Dio otro paso más y comprendió que no estaba ocurriendo nada de eso.
Jeffers le hizo otra seña con la mano.
—Sube al coche, Annie, que me están explicando cómo se va. —Se giró hacia el policía—. O sea, que al entrar en Nueva Orleans la carretera se bifurca, la seis diez me lleva al centro y la cuatro diez me lleva a la costa, ¿no?
—Exacto —dijo el policía. Le sonrió a Anne Hampton y se tocó el ala del sombrero. Aquel breve gesto de cortesía la conmovió por dentro.
—Genial —repuso Jeffers—. Siempre me gusta asegurarme bien. Ha sido usted de gran ayuda.
—El placer ha sido mío —contestó el policía—. Que tenga un buen día.
El guardia se volvió hacia su propio coche y Jeffers se sentó al volante del suyo. Al principio estuvo silencioso, mientras aceleraba lentamente para salir de la gasolinera dejando atrás el coche policial. Luego preguntó en un tono de voz duro y frío:
—¿De qué habéis hablado tú y ese viejo?
—Voy a vomitar —contestó Anne Hampton.
—Si vomitas —replicó Jeffers entrecerrando los ojos pero adoptando un tono sin inflexiones, más adecuado para hablar del tiempo o de la subida de los precios—, morirá todo el mundo.
Ella apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza.
Tragó aire.
—Hemos estado hablando de publicidad —dijo—. De dar a conocer al mundo que uno tiene algo que vender. Como las habilidades mecánicas de su hijo.
—La publicidad impulsa el mundo —afirmó Jeffers—. Tanto como el petróleo de los árabes.
Lanzó una mirada rápida a Anne Hampton. Ésta apartó los ojos y vio que la carretera se extendía ante ellos en línea recta. Jeffers estaba tomando el carril de acceso para entrar de nuevo en la interestatal.
—Estoy bien —dijo, y pensó: «tengo que estarlo».
Miró a Jeffers y vio que parecía haberse relajado, porque sonreía ligeramente.
—Bien, Boswell —dijo—. Cuando te sientas mejor, anótalo todo en el cuaderno. ¿A que ha sido emocionante? Sobre todo el encuentro con el policía, ¿eh? Hace que a uno le suba la adrenalina.
Jeffers aceleró al tiempo que tarareaba una canción. Anne Hampton no reconoció la melodía, pero la odió de todas formas.
Mientras Douglas Jeffers conducía, iba soñando despierto. Anne Hampton se había sumido en un profundo silencio y miraba por la ventanilla con lo que a él le pareció una deseable actitud ausente. No quería que su imaginación se desbocara; aún era vulnerable a las fuerzas que poseía en su interior. Que no fuera consciente de ellas resultaba típico, se dijo. Todavía podía romper el hechizo y realizar algún movimiento para ganar la libertad, o llevar a cabo alguna acción que pusiera en peligro el viaje, pero él sabía que su capacidad para ello iría disminuyendo. Ya se había reducido a la mitad, tal vez a una cuarta parte. Dentro de un día o dos se habría evaporado totalmente, salvo por algún residuo peligroso que siempre debería tener en cuenta. Hasta los animales más domesticados, domados y dóciles reaccionan en alguna ocasión, cuando uno menos se lo espera, y se rebelan contra la amenaza de la extinción. Decidió mantenerse en guardia por si descubría señales de aquello. Sabía que sería problemático que emergieran a la superficie.
Se preguntó por un instante si Anne Hampton conocería algo de la literatura de la posesión. Es verdad, se dijo, que ha leído a John Fowles. ¿Se acordará de Rubashov y sus interrogadores? ¿Debería hablarle él del síndrome de Estocolmo? Pensó que sí, quizás un poco más adelante. El conocimiento, empleado correcta y peligrosamente, puede servir para confundir más y ofuscar la verdad. Minaría cada vez más el sentimiento de impotencia de la chica si le dijera que, psicológicamente, estaba atrapada en una red de la que no poseía recursos para escapar. Ahondaría su desesperación. La observó y examinó su perfil mientras ella mantenía la vista fija en el horizonte; intentó ver un brillo de independencia, olfatear un aroma de decisión. No, pensó, ella no.
«Me he adueñado de la situación. Tal como imaginaba.»
«Ella se ha rendido.»
«Puedo hacer con ella lo que me plazca.»
Estuvo a punto de romper a reír en voz alta, pero se contuvo antes de estallar impulsivamente como un colegial cualquiera al que un compañero acaba de pasarle un dibujo obsceno cuando el maestro está de espaldas.
«Ahora es como la arcilla; puedo darle forma como yo quiera.» Ociosamente se preguntó si ella tendría la menor idea de que le había cambiado la vida completamente, de que ya jamás volvería a ser la misma, de que no podría regresar a lo que en una época había imaginado que iba a ser su futuro.
Se dijo para sí: «ninguno de los dos va a volver a casa».
Recordó la expresión de angustia que puso al ver al policía. Se había sentido aterrorizada, seguro. «Mañana estará tan metida en esto que le tendrá más miedo a la policía que yo. Y eso que yo no le tengo ningún miedo.»Sonrió para sus adentros, pero con un levísimo gesto de los labios.
