
—Ah —lo interrumpió Anne Hampton—, las vi. Eran muy buenas.
—Hablaban de la muerte. Incluso las fotografías de los médicos, las enfermeras y los conductores de las ambulancias. De lo que se trataba era de captar cómo los iban desgastando toda aquella violencia y aquellos cuerpos destrozados y aplastados. Día tras día. Noche tras noche. La verdad es que cuando uno se roza constantemente contra algo horroroso, termina por convertirse en algo propio. Se te pega a la piel. —Hizo una pausa antes de añadir—: Eso fue lo que me sucedió a mí.
Ella afirmó, y por un momento experimentó una extraña solidaridad.
Entonces se acordó de la lluvia y del viento, del error al tomar aquella carretera y de las aguas del golfo, y tuvo una visión horrible de cómo sería yacer bajo tierra. Al instante sintió que se asfixia ba, y la siguiente bocanada de aire la aspiró con angustia.
—Ya he perdido la cuenta —dijo Jeffers en tono resuelto.
Ella sintió una fuerte opresión en el pecho y una dificultad al aspirar y espirar. Se sintió asmática, débil.
—¿De qué? —preguntó en un gemido.
—De cuántas muertes he visto. Antes lo sabía, podía contarlas. Pero ya no. Se me mezclan todas. Cuando estuve en aquella sala de urgencias, entró un muchacho, un adolescente un par de años más joven que tú. Iba sentado en el asiento del pasajero en un coche que fue arrollado por un camión. El otro muchacho, el que conducía, es que costaba creerlo, pero no tenía más que un par de hematomas y un brazo roto. Pero su compañero iba a palmarla, y lo terrible del caso era que no estaba inconsciente. Se daba cuenta de todo. Sabía que toda la gente que lo rodeaba, los artilugios, las agujas y las máquinas no iban a servir de nada. Conseguí una foto de sus ojos justo antes de que muriera. Pero no la publicaron; no tenía la suficiente nitidez, algún hijo de puta me empujó justo en el momento en que yo pulsaba el obturador… —Se encogió de hombros—. Cosas que pasan. Gajes del oficio. Cuando me fui a casa aquella noche me pregunté qué número hacía aquel chico. ¿Sería el número mil? ¿O el diez mil? En cierta ocasión conocí a un fotógrafo de la policía que llevaba un recuento, y lo imité. Pero el número se me terminó yendo de las manos. ¿En Vietnam? ¿Beirut? Estuve allí un par de veces. Hablando de lo poco que vale la vida… Cuando se estrelló aquel avión a las afueras de Nueva Orleans, se partió por la mitad y los cadáveres quedaron esparcidos por todas partes. Los equipos de rescate recogieron restos humanos hasta de los árboles, como si estuvieran retirando fruta prohibida…
—Sucedió así —dijo Anne Hampton—. Las cosas suceden porque sí.
—No, no suceden porque sí —replicó Jeffers irritado—. El chico murió porque su amigo bebía demasiado. El avión se estrelló porque el piloto decidió permitir que el copiloto probase a despegar sin hacer caso de la advertencia de la torre de control respecto de que había un viento muy fuerte. Los niños de Beirut murieron porque estaban jugando en la calle y las granadas cohete que se lanzan al azar suelen tener la virtud de acertar a los niños que juegan en la calle… Existen acciones y reacciones. La muerte es simplemente la más común. Mira, cuando yo mato a una persona es porque quiero matarla. Es la única manera que tengo de recordarme a mí mismo que sigo estando vivo.
A Anne Hampton le tembló la mano al escribir lo último.
Jeffers esperó.
Se hizo el silencio a su alrededor. Pero ella sabía que ya se encargaría él de romperlo.
—Más de… —Pero se interrumpió antes de añadir un número.
Ella cerró los ojos y procuró respirar despacio. Cuando volvió a abrirlos, vio que Jeffers sonreía.
Pero no le preguntó por qué concretamente.
Jeffers siguió conduciendo, sin decir nada, por espacio de dos horas. Cuando llegó el momento de repostar, paró en una estación de servicio de la interestatal, le dijo al empleado en tono hosco que llenara el depósito, pagó en efectivo y aceleró para salir de la gasolinera con rapidez pero con indiferencia, dando toda la impresión de que ambos eran una pareja normal, no agobiada por el tiempo pero que se dirigía con habitual prontitud hacia un destino conocido y una finalidad clara.
Por fin habló:
—Boswell, ¿no sientes curiosidad? ¿No tienes cientos de preguntas en la cabeza?
Anne Hampton se dijo que en la cabeza no tenía nada excepto miedo.
—Creía que no debía hacer preguntas —replicó—. Que usted ya me diría lo que quisiera.
Jeffers asintió.
—Eso parece sensato.
—Sí —pasados unos instantes continuó:
—Boswell, ¿no te preguntas por qué estamos haciendo esto?
Ella afirmó con la cabeza.
—Sé que tiene algún plan…
—Así es —respondió él—, y uno bastante específico, además. —No quiso darle más información. En lugar de eso dijo—: ¿Te parezco viejo, Boswell? ¿Me ves arrugas en la cara? ¿Tengo pinta de estar cansado y frustrado, de haberme vuelto cascarrabias con la edad? Yo me siento muy viejo, Boswell. Anciano. —De repente cambió su voz, y exigió en tono áspero—: ¿Qué día nos conocimos?