Retrato en sangre (34 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Recorrieron arriba y abajo las calles de la ciudad. Jeffers miraba por las ventanillas, por lo visto buscando algo, pero ella no supo qué podía ser. De repente pisó el freno y se detuvo junto a la acera.

—Tú crees que es muy difícil —dijo enfadado—. Pero no lo es.

Examinó la calle arriba y abajo, y acto seguido introdujo una mano en la bolsa de las armas y sacó la pistola de cañón corto. Se la puso a Anne Hampton debajo de la nariz.

—O…, oh…

—¿Difícil? Pues observa. Baja la ventanilla. —Ella obedeció, y de inmediato penetró una oleada de humedad pegajosa que invadió el coche. La recorrió un escalofrío. No sabía qué estaba pasando. Jeffers se apeó del coche y lo rodeó para situarse en el lado de ella. Se inclinó hacia la ventanilla y le dijo—: Observa atentamente.

Ella afirmó.

Jeffers se apartó del bordillo. Anne Hampton vio una sombra acurrucada en la oscuridad de un portal del edificio. Vio que Jeffers examinaba de nuevo la calle y después cruzaba la acera con paso decidido.

Tocó al vagabundo con el pie.

—Despierta, colega —le dijo.

El hombre, todavía en su sopor, alzó una cabeza canosa.

Jeffers se giró para mirar a Anne Hampton. Ella se fijó en que el hombre tenía barba y mostraba una inofensiva curiosidad de viejo; no estaba molesto porque lo hubieran despertado, tan sólo estaba sorprendido. La mirada de ella se cruzó con la de Jeffers, y éste la miró intensamente. Ella tuvo la sensación de verse atrapada en una inexplicable corriente descendente, dando tumbos en el aire sin control, llevada por una especie de fuerza invisible. Vio que Jeffers se giraba otra vez hacia el vagabundo, el cual parecía estar hurgando en su pasado perdido en busca de las palabras necesarias para formular una pregunta.

—Buenas noches, viejo. Lamento que haya tenido que ser así —le dijo Jeffers.

A continuación se agachó bruscamente y en un movimiento Huido introdujo el cañón de la pistola en la boca entreabierta del vagabundo. Alzó la mano izquierda para protegerse de lo que le pudiera llover encima.

Y seguidamente apretó el gatillo.

Se oyó un débil crujido y el hombre pareció dar un salto, una sola vez, y después se desplomó otra vez en el suelo, como si hubiera vuelto a dormirse.

Anne Hampton abrió la boca para gritar, pero no pudo.

Jeffers se apartó, miró una vez más la calle y se apresuró a regresar al coche. Se alejaron de la acera muy despacio, giraron al llegar a la esquina y más adelante giraron otra vez, y otra más, trenzando una tela de araña en la oscuridad, en una soledad completa.

—Sube la ventanilla —ordenó Jeffers. A Anne Hampton le tembló la mano al accionar la manivela. Tenía la respiración espasmódica, entrecortada. En vez de palabras, lo que le salía eran pequeños quejidos llorosos—. Ya ves lo fácil que es. —La miró y añadió—: Ha sido culpa tuya. Si no me hubieras desafiado, no habría tenido que cometer una acción tan despreciable.

—Yo, esto…

La taladró con una mirada rápida y afilada.

—Ha sido culpa tuya. Del todo. Ha sido como si tú misma hubieras cogido la pistola y hubieras apretado el gatillo. Como si a ese hombre lo hubieras asesinado tú. Has quitado una vida. ¿Ves? Ahora ya eres igual que yo. ¿Lo entiendes? ¿Lo entiendes, asesina?

Anne Hampton asintió con los ojos llenos de lágrimas.

—Sí, lo entiendo.

—¿Qué se siente, asesina?

No pudo decir nada, y él no la presionó.

Ambos se perdieron en la inmensidad de la noche.

