»Leí periódicos y revistas. Me suscribí a El verdadero detective y a Policía. Dediqué horas a estudiar lo que habían escrito varios psiquiatras forenses destacados. Aprendí cosas sobre delincuentes sexuales, asesinos en masa, asesinos profesionales, asesinos militares. Estudié masacres y conspiraciones de asesinato. Me hice íntimo de Sade, Barbazul, Albert DeSalvo y Charles Whitman, y de los cuatro de My Lai o de los campos de refugiados de Shatila. Conocí a Raskolnikov, Mengele, Kurtz, Idi Amin y William Bonney, al cual tú seguramente conoces como Billy el Niño. Sé mucho de la OLP y de las Brigadas Rojas. Podría hablarte de Charles Manson, o de Elmer Wayne Henley, o Wayne Gacy, o Richard Speck, o Jack Abbott, o Lucky Luciano y Al Capone. Desde el Día de San Valentín hasta los Asesinatos de la Autopista. Desde los juicios a las brujas de Salem hasta las guerras entre narcotraficantes de Miami y el caso sin resolver del zodíaco, en San Francisco. Lo sé todo del 007 de la ficción y el MI-5 de la realidad. Podría explicarte por qué Bruno Richard Hauptmann probablemente no fue un asesino aunque lo ejecutaran, o por qué Gary Gilmore era en realidad un perdedor que simplemente resulta que mataba, pero también terminó ejecutado. De hecho, estudié todas las ejecuciones que pude. Lo leí todo, desde el ensayo de Camus sobre la pena de muerte hasta la novela Deathwork de McLendon, y después leí el Informe del Comité Warren sobre testimonios en el Congreso, en el cual se exponía el funcionamiento del programa Phoenix en Vietnam…
»¿Sabías —prosiguió Douglas Jeffers— que en algunos estados las actas judiciales y los informes policiales pasan a formar parte del archivo de documentos públicos? Por ejemplo: hace no mucho tiempo estuve en el norte de Florida y leí el caso de un tal Gerald Stano. Un individuo interesante. Inteligente, simpático, extrovertido. No daba en absoluto el tipo de una persona introvertida y solitaria. Tenía un trabajo estable de mecánico. Le iba bien. Todo el mundo lo apreciaba, hasta los detectives de Homicidios. Sólo tenía un pequeño fallo…
»Cuando salía con una mujer, no se conformaba con un casto apretón de manos o un besito de despedida en la mejilla. —Jeffers rió—. No, el señor Stano prefería matar a las chicas con las que salía. —Dirigió una mirada a Anne Hampton para evaluar la expresión dolorida de su rostro—. Las descuartizaba y las partía en trocitos… Sus víctimas pudieron ser unas cuarenta. —Jeffers aguardó otra vez antes de continuar—. Hay que admirarlo, si no por otra cosa, por su constancia. Trataba a todo el mundo de la misma manera. A todas las mujeres, quiero decir…
—A todas las mujeres… —Anne Hampton esperó a que Jeffers siguiera hablando. Lo vio hacer una inspiración profunda.
—De modo que ya ves en qué me he convertido —concluyó Jeffers en tono despreocupado—. Me he vuelto un experto. Así pues —añadió respirando hondo—, ya estaba listo para ser un asesino. No un imbécil con suerte que consigue irse de rositas tras asesinar por casualidad a una prostituta, sino una auténtica máquina de matar, calculadora y profesional. Pero no un sicario a sueldo que recibe órdenes de algún mafioso de los bajos fondos o de un narcotraficante colombiano, sino un asesino que trabaja exclusivamente para sí mismo. Y eso es lo que soy.
Jeffers pasó varias horas conduciendo en silencio.
No dio más explicaciones. «Bueno, ya tiene bastante que asimilar», pensó. Y lo que tenía en mente hacer a continuación seguro que la elevaría a otro nivel.
Anne Hampton se sentía agradecida por aquel silencio. Intentó obligarse a sí misma a pensar en cosas sencillas, como el aroma de una tarta de manzana haciéndose en el horno o la sensación que se tiene al ponerse una blusa de seda, pero dichos pensamientos le resultaban esquivos.
En Memphis cruzaron el río cuando ya estaba oscuro. Vio las luces que se reflejaban en las aguas quietas y negras, y Jeffers le habló de la ocasión en que el río Cuyahoga se incendió en Cleveland. Le contó que los residuos tóxicos se vertieron al agua y se prendieron fuego. ¿Cómo hace uno para sacar un cadáver de unas aguas que están ardiendo? Describió las fotos que tomó de los bomberos por la noche, sus figuras recortadas contra el resplandor de las llamas. Pasaron un cartel que rezaba, en un tono alegre que contradecía la hora que era: «Está usted saliendo de Memphis. ¡Vuelva pronto!»
Jeffers se puso a cantar:
—Oooh, mamá, ¿es posible que esto sea el fin? Encerrado dentro de un Mobile otra vez con los Blues de Memphis… —Giró la cabeza hacia Anne Hampton y vio que ésta no reconocía la melodía. Se encogió de hombros—. Es de mi generación —aclaró, riendo—. No hagas que me sienta tan viejo.
