—¿Sabes adónde vamos, Boswell? —preguntó Jeffers. Y él mismo respondió a la pregunta—: Vamos a visitar a un viejo amigo. ¿No opinas que a veces los recuerdos son como viejos amigos? Uno puede convocarlos igual que al coger un teléfono. Afloran a la conciencia y nos proporcionan consuelo.
—¿Y si son recuerdos desagradables? —inquirió Anne Hampton.
—Buena pregunta —repuso él—. Pues yo creo que los malos recuerdos, a su manera, resultan tan útiles como los buenos. Esas cosas se valoran según una escala interior, según nuestro propio sistema de pesos y medidas. Lo bueno de los recuerdos desagradables es que, en fin, son recuerdos al fin y al cabo, ¿no? Están superados. I lay que pasar a otra cosa, nueva… Supongo que, en cierto modo, no clasifico los recuerdos de ninguna forma. Los veo todos como parte de una imagen de conjunto. Como hacer una foto de exposición prolongada, como una de esas secuencias tan curiosas del National Geographic en que la cámara recoge paso a paso cómo se abre una flor o cómo sale el pollo del cascarón.
Ella lo anotó todo.
—Lo estoy escribiendo…
Jeffers rió con frialdad.
—Nos dirigimos al lugar en que Douglas Jeffers salió del cascarón. —Se inclinó hacia delante y torció el cuello para observar el cielo cubierto y gris—. Es uno de los lugares más siniestros de la Tierra —comentó, y se volvió hacia Anne Hampton—. ¿Sabes quién escribió eso? —Ella negó con la cabeza—. En realidad lo escribió un autor, pero lo dijo un personaje. ¿Quién? —Soltó un bufido, casi con humor—. Venga, eres estudiante de literatura inglesa. No puedes consentir que pueda más que tú un curtido reportero. ¡Piensa!
Ella buscó en su memoria.
—¿Shakespeare?
Jeffers rió.
—Demasiado evidente. Moderno.
—¿Melville?
—Buen intento. Te vas acercando.
—¿Faulkner? No, demasiado breve… Esto… ¿Hemingway?
—Piensa en el mar.
—¡Conrad!
Jeffers rió, y ella hizo lo propio.
—Ya ves, Boswell…
Un minuto después ella le preguntó:
—¿Por qué nos dirigimos a uno de los lugares más siniestros de la Tierra?
—Porque —contestó Jeffers en tono práctico— fue allí donde descubrí mi corazón. —Continuaron en silencio. Anne Hampton vio que a Jeffers le brillaron los ojos al encontrar una señal de salida que conducía a una carretera rural—. Que me condenen si no es ésa la carretera.
Se salió de la autopista, y de pronto Anne Hampton vio que circulaban por un estrecho camino secundario, bordeado de grandes árboles que parecían ocultar el cielo que se abrían al viento para dejar pasar mantas de lluvia. Tomaron una cerrada curva de la carretera, y Anne Hampton sintió que el coche derrapaba ligeramente, que los neumáticos traseros giraban sin control y chirriaban intentando agarrarse al asfalto anegado por la lluvia. Una sensación inquietante que le recordó que iban resbalando por una carretera con escaso control.
—¡Cuidado!
—El amor es dolor —dijo Jeffers y aguardó un momento—. Cuando era pequeño, a menudo oía a los hombres de mi madre. Entraban dando pisotones y trompicones, haciendo más ruido en su afán de ser silenciosos que si hubieran actuado con normalidad. Siempre era por la noche, muy tarde, y mi madre suponía que yo estaba durmiendo. Yo mantenía los ojos muy cerrados, pero en la habitación había una lucecita roja, así que con sólo abrir un poquito los párpados conseguía ver lo que pasaba. Recuerdo que ella gemía y se quejaba y finalmente gritaba de dolor. Jamás lo olvidé…
»Parece muy simple, ¿verdad? Cuanto más amor, más dolor. Suena a una canción de músicos callejeros de los años cincuenta, ¿a que sí? —Canturreó—: "Siempre se ama a quien se hiere…" —Se volvió para mirar a Anne Hampton. Y luego cantó otra vez—: "Siempre se mata a quien se quiere…"
Después se volvió y se concentró en la carretera.