VII
Incredulidad
12

Martin Jeffers atravesó a la carrera la sala C haciendo ondear tras de sí los faldones de su bata blanca. Apenas hizo caso de los pacientes que se apartaron de su camino como buenamente pudieron, dividiéndose como inocentes animales en un redil, dejando sitio a uno que iba con paso decidido. Se las arregló para saludar con la cabeza a los que conocía, los cuales le devolvieron el saludo con el acostumbrado surtido de miradas, sonrisas, bufidos, desvío de ojos y algún que otro juramento que constituía la norma cotidiana de las salas cerradas. Sabía que aquella prisa suya daría lugar a más de una conversación a su paso, pero era inevitable. En un mundo que reflejaba la constancia de la rutina, cualquier conducta que indicara una necesidad o una fuerza externa se convertía en motivo de conversación, debate e inquebrantable curiosidad.

La intriga que sentía él mismo también era desbocada. Mientras corría por los pasillos, especuló sin vergüenza alguna acerca de la llegada de la detective de Homicidios; reflexionó repasando los pacientes que formaban el grupo de los «niños perdidos», intentó deducir cuál de ellos podía haber mencionado que estuvo en Miami en los últimos años, qué miembro del grupo podía haberse mostrado extrañamente reacio a hablar de un acontecimiento reciente. En un conjunto de personas que dedicaba una gran parte de sus energías a la ocultación, Jeffers se había vuelto experto en reconocer disimulos y tabúes. Registró rápidamente su memoria, pero no logró encontrar una respuesta de urgencia. Reconoció la súbita emoción en sí mismo; había algo atrayente en la expresión «detective de Homicidios» que le prestaba un aire de misterio y fascinación. Intentó formarse una imagen mental de una mujer investigando un asesinato y calculó que ésta debía de ser desaliñada, agresiva y decidida. Se preguntó por qué pensaría que la idea de investigar la muerte tenía que ser un territorio masculino, como si la índole de los cadáveres ensangrentados y destrozados fuera algo intrínsecamente varonil, una violación que pertenecía, extrañamente, al terreno de las partidas de póquer o los vestuarios deportivos.

Se le llenó la cabeza de imágenes de violencia. Se sobresaltó al ver retratado a su hermano, vestido con chaqueta de fotógrafo y pantalón sport, listo para marcharse a uno de sus frecuentes viajes a alguna guerra, algún desastre u otra representación de la insensatez del ser humano.

Pensó en las fotografías que hizo su hermano de Saigón, Beirut y Centroamérica. Le vino a la cabeza una foto tomada por su hermano, una que había visto en una de las publicaciones semanales del país. Mostraba a otro fotógrafo, de pie en medio de un montón de cadáveres en Jonestown, Guyana. Los verdes y marrones intensos de la selva formaban un telón de fondo para la figura del centro, que destacaba con absurda incongruencia en contraste con la frondosa vegetación que se veía detrás. El fotógrafo tenía un pañuelo rojo sobre la nariz y la boca; sólo hacía falta mirar la instantánea un momento para comprender que aquello era una medida necesaria para protegerse del hedor de los cadáveres hinchados por el sol y por la muerte. El fotógrafo era casi la imagen perfecta que tienen los niños de un bandido del antiguo Oeste: téjanos, botas y camisa de tela vaquera. Sin embargo, éste tenía en la mano, en vez de una pistola de seis balas, una cámara fotográfica. Y en sus ojos había confusión y una mezcla de tristeza y hastío. La foto de Douglas Jeffers captó a su competidor en un momento de indecisión, como si se sintiera abrumado por la basura del suicidio y no supiera del todo qué imagen atroz iba a robar a continuación. Era una visión perfecta, pensó Martin Jeffers cuando la vio por primera vez, y también al recordarla ahora: la de un hombre civilizado en un mundo prehistórico, intentando asimilar una conducta que corresponde a los animales, buscando capturarla para consumo y fascinación de una sociedad que tal vez se encuentre menos a salvo de la aberración de lo que quisiera creer.