Ella no supo qué decir.
Permanecieron circulando por la interestatal de Arkansas. Ya era bien pasada la medianoche cuando hicieron un alto en un Howard Johnson's. A Anne Hampton, aquella mezcla discordante de naranja y azul celeste se le antojó impropia para aquellas horas de la noche, como si el conjunto de colores debiera cambiarse al oscurecer por algo más sombrío y menos estridente.
A la mañana siguiente se pusieron en carretera temprano y viajaron dos horas antes de detenerse a desayunar. Jeffers estaba muerto de hambre, y la obligó a ella a comer también de manera sustancial: huevos, tortitas, tostadas, salchichas, varias tazas de café y zumo.
—¿Para qué tanto? —preguntó ella.
—Va a ser un gran día —contestó él entre un bocado y otro—. Y una gran noche. Hay un partido en San Luis. A las ocho. Y después, algunas sorpresas. Cómetelo todo.
Ella obedeció.
Sin embargo, después de desayunar Jeffers no regresó inmediatamente a la interestatal, sino que se metió en el aparcamiento de un enorme centro comercial de las afueras. Anne Hampton lo miró.
—¿Por qué paramos?
Él disparó una mano y le agarró la cara hundiéndole en la mejilla el pulgar y el índice.
—¡Tú no te separes de mí, no digas nada y sé educada! —le siseó. Ella afirmó con la cabeza, y Jeffers la soltó y ordenó—: Mira, escucha y aprende.
Caminó a paso vivo por entre el gentío que llegaba al centro comercial. Ella tuvo que apresurarse para mantenerse a su altura. Las tiendas pasaban raudas a ambos lados de ella, y en un momento dado vio su imagen reflejada en el espejo de una boutique. Oía voces a su alrededor, en su mayoría de niños que chillaban y se escabullían de sus padres, de manera que estaba rodeada de gritos: ¡Jennifer o Joseph o Joshua, para ya de una vez! Pero los críos no obedecían. Oyó a parejas hablando de compras y a adolescentes hablando de chicos, chicas, discos. Aquellos retazos de vida le parecieron extrañamente lejanos, como si estuvieran teniendo lugar en otra parte de la historia. Apretó el paso para situarse al lado de Douglas Jeffers, el cual parecía ajeno a la multitud y avanzaba caminando con decisión.
Jeffers la llevó hasta una tienda de artículos deportivos, en la que escogió un par de gorras de béisbol de los Cardinals de San Luis. Señaló un gorro de plástico con forma de gran hocico y soltó una risa burlona.
—En los partidos de la Universidad de Arkansas se ponen esos gorros de hocico de cerdo. Proletarios. Lo único que se me ocurre decir es que si tus admiradores van a ponerse esas cosas, más te vale ganar.
Pagó las dos gorras en efectivo y a continuación emprendió el regreso por donde habían venido.
—Una parada más —anunció.
Dentro de los grandes almacenes Sears, se dirigió a la sección de material de oficina. Compró en el mostrador un paquete pequeño de folios de escribir a máquina y otro de sobres de tamaño comercial. Luego se acercó hasta una hilera de máquinas de escribir de demostración. Se giró hacia Anne Hampton y le dijo:
—Observa atentamente. No te separes de mí.
Con un movimiento rápido, extrajo de un bolsillo un par de ceñidos guantes de látex. Se los puso y abrió a toda prisa el paquete de folios. Sin la menor vacilación, entregó el paquete a Anne Hampton e introdujo un folio en una de las máquinas de escribir. Hizo una breve pausa para cerciorarse de que no había nadie cerca y de que nadie les estaba prestando atención. Una vez que tuvo la seguridad de que no se fijaban en ellos, se inclinó hacia la máquina y tecleó:
Sois tan memos que deberíais rendiros,
porque acabo de pillar otro pajarito
muchos besitos
ya sabéis de parte de quién
Acto seguido sacó el papel de la máquina, lo dobló tres veces y lo metió en un sobre. Aún con los guantes puestos, se guardó el sobre en el bolsillo. Después se quitó los guantes, echó una ojeada alrededor para cerciorarse una vez más de que no los había visto nadie y, sin decirle una palabra a Anne Hampton, se alejó de allí.
Ella, con la cabeza hecha un lío, corrió a ponerse a su lado, jadeando para poder seguirle el paso.
Jeffers no dijo nada cuando regresaron al coche, pero le indicó el cinturón de seguridad con un gesto. Ella se lo abrochó y guardó silencio.
Jeffers condujo con calma durante el resto del día y hasta que cayó la noche, manteniéndose obstinadamente dentro del límite de velocidad o adaptándose a la velocidad predominante, así que fueron adelantados por tantos coches como adelantaron ellos. Anne Hampton se maravilló de que Jeffers siempre pareciera saber con exactitud adonde se dirigían y cuánto tiempo iban a tardar en llegar. Se dijo a sí misma que deberían llegar al final de la segunda entrada, pero tuvieron que aparcar un poco más lejos del estadio de lo que Jeffers había previsto, de modo que para cuando llegaron a la puerta el partido ya iba por el principio de la tercera. Ambos llevaban puestas las gorras rojas adquiridas en el centro comercial. Jeffers enseñó dos entradas en el torno sacándolas de la billetera con un floreo.