«Es mía.»
«O por lo menos lo será dentro de veinticuatro horas.»
Su cerebro se puso a estudiar las posibilidades. «Vaya educación está a punto de recibir», pensó.
Enseguida, de manera agresiva y sin ser invitado, le vino a la memoria un recuerdo visual. Se vio a sí mismo a la edad de seis años, arrastrado en medio de la noche por el farmacéutico y su mujer. Recordó lo mucho que se sorprendió al ver la casa. A sus ojos de niño parecía enorme, imponente, dominante. Sintió miedo, y recordó lo importante que era no permitir que Marty se diera cuenta de que estaba tan asustado. No se parecía en absoluto a las habitaciones de hotel y los aparcamientos de camiones por los que los había llevado su madre, su primera madre. Por un momento le pareció percibir la mezcla de olores del perfume y el alcohol que le venía a la cabeza cada vez que ella penetraba en su memoria. Bajó unos centímetros la ventanilla del coche para que entrara aire, pues temía marearse a causa de todo el odio que le daba vueltas en el estómago.
El aire despejó el olor del recuerdo, y pensó en la primera imagen que tuvo del tramo de escaleras que conducía al dormitorio que compartía con su hermano. Recordó que Marty le agarró la mano con fuerza. Todo estaba oscuro, y las pocas luces que había encendido el farmacéutico proyectaban formas absurdas sobre las paredes. No se acordaba del hecho en sí de subir aquellas escaleras, pero las habían subido. En cambio, lo siguiente que recordaba era que él entró en la minúscula habitación medio guiado, medio empujado. Las paredes eran blancas y había dos catres del ejército desplegados. También había una única lámpara, que carecía de pantalla. La ventana estaba abierta y por ella penetraba un aire frío.
Recordó que todo se veía sombrío y estéril.
Se obligó a esbozar una sonrisa; no fue una reacción de placer, sino una concesión a la ironía. Aquél había sido el primer campo de batalla. Marty se encontraba extenuado y cayó dormido al instante.
«Pero yo me quedé contemplando las paredes.»
En su memoria vio la confrontación que tuvo aquella mañana:
—¿Podemos poner cosas en las paredes?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque las destrozaréis.
—No las destrozaremos. Tendremos cuidado.
—No.
—Por favor.
—¡Deja de gimotear! Ya está bien. ¡No!
—Así no parece un dormitorio. Parece una cárcel.
—Ahora mismo voy a enseñarte a no hablarme de ese modo.
Fue su primera paliza. La primera de muchas. Le extrañó la absoluta ausencia de toda emoción al recordar los puñetazos y los fuertes golpes que hizo llover sobre él su nuevo padre. En cambio, su cerebro se llenó de odio al recordar que su nueva madre se quedó sentada sin decir nada. ¡Malditos fueran sus ojos! ¡No hizo nada! Se quedó allí sentada, mirando. Siempre se quedaba sentada mirando. No decía nada ni hacía nada.
Hizo una pausa, como si estuviera tomando aliento mentalmente.
«¡Malditos sean sus ojos!» Y una vez más se llenó su memoria, como el que sostiene un vaso debajo de una espita abierta. El resto del día se lo hicieron pasar en un colegio nuevo y extraño, que ya era un horror en sí mismo. Pero lo que recordaba mejor era la clase de dibujo de la mañana, en la que cogió la hoja de papel blanco más grande que tenían y se puso a pintar con fruición grandes franjas de color, azules y anaranjadas, rojas, amarillas y verdes, dando forma rápidamente a un radiante arco iris. Después cogió otro papel y dibujó un barco de vapor navegando por un agitado mar de color gris. Luego una tercera hoja en la que pintó un capitán pirata ataviado con una banda roja, una barba negra y una bandera con las tibias y la calavera cogida en la mano. Dejó los dibujos para que se secaran y por la tarde regresó y preguntó a la maestra si podía llevárselos consigo. Ella le dijo que sí, y entonces los cogió y se metió corriendo en el baño. Se encerró con llave en un retrete, se bajó los pantalones y se enrolló los dibujos en torno a la piscina.
Recordó la rígida caminata hasta casa Por qué cojeas, le preguntó su madre. Me he caído en el colegio, respondió él. No es nada, ya no me duele. Subió a la carrera las escaleras que conducían al dormitorio, y allí encontró a Marty intentando jugar en el suelo con una caja de zapatos vacía. Recordó la sonrisa de su hermano cuando sacó los dibujos y los clavó, con chinchetas robadas en el colegio, en las delicadas paredes blancas del farmacéutico. Recordó la sonrisa súbita y ancha de Marty, y eso lo hizo sonreír de placer. Un barco, exclamó su hermano, ¡para volver con mamá!
«Ha sido una travesía muy larga», pensó Jeffers.
Y todavía no había finalizado.
