Ella negó rápidamente con la cabeza.
El soltó una breve carcajada.
—Ya sabía yo que no.
Una vez más Anne sintió que se le encogía el corazón de desesperación. Luchó por reprimir una súbita oleada de histeria.
De pronto oyó un leve chasquido y volvió la cabeza para ver de qué se trataba.
—¿Qué me…?
—Ha llegado el momento de descubrirse —anunció él, que sostenía en la mano unas tijeras quirúrgicas de acero.
La sensación del metal contra la piel le dio frío. Se estremeció y a continuación escuchó. Entonces dejó escapar un gemido y comprendió lo que era. Oh, Dios, lo sabía. El hombre, sin prisa pero sin pausa, estaba cortándole la tela de los vaqueros.
Cortó primero una pernera desde el tobillo hasta la cintura, después la otra. Luego dobló con cuidado el pantalón hacia atrás para dejar a la vista las piernas. Ella sintió un escalofrío. Notó que él le introducía una mano por debajo del cuerpo y le empujaba la espalda hacia arriba, separándole las nalgas de la cama, y volvía a soltarla tras retirar el vaquero. Lo oyó arrojar la prenda destrozada contra un rincón. Cerró los ojos y sintió cómo las tijeras le trabajaban la camisa con una calma y una precisión aterradoras. Notó que le quitaba el sujetador, y a continuación el tacto del acero en las caderas mientras le cortaba las bragas.
Dejó escapar otro sollozo.
Se sentía abrumada por el dolor y la vergüenza. Derrotada. Lo inevitable de lo que estaba a punto de sucederle se le antojaba demasiado sordo, obvio, ineludible; casi no le daba miedo. Pensó: «Hazlo ya, por favor, acaba de una vez.»
Esperó a que él la violara.
Los segundos se transformaron en minutos, y Anne Hampton se dio cuenta de que tenía frío. Se estremeció, con los ojos aún cerrados.
No oía nada salvo la respiración de él, muy cerca.
Era consciente de que iban transcurriendo los minutos.
Una idea terrible acudió a su mente: ¡Dios mío! ¿Y si no podía? ¿Y si esa frustración…? Entonces dejó de pensar y abrió los ojos muy despacio. Lo encontró simplemente sentado al lado de ella. Cuando él vio que había abierto los ojos, le recorrió todo el cuerpo con los suyos.
—Te darás cuenta, por supuesto, de que podría hacer contigo lo que quisiera —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—Abre las piernas.
Ella separó las piernas todo lo que le permitían las ataduras.
Oyó el zumbido del motor de una cámara fotográfica y detrás de sus párpados entornados el mundo se tornó rojo de repente, al producirse un destello de luz. Luego hubo otra explosión, y después otra. Entonces abrió los ojos lentamente.
—¿Va a…?
—Muy bien —dijo él. Estaba guardando de nuevo la cámara en una bolsa.
Ella intentó volver a cerrar las piernas, nerviosamente.
—¿Va a…? —empezó a decir otra vez, pero sus palabras se ahogaron en otra bofetada que le cruzó la cara.
—Pensaba que eso ya lo habíamos aprendido —dijo él.
Y la golpeó otra vez.
Ella no pudo evitar llorar.
—Lo siento, lo siento —se disculpó—. Por favor, no me pegue más.
Él se limitó a mirarla.
—Está bien. Puedes formular la pregunta. ¡Vamos!
Ella sollozó.
—¿Va… va a… violarme?
Él guardó silencio y después dijo:
—¿Tengo que hacerlo? —Le puso una mano en la entrepierna. Ella sintió cómo su piel se encogía bajo aquellos dedos. Y entonces la abofeteó de nuevo. Ella lanzó una exclamación ahogada—. Te he hecho una pregunta. No me hagas esperar.
—Oh, Dios, no, sí, no lo sé, lo que usted quiera, por favor.
—Bien —repuso él, y se acercó a los pies de la cama. Ella alzó la cabeza de la almohada y lo vio sostener en alto algo pequeño y brillante—. ¿Ves lo que es esto?
Ella lanzó un gemido. Por su mente cruzó una sombra siniestra.
—Siempre me ha fascinado la sencillez de una cuchilla de afeitar —añadió él—. Podría cortarte el cuello con tal sutileza que lo primero que sentirías sería la sangre brotando de tu gaznate.
Anne Hampton lo miró con ojos desorbitados por el pánico.
Él la miró a los ojos. A continuación, lentamente, con sumo cuidado, bajó la cuchilla y la pasó por la gruesa piel del dedo gordo del pie.
—Por favor —empezó ella, pero calló al ver el centelleo en los ojos de su torturador.
Él se colocó a un costado y le apoyó el filo de la cuchilla en la cadera. Anne Hampton no sintió nada, pero vio aparecer en su piel una delgada raya de sangre como de tres o cuatro centímetros de largo.