Jeffers apretó el paso pensando en el gran número de fotos de su hermano que retrataban la muerte. Se dio cuenta de que todas y cada una de ellas eran fascinantes, a su manera. «Siempre estamos buscando —pensó—, intentamos entender el comportamiento de las personas, y el acto que más nos asusta a todos es el asesinato. «Pero ¿qué es más común?», se preguntó.

«¿Y no somos todos capaces?»

Ahora estaba hablando como su hermano, se dijo Jeffers. Sacudió la cabeza en un gesto negativo y escuchó cómo rechinaban sus zapatos sobre el pulimentado suelo de linóleo del pasillo. «Bueno, unos somos mucho más capaces que otros.» Y le cruzaron por la mente los rostros de los «niños perdidos».

Que un detective viniera a verlo no era tan infrecuente. Recordó varias ocasiones en los últimos años en las que había recibido llamadas similares y en las que se había encontrado frente a frente con algún individuo monosilábico y de ojos oscuros que le formuló preguntas cada vez más directas acerca de uno u otro de los miembros del grupo de terapia. Naturalmente, su capacidad para ayudarlo se vio severamente limitada por la ética médica y por el concepto de confidencialidad del paciente. Recordó a un detective particularmente tenaz, el cual, tras una frustrante conversación con él, se lo quedó mirando sin pestañear un minuto entero y después le preguntó: ¿Este hombre tiene algún compañero de habitación? No, le contestó él. ¿Se relaciona con alguien en particular? Bueno, sí, recordó haber dicho, tiene un amigo. Bien, repuso el detective, permítame que hable con ese amigo.

Jeffers recordó cómo se sentó el detective enfrente del compatriota del sospechoso de cierto crimen ya olvidado. El detective fue directo, enérgico, pero en ningún momento excesivamente agresivo. Jeffers pensó que debería estudiar el método del detective, que había ciertos momentos del proceso terapéutico en los que podría resultar efectivo. Lo impresionó que al cabo de una hora el detective hubiera obtenido ya toda la información que necesitaba de aquel individuo, el cual estaba de lo más dispuesto a vender la vida de su amigo a cambio de la promesa de una reducción de su condena. Jeffers no le guardaba rencor; últimamente era así como funcionaban las cosas en el mundo habitado por los «niños perdidos», un lugar de intercambios, pactos y mentiras.

La traición era un modo de vida. De lo más corriente. Rutina. Lo asombraba la idea de que la vida no fuera más que una serie incesante de pequeñas traiciones y mentirijillas, un constante transigir y racionalizar.

Pensó de nuevo en la mujer detective. Le complicaba las cosas.

Una gran parte de la labor que llevaba a cabo con los «niños perdidos» consistía en devolverles la idea de que las féminas son personas, crearles de nuevo una imagen del sexo opuesto que no estuviera supeditada al odio que todos sentían hacia las mujeres.

La idea de que una de sus víctimas potenciales viniera ahora a acechar a uno de ellos era a la vez explosiva y aterradora, como si uno de los miedos más hondos y más bloqueados de los «niños perdidos» hubiera emergido de una pesadilla y estuviera llamando a la puerta de la sala de terapia.

«Esto nos va a dar mucho de qué hablar», pensó. Aquello formaba parte de los retos de su trabajo: hacer un valor terapéutico de la conjunción de la memoria y la vida cotidiana.

Tal vez le pidiera su asistencia a una sesión.

Eso la asustaría. Le entrarían ganas de arrestarlos a todos.

Y también les daría un susto de muerte a los «niños perdidos». Aunque últimamente estaban demasiado dormidos en los laureles. Ella podría aportarles una necesaria infusión de realidad, los espolearía un poco, ayudaría a centrar las sesiones, a que las cosas volvieran a su curso.