—¿Dónde estamos? —se atrevió a preguntar Anne.
—Estamos acercándonos —anunció él.
Pero ella apenas oyó lo que dijo, porque de pronto se sintió atenazada por el miedo.
Continuaron avanzando por entre bosquecillos, adentrándose cada vez más en la oscuridad de las marismas. Anne Hampton no veía señales de vida, a excepción de alguna que otra modesta vivienda junto a la carretera cuyo color blanco destacaba contra el gris cada vez más intenso del día. Poco a poco iba viendo un trecho mayor de cielo, lleno de nubes más oscuras todavía, y comprendió que estaban aproximándose a la costa. Jeffers permanecía en silencio, concentrado, o eso esperaba ella, en la carretera, con la mirada lija al frente y una expresión hosca y seria en la cara. A lo lejos distinguió fuertes relámpagos, fogonazos de luz que atravesaban el cielo, seguidos de estampidos semejantes al retumbar de un cañón que hacían vibrar el coche. La lluvia se había intensificado en volumen e inundaba el parabrisas entre una y otra pasada de las escobillas. Rezó para que no tuvieran que salir del coche, pero sabía que era inevitable. Aunque luego pensó que seguramente daría lo mismo empaparse. Con todo, se le ocurrió la extraña idea de que, cuando sucediera, no quería verse tiritando a causa del aguacero, mojada, desaliñada y patética.
Jeffers giró nuevamente y tomó una carretera aún más pequeña, aún más desierta.
Ella guardó silencio e intentó pensar en su casa, en sus padres y sus amigos, en el sol y el verano que parecían haber desaparecido en el gris de la lluvia y del viento.
Jeffers giró una vez más, y la carretera pasó a ser un camino lleno de baches. Estaba sin asfaltar. Lanzó un juramento.
—Si nos metemos en uno de esos hoyos nos quedaremos atascados. Joder, si estamos a menos de un par de kilómetros… —Torció hacia un parche de hierba y detuvo el coche. Ella odió que desapareciera de pronto el ruido del motor. El silencio pareció engullirla—. Douglas Jeffers piensa en todo —concluyó él. Alargó el brazo hacia el asiento de atrás y cogió un pequeño petate. Abrió la cremallera y sacó un poncho amarillo fuerte que le entregó a Anne Hampton. Seguidamente sacó también un conjunto verde oscuro de pantalón impermeable y chubasquero—. Lo mejorcito de L. L. Bean —añadió—. Una parte importante de la fotografía consiste en prepararse para futuras incomodidades. Espero que eso te quede bien. Usa la capucha.
—Sí, la capucha.
La ayudó a ponerse el poncho y después se colocó el traje para el agua.
—Muy bien —dijo—. Vámonos.
Estalló otro trueno y cayó un nuevo aguacero sobre el coche. Jeffers sonrió y salió por la puerta. Al segundo siguiente se abrió la portezuela de Anne Hampton. Ella supo que más le valía no pensárselo.
La intensidad de la lluvia pareció cortarle la respiración, y por un instante se quedó de pie, desorientada y aturdida por la fuerza del viento. Sintió que Jeffers la agarraba del brazo, con una firmeza que ya le resultaba familiar, y se dejó arrastrar por él. El camino era arenoso y endeble, y ella, medio empujada por Jeffers, resbalaba con sus zapatillas. Por un instante deseó al menos poder morir en un lugar seco y conocido, porque aquello le resultaba especialmente injusto. No veía a su captor, a veces le parecía que lo tenía detrás y al momento siguiente lo tenía al lado, y después lo veía delante, tirando de ella. Intentó formular mentalmente teoremas y conclusiones: ¿Por qué iba a darme un poncho y después matarme? Pero lo que más la aterrorizaba era el descubrimiento, empapado por la lluvia, de que asignar la lógica a lo que le ocurriera a ella constituía un error. Cerró los ojos para no ver los relámpagos y la lluvia y comenzó a musitar fragmentos de oraciones para sus adentros conforme iba poniendo un pie delante del otro, en el afán de hallar algo de consuelo en aquellas cadencias olvidadas tiempo atrás.
—Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre… —Y luego—: Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden… —Jeffers tiró un poco más de ella, y exclamó con voz ahogada—: Sí, aunque camine por valles de tinieblas, no temeré…
—¡Vamos! —la apremió Jeffers—. Tiene que estar ahí delante…
—Ave, María, llena eres de gracia, bendito es el fruto de tu vientre. Ave, María, llena eres de gracia. Ave, María, llena eres de gracia. Ave, María, llena eres de gracia…
—¡Vamos, maldita sea! ¡Venga!
—Ave, María. Ave, María. Ave, María. Llena eres de gracia, llena eres de gracia, llena eres de gracia. Ave, María…
Cerró los ojos y siguió caminando, procurando pensar en cualquier cosa que no fuera la lluvia, el viento y la presión de la mano de Douglas Jeffers en el brazo. Se preguntó si él le vendaría los ojos y le pondría un cigarrillo en la boca, como hacían en las ejecuciones militares. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia que le corría por la cara.
En eso, de repente, al poner el pie derecho en el suelo, éste cedió bajo su peso. Resbaló hacia delante y cayó dejando escapar una involuntaria exclamación de dolor, más por una insólita indignación que por el aguijonazo que sintió. Entonces se volvió hacia Jeffers, que estaba de pie, protegiéndose los ojos como si le diera el sol, escrutando el paisaje.
—¡Mierda! —exclamó. Propinó una patada a la arena del suelo—. ¡Mierda, mierda, mierda!
Se dedicó a dar pisotones en el suelo describiendo un pequeño círculo, sin dejar de mirar a lo lejos. También lanzó un puñetazo al aire.
Ella no se atrevió a decir nada.
Entonces Jeffers se giró y la miró.
Ella tuvo la sensación de no poder respirar.
Y Jeffers estalló en carcajadas. Reía cada vez más fuerte, sus risotadas se elevaron en las ráfagas de viento y parecieron mezclarse con el aire y los truenos.
Permaneció de pie sobre ella, riendo por espacio de varios minutos.
—Bueno —dijo por fin, después de frotarse los ojos—. Bueno, menuda metedura de pata. Nos hemos equivocado de sitio. Ya te dije que habían pasado años… Ahí enfrente debería haber un sauce enorme, gigantesco, y no está. He debido de equivocarme al coger la carretera. —Ayudó a Anne Hampton a levantarse—. Volvemos al coche —anunció.
—¿Eso es todo? —preguntó ella, pero se arrepintió al instante.
En cambio Jeffers no pareció molestarse.
—Así es —contestó. Le rodeó los hombros con un brazo y la ayudó a regresar andando al vehículo.
El espacio cerrado del interior del coche pareció reconfortarla. Jeffers le dio una toalla pequeña y ambos intentaron secarse lo mejor posible.
—Gracias —dijo Anne.
Jeffers seguía riendo, con suavidad, como si algo lo divirtiera enormemente. Arrancó el motor y se dirigió de vuelta a la carretera.
—No creías que una persona como yo fuera a cagarla, ¿verdad?
—No.
—Quiero decir —siguió él, con una ancha sonrisa—. Yo me enorgullezco de pensar hasta en el último detalle. No dejo nada al azar. Hasta los planes mejor trazados acaban por delatarse… —Sonrió—. Lo gracioso es que este lugar de verdad es importante para mí. Por lo menos el recuerdo que tengo de él. —Sonrió otra vez y condujo despacio—. En fin, han pasado demasiados años, supongo. Demasiadas carreteras aparte de ésta.
—Sigo sin saber qué estamos buscando —apuntó ella.
Jeffers pensó un instante y respondió con un encogimiento de hombros:
—Mi primera cita. Mi primer amor de verdad.
—¿Con una chica?