—Considérame una cuchilla de afeitar —le dijo él mientras se situaba un poco más arriba y deslizaba la cuchilla por el antebrazo, justo en el borde de la visión periférica de su presa. Ella alcanzó a distinguir solamente otra raya roja. Tuvo la mareante sensación de estar girando sobre sí misma, intentando mantenerse alerta, dominarse, para gritar, para hacer algo. De pronto lo tuvo delante de la cara, y vio la cuchilla entre sus dedos. Él le propinó con la mano un golpe en la nariz y en la boca al tiempo que mascullaba—: ¿Quieres que te haga un arreglito en la cara?
Y entonces Anne Hampton se sumió en el vacío.
Anne despertó dulcemente, pensando en prepararse un desayuno tranquilo y abundante, en disfrutar de unos huevos con tostadas y beicon, café, quizás un bollito, y después leer reposadamente el periódico de la mañana. Imaginó que el desayuno y las noticias desagradables le vendrían muy bien para librarse de la pesadilla que había sufrido, un sueño horrible lleno de cuchillas de afeitar y locos dementes. Medio dormida, intentó darse la vuelta para levantarse de la cama, pero topó una vez más con las ligaduras que la sujetaban. Por un momento se quedó confusa, como si pudiera sacudirse la somnolencia de los ojos y terminar de una vez con aquella nebulosa pesadilla que invadía la solidez de su vida diaria. Y entonces la tensión de las muñecas y los tobillos se hizo real y comprendió que en realidad el sueño era lo que acababa de pensar, y lanzó un sollozo de admisión y derrota.
Entonces se acordó de su cara.
Su mano saltó de forma involuntaria hacia los ojos, pero se vio retenida por las ataduras. Intentó doblarse hacia las manos; «¡necesito tocarme! —gritó para sus adentros—. ¿Qué me ha hecho?».
La invadió un terror rebelde, incontrolable. «¿Sigo siendo yo?», rugió su cerebro. Torció el cuello para mirarse el corte que le había hecho la cuchilla en el antebrazo. Le produjo un miedo inmenso no notar nada, aunque veía el coágulo de sangre seca transformado en una costra marrón. No experimentaba ni dolor ni ninguna otra sensación. «¡La cara! ¿Qué me ha hecho en la cara?» Intentó segmentar su rostro en varias zonas; movió la nariz, la cual pareció reaccionar con normalidad; arqueó despacio las cejas intentando sentir una vacilación en la carne que delatara un corte en la piel; empujó el mentón hacia delante y estiró la piel de la barbilla y del labio inferior. No estaba segura del todo, porque todavía tenía el labio hinchado. Ordenó a su boca que ejecutara una sonrisa, después una sonrisa más ancha, y sintió cómo la carne de las mejillas se contraía y se tensaba. Intentó arrugar la frente al mismo tiempo, y a continuación mantuvo aquella mueca grotesca, inspeccionándola como si estuviera viéndola desde atrás, a oscuras, como un ciego en una habitación conocida que de pronto se da cuenta de que alguien ha cambiado de sitio los muebles que a él le ha costado tanto memorizar.
No podía estar segura, y aquello la asustaba tanto como lo que más. Cerró los ojos y rezó en silencio para que aquella vez pudiera abrirlos encontrándose de vuelta en su habitación, rodeada de sus cosas. Apretó los ojos con fuerza y trató de recordar su dormitorio. Pensó en las fotografías colocadas sobre el escritorio: sus padres, sus abuelos, su hermano ahogado, el viejo perro ovejero de la familia. En el centro, entre las fotografías, tenía una cajita, un joyero antiguo de madera tallada a mano, en el que guardaba pendientes, sortijas y collares que entre todos valían mucho menos que el joyero en sí. Trató de recordar aquella mañana de Navidad en la que lo desenvolvió y el beso y el abrazo que dio a sus padres como agradecimiento. Trató de recordar la textura lisa y agradable de la madera pulida. El dibujo en forma de volutas de la tapa era de una finura y una delicadeza especiales, y se esforzó por buscar en su memoria la sensación que experimentó al pasar las yemas de los dedos por aquella madera.
Pero era un recuerdo lejano, como algo recogido de un sueño a la deriva, y por primera vez se preguntó si algo que había existido tan pocas horas antes podía ser real.
Sintió un estremecimiento, pero no porque tuviera frío.
¿Dónde estará?, se preguntó.
No lo oía respirar, pero eso no le indicó nada; sabía que el hombre estaba muy cerca. Alzó la cabeza para captar su entorno iluminado por la misma luz tenue que la perfilaba a ella. No vio a su captor, pero lo que sí vio perforó su cerebro salvajemente y se le clavó en el corazón con profundo terror.
Dejó caer la cabeza otra vez sobre la almohada y permitió que los sollozos le sacudieran todo el cuerpo. Fue entonces cuando, por primera vez, conoció una violación de verdad.
La había vestido.
Llevaba puestos una braga, un sujetador, un pantalón y una camiseta.
Pensó: «soy una niña».
Y rompió a llorar desconsoladamente.
Pasó varios minutos sin darse cuenta de que el hombre se hallaba sentado en una silla, justo a su espalda. Cuando el llanto fue cesando, él le tocó otra vez los labios con un paño mojado. A continuación, suavemente, comenzó a lavarle la cara. Siguió realizando dicha tarea mientras ella iba superando poco a poco sus miedos; Anne Hampton se concentró en el tacto del paño contra su piel procurando estar atenta a cualquier vacilación o dolor que pudiera dar fe del trabajito que le había practicado el con la cuchilla. Pero no hubo nada, de modo que se permitió suspirar para sus adentros.