Sonriendo ante aquella idea, llamó con energía a la puerta de la sala C para que el ayudante lo dejara pasar. La puerta se abrió con un chirrido, y por un momento Jeffers pensó que todo lo que había dentro de aquel viejo hospital chirriaba y se quejaba cuando se usaba. Dio las gracias al ayudante, el cual le puso cara de pocos amigos. Jeffers corrió pasillo abajo y enseguida se encontró en el ala de administración del hospital. Los despachos eran más bonitos, la pintura más reciente, la luz del sol no se veía entorpecida por sucios barrotes cruzados en las ventanas.

Abrió la puerta de la oficina de administración. La secretaria del doctor Harrison levantó la vista y señaló el despacho interior moviendo el dedo pulgar igual que un autoestopista.

—Están ahí dentro, esperándolo —le dijo—. ¿A cuál de ellos cree usted que ha venido a buscar esa detective?

—En cierto modo, probablemente a todos —replicó Jeffers. Fue un pequeño chiste, y la secretaria le rió la broma al tiempo que lo enviaba hacia la puerta con un gesto de la mano.

Jeffers pasó al despacho de dentro. Primero vio al doctor Harrison, el cual se levantó muy despacio de su escritorio marrón.

Era un hombre mayor, de cabello cano, demasiado sensible para el perentorio trabajo de un hospital psiquiátrico estatal, demasiado viejo y cansado para intentar volar con sus propias alas. A Jeffers le caía muy bien, a pesar de sus defectos como administrador. El doctor Harrison lo saludó con una inclinación de cabeza y a continuación, con los ojos, le hizo una seña hacia la otra persona, que estaba levantándose de una silla.

Jeffers apenas tuvo tiempo de hacer una valoración de ella. Era de una edad muy parecida a la suya, eso lo advirtió de inmediato. Después vislumbró brevemente una melena, castaño oscuro, un vestido de seda conservador pero con estilo y una figura esbelta, antes de verse traspasado por sus ojos. Le pareció que eran negros y que lo miraban con expresión rígida. La habitual ojeada valorativa del macho para determinar si ella era atractiva o no se vio eclipsada por la singular intensidad de aquella mirada seria. Experimentó la inquietante sensación de que estaba siendo examinado por un verdugo que le tomaba las medidas con ojo experto para calcular la fuerza con que le cortaría la cabeza el golpe del hacha. Inmediatamente se sintió incómodo y balbuceó:

—Soy el doctor Jeffers. ¿En qué puedo ayudarla, detective…?

Pero la frase simplemente se quedó congelada en el aire.

Su mano, extendida a modo de saludo, quedó suspendida unos instantes hasta que ella le tendió la suya, un tanto reacia. El apretón fue firme, acaso demasiado. Ella soltó la mano y él hizo lo propio, y la estancia se vio invadida por un silencio sólido que a Jeffers le pareció igual que un banco de niebla proveniente del océano. Transcurrió un instante frío y húmedo, después otro; la detective tenía los ojos posados en él, sin pestañear.

Entonces habló, con una voz más terrorífica, si cabe, debido al control con el que pareció pronunciar cada palabra:

—¿Dónde está su hermano?

La detective Barren se arrepintió al momento cuando vio la mezcla de sorpresa y confusión que pasó por el rostro del médico. Pero había sido inevitable. Mientras se dirigía en su coche al hospital, un poco antes, iba estudiando cientos de maneras de enfocar el asunto, decenas de estrategias de apertura, pero sabiendo todo el tiempo que cuando se enfrentase con el hermano del asesino de Susan sólo habría una pregunta importante para ella, y que no iba a poder reprimirla. En la mente de la detective Mercedes Barren, aquella pregunta era radiactiva, resplandeciente, permanente. No dudaba que iba a recibir la respuesta adecuada; cuando uno está dispuesto a dedicar el tiempo que haga falta a buscar una respuesta, al final, inevitablemente, ésta termina llegando.

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