—Por supuesto. —Hizo otra pausa—. Yendo por una de esas malditas carreteras sin asfaltar que parecen todas iguales, hay un sauce enorme un poco apartado, entre la maleza…
Anne Hampton afirmó con la cabeza.
—Un sauce…
—Y ahí es donde la enterré.
Pronunció aquellas palabras con una aspereza repentina, inesperada, total. A Anne Hampton se le clavaron en el corazón.
Experimentó un torrente de náuseas que se apoderaba de ella, y apretó los dientes al tiempo que hacía gestos frenéticos a Jeffers. Éste, comprendiendo de inmediato, detuvo el coche, abrió la puerta de golpe y de pronto la arrastró por encima de la consola central y la colocó sobre sus rodillas. Le sostuvo la cabeza bajo la lluvia mientras ella vomitaba violentamente, en completo abandono.
La noche se cerró en torno a ellos cuando regresaban a Nueva Orleans. Habían pasado el resto de la tarde sumidos en un silencio húmedo, pero la mente de Jeffers viajaba cargada de recuerdos. Estaba intentando acordarse del nombre de la chica. Sabía que era típico del Sur, como Billie Jo o Bobbi Jo, y también recordaba su vestido de lentejuelas plateadas, demasiado corto y demasiado ceñido, y que dejaba pocas dudas respecto de cuál era su profesión. La había recogido en el coche, procurando contenerse, sabiendo lo que iba a hacer, actuando con aire de indiferencia y exhibiendo un fajo de billetes. Ella al principio se quejó al ver que la llevaba hacia el extrarradio de la ciudad, pero Jeffers recordó que cogió el billete de veinte dólares de propina, se lo metió por el escote y le dijo que pensaba compensarla por el esfuerzo. La chica siguió parloteando con un soniquete y una sosería que alteraron la esencia de sus pensamientos, de modo que, en el primer descampado que encontró, paró el coche, se giró y, al tiempo que ella se tumbaba hacia atrás y cerraba los ojos, la dejó inconsciente de un golpe. A continuación se dirigió hacia el lugar que había escogido en el mapa, un sitio con un adulterado nombre francés: la buena tierra. Fue fácil meterse con el coche en aquel terreno pantanoso a solas con sus pensamientos. Le dio igual que ella estuviera despierta o no; era el acto en sí lo que le intrigaba.
—Era una prostituta —dijo. Anne Hampton afirmó con gesto sombrío—. ¿Qué vida tenía que pudiera necesitar? —agregó en tono de enfado. Anne Hampton no respondió—. Estás llena de ideas tontas y anticuadas acerca de la moralidad y de lo que está bien y lo que está mal. No lo entiendes: ella había nacido para morir. Yo nací para matar. Simplemente, era cuestión de que nos encontráramos el uno al otro.
Anne Hampton se volvió hacia él e hizo ademán de ir a decir algo, pero se contuvo.
Jeffers habló por ella.
—Ibas a decir que está mal quitar la vida a alguien, ¿verdad?
—Sí, eso…
—Tal vez. Pero ¿qué diferencia hay? —Ella no pudo replicar—. Ya te lo digo yo: ninguna. Los gobiernos matan por política, yo mato por placer. No somos tan distintos.
—La cosa no es tan fácil —apuntó Anne Hampton—. No puede serlo.
—¿No? ¿Crees que es difícil matar? ¿Crees que cuesta tanto trabajo? Vale —dijo—. Vale, muy bien.
La lluvia había amainado hasta transformarse en una llovizna, pero hacía que los faros del coche perforasen la negrura de la noche con su haz de luz. Frente a ellos resplandecía Nueva Orleans, y Jeffers pisó el acelerador y se dirigió hacia aquellas luces. No dijo nada cuando entraron en la ciudad, dejó que el resplandor de las farolas perforase la oscuridad de la noche. Anne Hampton no experimentó consuelo alguno en la ciudad, no más del que había sentido en los pantanos, y de pronto comprendió que para una persona como Jeffers eran la misma cosa. Miró a Jeffers, se fijó en el duro gesto del rostro y del mentón, y una vez más sintió que se le revolvía el estómago.