Anne Hampton se quedó estupefacta al ver aquel gesto, y aún más al comprender que Jeffers había comprado aquellas entradas con mucha antelación.
—Va a ser un partido de primera —le comentó al empleado del torno.
—Sí, salvo por que ya llevan un par de ventaja y todavía nadie sabe cómo ganarle a ese tío.
Era un individuo ya mayor, con canas en los lóbulos de las orejas. En una de ellas llevaba un audífono. Anne Hampton advirtió que en la otra llevaba conectado el auricular de una radio portátil. El hombre los ignoró y se ocupó de tomar las entradas de otros espectadores de última hora.
Recorrieron rápidamente los pasillos chocando con la gente y esquivando a los vendedores.
Aquella ingente masa de público y el constante ruido perturbaron a Anne Hampton. Se sintió como si estuviera flotando en el espacio, ingrávida, y como si aquel sonido envolvente fuera a levantarla en vilo. Se apretó contra Jeffers; en un momento dado, cuando un grupo de adolescentes escandalosos intentó abrirse paso empujándolos, incluso buscó su mano.
A mitad del turno del equipo local de la quinta entrada, Jeffers anunció que volvía a tener hambre.
—Escucha —le dijo—, échate una carrera hasta el puesto de bebidas y tráete unos perritos calientes.
Ella lo contempló con expresión de incredulidad.
Alrededor de ellos flotaba una marea de ruido que lo inundaba todo. El imponente diestro de los Mets acababa de lanzar con su habitual estilo aplastante, y los Cardinals no obtuvieron más recompensa por sus esfuerzos que el breve final de una puntuación 2-0. Pero justo en el momento en que Jeffers dio aquella orden, el primer bateador echó a correr y el siguiente bateador rápidamente alcanzó una base a la derecha. Se elevó un clamor de emoción del público y el estadio entero tronó con una ovación rítmica cuyo fin era animar a los jugadores. Anne Hampton tuvo que gritar para que Jeffers la oyera.
—No puedo —le dijo.
—¿Por qué?
De pronto sintió la mano de él en la pierna, los dedos presionados contra el músculo, oprimiéndolo dolorosamente.
—Porque no —insistió, con lágrimas en los ojos.
Él la miró fijamente y pensó: perfecto.
—¿Qué pasa?
Ella sacudió la cabeza en un gesto negativo. No lo sabía. Lo único que sabía era que la aterraba el ruido, la gente y el mundo que de pronto él había dejado entrar en su vida.
—Por favor —suplicó.
Pero Jeffers no la oyó; el siguiente bateador había alcanzado la primera base y el corredor había puntuado desde la segunda, evitando el toque del catcher en medio de una nube de polvo. Pero vio la palabra que formaba con los labios, y eso le bastó.
—Está bien —dijo—. Sólo por esta vez.
Le soltó la pierna.
Ella le dio las gracias con un gesto de cabeza.
—Muchas gracias.
—Eso es lo que llaman una jugada bang-bang —dijo Jeffers.
—¿Bang-bang?
—Sí. Sucede así, todo seguido. El corredor resbala, ¡bang! El catcher toca ¡bang! ¡Está a salvo! ¡Bang! ¡O está eliminado! ¡Bang! Siempre me ha gustado ese cliché.
En eso descubrió a un vendedor de cacahuetes y le hizo señas como loco para llamar su atención. Éste le entregó una bolsita a Anne Hampton, y cuando ella hubo empezado a cascarlos y comerlos, él introdujo una mano en su omnipresente bolsa de equipo fotográfico y sacó su Nikon.
—Sonríe —le dijo, girando en su asiento hacia ella.
Disparó una serie de fotos.
Ella se sintió un poco violenta.
—Con estos pelos —dijo— y esta gorra tan tonta…
Pero él se limitó a señalar el campo de juego.
—Presta atención al partido —le ordenó—. Es posible que más adelante tengas que recordar ciertos detalles.
Aquello la asustó, e intentó concentrarse en la acción que tenía lugar frente a ella. «Entiendo de béisbol —se dijo—. En el instituto jugué en el equipo de béisbol femenino y aprendí las reglas.»
Pero las figuras que se movían por el verde artificial del campo de juego le parecieron misteriosas, por más que se esforzó en analizar lo que hacían.
Se atrevió a observar a Jeffers. Parecía ensimismado en el partido y en la acción que se desarrollaba sobre el terreno de juego, pero ella sabía que aquella devoción ocultaba algún otro propósito. Aunque su cerebro se negó a buscar posibilidades concretas.
Sintió un escalofrío en medio de aquella humedad pegajosa.
Se notaba como mareada, y tragó saliva con dificultad. En un momento dado, al ver cómo Jeffers se inclinaba hacia la bolsa que tenía a los pies, estuvo a punto de ahogarse debido a un sentimiento de confusión.
Por fin, cuando los equipos estaban cambiando de lado, le preguntó en un tono de voz que le sonó hueca: