«Tal vez su hermano tenga razón. Tal vez admita sus crímenes para así obtener cierto grado de satisfacción con la publicidad.» Se lo imaginó sonriente, posando, aceptando esa extraordinaria y perversa celebridad americana que acompaña a los crímenes que causan sensación. Seguro que disfrutaría inmensamente con toda aquella atención.
Se vio inundada de imágenes; Charles Manson en un tribunal, mostrando de pronto el Times de Los Ángeles para que lo vieran los miembros del jurado que se ocupaba de los casos Tate-LaBianca, con aquel gigantesco titular que gritaba: MANSON CULPABLE, AFIRMA NIXON; David Berkowitz entrando en la sala donde lo juzgaban, canturreando: «Stacy era una puta, Stacy era una puta», arrastrando la «u» como si fuera un mantra obsesivo, con la familia de la pobre víctima enfurecida y forcejeando, intentando echarle la mano encima a su atormentador. Al día siguiente, el
New York Times
publicó un notable retrato a lápiz y tinta, el cual ella y los demás detectives de la unidad contemplaron con tristeza e incredulidad; el doctor Jeffrey McDonald diciendo a un periodista que era absolutamente falso que hubiera matado su esposa v sus dos hijos pequeños, y mucho menos en un ataque casi psicótico de furia, y que el hecho de que lo hubieran acusado de asesinato era una equivocación o, peor aún, una conspiración.
Imaginó a otros individuos convertidos al instante en celebridades gracias a un delito y una acusación. Recordó al aristocrático Claus von Bülow con una sonrisa satisfecha e irónica en la cara, posando para un fotógrafo de famosos de
Vanity Fair
con un traje de cuero negro y en compañía de su amante, en los días posteriores a que fuera exculpado del crimen de inyectar insulina a su mujer y causarle un coma irreversible. Vio a Bernhard Goetz parándose delante de una colección de micrófonos, mirando con expresión inofensiva por encima de sus gafas y diciendo a un sinfín de cuadernos y
flashes
y a las noticias de las seis que él no había hecho nada malo al disparar a los cuatro adolescentes que lo agredieron en el metro.
Vio a Douglas Jeffers sumándose al mismo desfile, y aquel pensamiento la puso enferma.
Bajó la ventanilla de su lado y aspiró una profunda bocanada de aire.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Martin Jeffers.
—Sí —repuso ella—. Es que necesitaba un poco de aire fresco.
—¿Quiere que paremos?
—No —respondió ella con firmeza—. No quiero parar hasta que lleguemos.
Y continuaron el viaje.
Ya hacía tiempo que había oscurecido cuando llegaron a las inmediaciones de Manchester. Se habían detenido una vez a poner gasolina, y la detective Barren había corrido a entrar en el restaurante estilo cafetería y al servicio que se encontraba al fondo del mismo mientras Martin Jeffers llenaba el depósito y miraba el nivel de aceite. Ella compró café, un par de refrescos y dos sándwiches, de atún y de jamón y queso. Los sándwiches eran de pan blanco y gomoso, y venían sellados en envases de plástico transparente. Cuando regresó al coche, le ofreció los dos a Jeffers.
—Escoja —le dijo.
—Dirá más bien que escoja un veneno —replicó él, mirando los sándwiches. Tomó el de jamón y queso y enseguida lo atacó—. Me encanta el atún —afirmó.
Ella se sumó a la carcajada.
En aquel momento Martin Jeffers pensó que hacía mucho tiempo que no oía a una mujer reír sin ambages. No creía que volviera a oírla reír de nuevo. Recordó por qué la detective estaba con él y qué pensaba hacer si se le presentaba la ocasión.
Así que se advirtió a sí mismo que debía actuar con cautela. «Nada de ir a tumba abierta; cuestiónalo todo para tus adentros.»«No confundas un poco de risa con un síntoma de confianza. Ni tomes una sonrisa por un gesto de afecto.»«No te fíes de nada, permanece alerta.»Cobró ánimo contra la fatiga provocada por la carretera y las emociones y siguió conduciendo sin pausa, adentrándose en la creciente oscuridad.
En el extrarradio de Manchester descubrió el cartel de un Holliday Inn que resaltaba en fuerte contraste con la negrura de la noche de New Hampshire. Gesticuló y preguntó:
—¿Qué le parece ese sitio? Esta noche ya no vamos a poder hacer nada, y los dos llevamos muchas horas sin dormir…
Ella asintió; una parte de ella se negaba a reconocer que estaba extenuada, la otra exigía que lo aceptase.
—Bien.
Rellenaron dos hojas de inscripción individuales y cada cual utilizó su propia tarjeta de crédito, lo cual pareció tomar por sorpresa al empleado. Cuando les entregó las llaves, la detective Barren sacó de pronto la fotografía de Douglas Jeffers y se la enseñó.
—¿Lo ha visto? ——exigió—. ¿Ha estado aquí durante las últimas semanas?
El empleado observó la foto.
—No puedo decir que recuerde su rostro —respondió.
—Revise el registro —dijo Martin Jeffers—. Busque Douglas Jeffers. Es mi hermano.
—No puedo hacer eso… —se defendió el otro.
La detective Barren extrajo su placa dorada.
—Sí que puede —le dijo.
El empleado miró la placa.
—No tenemos registro —dijo—. Todo está informatizado. Los nombres se borran todas las semanas…
—Mire de todas formas —insistió Martin Jeffers.
El empleado afirmó. Pulsó varias letras en un teclado de ordenador.
—Nada —dijo.
—¿Ese ordenador está conectado con los de otros Holliday Inn? —quiso saber la detective Barren.
—Pues sí, lo está —contestó el empleado—. Sólo para los tres que existen en esta zona.
—Pruebe en ellos —exigió otra vez.
—Bueno, no estoy seguro de cómo se hace, pero voy a probar de todos modos. —Estuvo enredando con el teclado, pulsando rápidamente diversas combinaciones de letras y números—. ¡Ya está! —exclamó de pronto.
—¡El nombre! —dijo Martin Jeffers.
—No, no, lo siento —dijo el empleado—. Es que acabo de averiguar cómo se hace. Ahora voy a examinar los nombres. —Pulsó más letras, y después sacudió la cabeza en un gesto negativo—. No aparece en los siete últimos días —declaró.
—Gracias por intentarlo —dijo la detective Barren.
—¿Tiene algún problema esa persona? —inquirió el empleado.
—Podría denominarse así —replicó la detective Barren—. Pero por el momento es tan sólo una persona desaparecida.
El empleado asintió.
Martin Jeffers llevó el petate de la detective Barren hasta la habitación. Ella le permitió hacerlo para dar un aspecto de inocencia a dicha acción. Sabía que si hubiera insistido en transportarlo ella, él habría deducido que era allí donde guardaba el arma. Sabía que probablemente lo descubriría de todas maneras, pensando un poco. Pero a lo mejor no, y ella siempre buscaba la menor ventaja que pudiera obtener.
Al llegar a la puerta de sus respectivas habitaciones, los dos se miraron el uno al otro.
—¿Quiere que intente buscar algo de comer? —ofreció Martin Jeffers.
Ella negó con la cabeza.
—Bien —repuso él.
Ambos guardaron silencio.
—Necesito que me dé su palabra —dijo Jeffers.
—¿Cómo dice?
—Prométame que, una vez que yo entre en la habitación, no se marchará sin mí.
Ella estuvo a punto de sonreír. Aquello mismo era lo que ella temía de él.
—Si usted me promete lo mismo.
Jeffers afirmó con la cabeza.
—¿Entonces estamos de acuerdo?
Ella asintió también.
—Por qué no salimos a las nueve —sugirió Jeffers—. Pediré en conserjería que nos despierten.
—A las ocho —repuso ella con firmeza—. Hasta entonces.
Moviéndose a la misma velocidad, cada uno abrió la puerta de su habitación y penetró en la misma. Pareció un extraño ballet, oculto a la vista, pero, gracias a las delgadas paredes del hotel, no necesariamente oculto al oído. Los dos se detuvieron y aguzaron los sentidos por si percibían algún sonido procedente de la habitación del otro. Acto seguido avanzaron hasta el centro de la habitación, y cuando se dieron cuenta de que el otro estaba al lado y probablemente escuchando con la misma desconfianza, tras unos momentos de actividad se metieron en la cama.
Manchester fue en otro tiempo una ciudad industrial, y aún conservaba una sensación de mugre de oficina y trabajo duro, con imperturbables edificios de ladrillo y fábricas que quedaban sólo parcialmente disimulados por el intenso verdor de finales del verano de New Hampshire. La detective Mercedes Barren y Martin Jeffers desayunaron brevemente y en silencio y a continuación partieron abriéndose paso entre los que madrugaban para ir a la iglesia y el fuerte sol. Hablaron poco, y tampoco llevaban un plan establecido; se limitaron a navegar por las calles deteniéndose en los restaurantes de comida rápida, gasolineras, otros moteles y hoteles, cualquier lugar en el que Douglas Jeffers hubiera podido pasar un rato y hubiera hablado con alguien lo suficiente como para que se acordaran de su rostro.
La detective dudaba que, incluso aunque lo recordara alguien, dicho conocimiento valiera la pena; pero, tal como apuntó Martin Jeffers, si habían de dar con su paradero, aunque sólo fuera por una vez, al menos tendrían una cierta idea de adonde se dirigía.
Ella se mostró escéptica. Él también. Pero ambos concedían, para sus adentros, que se sentían mucho mejor haciendo algo, aunque sólo fuera ilusionándose por creer estar haciendo algo, que habiéndose sentado a esperar.
Y ambos anhelaban lo mismo: algún ligero contacto que los pusiera al alcance de Douglas Jeffers. Era como si al llegar al mismo lugar en que había estado su presa consiguieran captar su olor.
Con todo, la detective Barren se sentía un poco tonta. Sabía que las probabilidades de tener éxito eran muy escasas; pero, nunca le había disgustado esta parte del trabajo policial. Algunos detectives odiaban la monotonía que implicaba el tener que formular la misma pregunta una y otra vez, intentando registrar el pajar entero, y preferían con mucho saltárselo. Por el contrario, ella se daba cuenta de que una buena parte de su éxito se debía a su tesón, y era capaz de sentirse perfectamente contenta, feliz de verdad, haciendo una pregunta tras otra. Martin Jeffers sentía de modo parecido; una gran parte de su trabajo consistía en repetir lo mismo una y otra vez, los mismos recuerdos, las mismas circunstancias, los mismos hechos, hasta que a fuerza de persistir quedaban desactivados.
Ya era por la tarde cuando Jeffers preguntó:
—¿Por qué no probamos en la comisaría de policía? Sólo por ver si ha estado allí.
—Lo estaba reservando para el final —replicó la detective Barren.
—Ya hemos llegado al final —dijo él—. Si mi hermano ha estado aquí, desde luego no ha armado mucho escándalo.
—No creo que haya estado aquí —dijo la detective—. Y eso sólo significa que puede que aparezca en cualquier momento.
Jeffers asintió.
—Pero yo todavía tengo un trabajo y compromisos que me esperan tras un viaje de regreso de ocho horas a Nueva Jersey. Si usted quiere quedarse por aquí…
—No —respondió ella. «Estamos juntos en esto», pensó al mismo tiempo—. No, continuaremos juntos hasta que…
Jeffers la interrumpió.
—Hasta que lo resolvamos.
—Exacto.
—Bien, vamos a la comisaría.
Martin Jeffers consultó la dirección de la Comisaría Central de Policía mientras la detective Barren enseñaba la foto a otro empleado de gasolinera, pero sin resultado alguno. Siguiendo las indicaciones que le dieron, recorrió una serie de deprimentes calles de la ciudad, cada una de ellas más ruinosa que la siguiente. La comisaría se encontraba en la zona más mugrienta del centro urbano. La detective Barren se fijó en el número de coches patrulla que pasaban por aquel barrio y supuso que debían de estar cerca. Por fin descubrió a su izquierda un edificio grande de ladrillo rojo.
—Ahí está —dijo, señalando.
Martin Jeffers reflexionó un instante.
—Ése no es —anunció—. Ése es nuevo, o sea, relativamente nuevo. El edificio que yo recuerdo era antiguo. —Detuvo el coche cerca del edificio—. Fíjese en la piedra de la esquina —dijo.
La detective Barren se volvió y siguió su mirada. «Erigido en 1973», leyó en una losa gris ubicada en la esquina del edificio. Martin Jeffers aparcó el coche y dijo:
—Vamos a preguntar.
En el interior todo eran luces fluorescentes y diseño moderno, pero ligeramente ajado por el uso. Se acercaron a un sargento que estaba detrás del mostrador y la detective Barren sacó su placa. El oficial era un individuo corpulento, probablemente feliz de ocuparse de la recepción e igual de ducho en evitar la polémica que en eludir una misión en la calle.
—Ah, Miami —dijo el sargento en tono de satisfacción—. Mi cuñado tiene un bar en Fort Lauderdale. Fui a verlo en una ocasión pero tiene demasiados críos, ya sabe lo que quiero decir. ¡Y qué calor hace! Bueno, ¿y qué puedo hacer por usted, detective de Miami? ¿Qué necesita de Manchester?
Pronunció el nombre de la ciudad con un acento que hizo sonreír a la detective Barren.
—Dos cosas —respondió, sonriendo—. ¿1 la visto a este hombre? ¿Y no había en otro tiempo una comisaría de policía antigua en el centro de Manchester?
El sargento estudió la foto.
—No, creo que no lo he visto. ¿Quiere que haga unas fotocopias y las distribuya cuando se pase lista? Si se busca a este tipo, deberíamos saberlo. ¿Qué opina usted?
La detective Barren reflexionó rápidamente acerca de aquel ofrecimiento. «No. Es mío.»
—No —respondió—, en este momento sólo se le busca para interrogarlo y en realidad no tengo suficientes motivos para que ustedes intenten detenerlo. Sólo estoy realizando ciertas indagaciones, ya sabe.
El sargento afirmó.
—Como quiera —dijo—. Era sólo por ayudar.
—Se agradece —repuso ella.
El policía sonrió.
—Bueno —añadió—, respecto a eso de la antigua comisaría, de hecho hubo dos. Hasta mediados de los años sesenta éramos como un conjunto de pueblecitos. Teníamos comisarías por todas partes. Después se agruparon todas en este único y bonito edificio que está viendo… —Señaló a su alrededor con las manos antes de proseguir—. La mayoría de ellas fueron derruidas. Una pasó a ser un montón de bufetes de abogados, la que estaba más cerca del juzgado. Me parece que otra fue convertida en un bloque de pisos. Ésa se encuentra en la otra parte de la ciudad, la parte bonita… —Rió—. A veces me da por pensar que eso es lo que nos va a pasar a todos cuando nos vayamos al otro barrio, que nos convertirán en un bloque de pisos. Directo hacia el cielo, supongo. —Rió nuevamente, y tanto Martin Jeffers como la detective Barren sonrieron con él, reconociendo que había algo de verdad en aquella queja.