Sintió que se le relajaban los músculos y luchó por mantener la rigidez, pensando que debía estar preparada para algo. Entonces se dio cuenta de que el control de su mente sobre su cuerpo se había rendido, que ya no iba a poder ordenar nada a sus miembros, que de algún modo en las pasadas horas, en el miedo y la tensión, había renunciado a una parte de su autocontrol. Entonces él empezó a hablar con suavidad, amablemente. Ella odió el sonido de su voz, pero fue incapaz de resistirse al efecto que ejercía.
—Bien —dijo el hombre—. Relájate. Aspira y espira despacio. —Luego permaneció en silencio—. Cierra los ojos y haz acopio de fuerzas. —Ella pensó: no es eso lo que pretende; lo que pretende es que me quede sin fuerzas—. Escucha los latidos de tu corazón —prosiguió—. Todavía estás viva. Has llegado hasta aquí. Has hecho progresos.
A Anne Hampton se le ocurrieron un centenar de preguntas, pero las reprimió todas.
—Yo… y…
—No digas nada —dijo él. Anne notó que su respiración se había serenado y que los latidos de su corazón ahora eran más lentos. Se refugió detrás de sus párpados cerrados, consciente de que él se había apartado de su lado. Lo oyó alejarse unos pasos y luego, con la misma rapidez, regresar junto a ella—. Eso es. Sigue con los ojos cerrados —ordenó. Su voz tenía un tono sosegado. Le acarició la frente con suavidad—. ¿Crees que soy capaz de hacerte daño? —le preguntó con voz queda.
—No —respondió ella pausadamente. Seguía con los ojos cerrados.
—Pues te equivocas —replicó él con aquella voz aterciopelada.
Sintió un estallido de luz detrás de los ojos cerrados cuando la golpeó. El sonido que produjo su mano contra la mejilla fue agudo, horrible, y respondió con una exclamación ahogada que era una mezcla de sorpresa y dolor. Abrió los ojos de golpe y vio la mano de él tomando impulso para abofetearla de nuevo, el único objeto estable en medio de una habitación que giraba de modo vertiginoso.
Cerró los ojos con fuerza e intentó hundirse en la almohada.
—No, no, no, otra vez no, por favor —exclamó.
Entonces se hizo el silencio.
En la oscuridad de sus ojos cerrados, la mente de Anne Hampton giraba a toda velocidad. Por primera vez no pudo pensar en nada que no fuera el dolor, lo odiaba y lo temía, ansiaba librarse de él.
Al cabo de un momento él habló.
—Te debo otro golpe —le dijo—. Piensa en eso.
Acto seguido lo oyó alejarse de la cama e internarse en lo que, empezaba a entender, era la vasta oscuridad de la pequeña estancia en la que se encontraba. Permaneció con los ojos cerrados, sintiéndose completamente abandonada salvo por el incesante dolor.
Dejó de tener conciencia plena de si estaba despierta o dormida. La distinción entre la fantasía y la realidad, entre la vigilia y el sueño, se había evaporado. Se preguntó por un instante si la barrera entre la vida y la muerte se volvería también igual de borrosa.
Aterrorizada ante aquel pensamiento, intentó darse ánimos. «Todavía estoy viva —pensó—. Si su intención fuese matarme, ya lo habría hecho, y al principio. No me mantendría con vida, provocándome dolor, para terminar matándome. No, me necesita. Y esa necesidad explica el que no haya acabado conmigo.»
Sin embargo, enseguida el negro desánimo se abatió de nuevo sobre ella y la hizo pensar en la posibilidad de que estuviese equivocada. Tal vez él la necesitaba sólo por lo que ella le proporcionaba: una víctima inmovilizada. Tal vez, sencillamente, estaba aumentando la tensión hasta llegar a un clímax. Y una vez alcanzado éste, ¿qué sería ella? ¿Se transformaría en un objeto desechable? Intentó librarse de semejantes pensamientos encerrándolos en algún rincón oscuro de su mente, pero una vez que los visualizó comenzaron a crecer poco a poco hasta terminar dominando su imaginación. Vio escenas que parecían sacadas de un telediario nocturno: un pelotón de cámaras, una brigada de detectives, una masa pululante de curiosos, todos congregados alrededor de su cadáver desnudo. En su visión intentó gritarle a la muchedumbre que estaba viva, que respiraba, lloraba y pensaba, pero nadie le hacía caso. Para ellos estaba muerta, a pesar de lo mucho que insistiera en lo contrario, y en dicha pesadilla despierta se vio a sí misma, paralizada por el miedo, trasladada sobre una camilla al depósito de cadáveres. Era como si sus gritos de superviviente fueran mudos, insonoros, y se perdieran en el cielo sin que los oyera nadie.
El hombre se introdujo en aquella ensoñación, y Anne Hampton vio que empuñaba una pistola.