Adelantó a un enorme camión cuyo motor emitía un rugido ensordecedor que perforaba el silencio del interior del coche. Vio que Anne Hampton se encogía ante aquella agresión. Volvió a situarse en el carril derecho una vez que el camión hubo desaparecido detrás de ellos y continuó avanzando por la carretera, obligando a su cerebro a hundirse de nuevo en una bendita vacuidad, como si pudiera hacer que su mente quedase tan vacía y horrible como aquellas malditas paredes blancas, desoladas, y olvidar lo que había visto, lo que había hecho y lo que aún se proponía hacer.
Pasaron de largo el extrarradio de Nueva Orleans cuando el cielo de primeras horas de la tarde comenzaba a oscurecerse y Anne Hampton vio unas enormes nubes de tormenta en el horizonte. Advirtió que Jeffers parecía acelerar la marcha al ver que el tiempo empeoraba. Cuando se estrellaron contra el cristal los primeros goterones de lluvia, puso en marcha el limpiaparabrisas maldiciendo irritado por lo bajo.
Ella no dijo nada, pues había descubierto que Jeffers ya hablaría cuando quisiera hablar. Jeffers rompió el silencio al cabo de un momento, lo cual demostró que su prudencia estaba justificada.
—Maldita sea —dijo—, esta puta lluvia va a complicar las cosas.
—¿Por qué?
—Cuando llueve resulta más difícil encontrar las referencias. Hace mucho tiempo que no vengo aquí.
—¿Puede decirme adónde vamos?
—Sí.
Calló unos instantes.
—¿Le importa? Pero sólo si usted quiere…
—No —repuso él—. Te lo voy a decir. Nos dirigimos a un lugar llamado Terrebonne, que es un condado de la costa. Un poco más allá de un pueblo que se llama Ashland. No he estado por allí desde, veamos, desde el ocho de agosto de mil novecientos setenta y cuatro. Ésa es la razón por la que me puede joder el asunto cualquier cosa, como un cambio en el tiempo o una carretera nueva, y la verdad es que todas las carreteras parecen nuevas.
Anne Hampton observó por la ventanilla aquel terreno pantanoso salpicado de bosquecillos de pinos y algún que otro sauce. Parecía un lugar de terrores prehistóricos, y la recorrió un escalofrío.
—Parece salvaje, en realidad.
—Y lo es. Es un sitio fantástico, como de otro planeta. Solitario, olvidado, aislado. Me gustó mucho cuando estuve aquí.
Anne Hampton creyó por un momento que se le había parado el corazón. Se le cerró la garganta como si alguien la estuviera estrangulando. La boca se le quedó completamente seca.
«Aquí es donde tiene pensado matarme.» Intentó abrir los labios para hablar, pero no pudo.
Sabía que tenía que llenar de algún modo aquel repentino silencio, así que se puso a pensar a toda velocidad intentando encontrar algo que decir para llenar el interior del coche, cuando lo único que deseaba era chillar. Por fin habló, aunque se arrepintió al instante de lo débil e insípido de sus palabras.
—¿Tenemos que ir a ese lugar? —preguntó.
Tuvo la sensación de haber hablado igual que una niña lloriqueando.
—¿Por qué no? —replicó Jeffers.
—No sé, es que parece, no sé, un poco apartado.
—Por eso lo he escogido. —Vio que él la miraba—. Eso no lo estás anotando —comentó irritado.
Cogió el cuaderno y el lápiz, pero otra vez le temblaron las manos, y lo que escribió quedó emborronado e ilegible.
Entonces él la abofeteó, en un gesto rápido, la palma de su mano apenas pareció moverse del aro del volante. Ella lanzó una exclamación ahogada y se le cayó el lápiz, pero hizo acopio de hasta el último fragmento de presencia de ánimo que le quedaba y lo recogió del suelo inmediatamente. Apenas notó el dolor.
—Ya estoy lista —dijo.
—Tienes que dejar de ser tan idiota —dijo Jeffers.
—Lo intento.
—Pues esfuérzate más.
—Lo prometo. Prometo que me esforzaré.
—Bien. Aún hay esperanza para ti.
—Gracias. Es que… Es que…
No pudo terminar la frase, de manera que se rindió al silencio que se apoderó del interior del coche. Escuchó cómo se fundía el ruido del motor con el golpeteo de los limpiaparabrisas y se preguntó cómo sería cuando sucediera.
—Boswell la tonta —dijo Jeffers cuando hubieron transcurrido unos momentos. Estudió ociosamente la posibilidad de tranquilizarla, de hacerla saber que aún tenía planes para ella. Pero luego se lo pensó mejor. Era preferible que llorase de vez en cuando a permitirle ganar seguridad en sí misma—. Deberías pensar menos en la longevidad de la vida y más en la calidad.
—Más en la calidad —repitió ella.
—Apunta eso —dijo Jeffers—. Aforismos. El mundo según Jeffers. El almanaque del pobre Douglas Jeffers. Los dichos de Douglas Jeffers. En eso consiste tu trabajo.
—Naturalmente —contestó ella.
Siguieron adelante. Anne Hampton se sintió abrumada por la lluvia, la oscuridad y el miedo.