»De todas formas, aquello fue más tarde; después de ir al consulado, me fui directamente al monasterio para hablar con el padre superior. Era un viejo holandés, muy torvo, que había pasado cincuenta años en Africa central. Me contó su versión de la historia; que Sebastian se había presentado, como dijo el cónsul, con su barba y una maleta, y pidió que le admitieran como misionero lego. "Hablaba muy en serio", dijo el padre superior —Cordelia imitó su acento gutural; recordé que desde niña había tenido gran habilidad para la mímica—. "Le ruego que no crea ni por un momento que dudamos de él; está totalmente sano y es muy sincero." Quería adentrarse en la selva, lo más lejos posible, vivir entre las gentes más simples, llegar hasta los caníbales. El superior le había dicho: "No hay caníbales en nuestras misiones". Y Sebastian le replicó que bueno, que también servirían los pigmeos, o simplemente cualquier poblado primitivo de algún paraje próximo al río; o los leprosos; los leprosos eran lo que más le interesaba. El superior le dijo entonces: "Tenemos muchos leprosos, pero viven en nuestros campamentos con médicos y monjas. Está todo muy bien organizado". Lo volvió a pensar y dijo que quizá los leprosos no fueran exactamente lo que buscaba y preguntó si no habría alguna iglesita al lado de un río que pudiera cuidar cuando el párroco estuviera ausente. Siempre había querido vivir a orillas de un río. El superior le dijo: "Sí, existen esas iglesias. Ahora hábleme de usted". "Oh, yo no soy nada", declaró Sebastian. "Vemos bichos muy raros" —Cordelia volvió a imitar al padre misionero—. "Era un tipo raro, pero muy sincero." Entonces le explicó a Sebastian lo del noviciado y la instrucción necesaria y le dijo: "No es usted un hombre joven. No me parece muy fuerte". "No, no quiero que me instruyan", respondió Sebastian. "No quiero hacer cosas que necesiten cursillos." "Amigo mío, usted necesita un misionero para usted solo." "Sí, claro." Y entonces el superior le despidió.
»Al día siguiente Sebastian volvió. Había estado bebiendo. Dijo que había decidido hacerse novicio y someterse al adoctrinamiento. "Bueno" me dijo el superior. "Hay ciertas cosas que un hombre en la selva no puede hacer. Una de ellas es beber. Aunque no es lo peor resulta muy peligroso; así que le despedí otra vez." Volvió a presentarse dos o tres veces por semana, siempre borracho, hasta que el superior dio orden al portero de que le impidiese la entrada. Le dije: "Vaya, me temo que les ha causado muchas molestias". Pero, claro, ellos no entienden estas cosas en un lugar así. El superior se limitó a decirme: "Pensé que no podía hacer nada para ayudarle, salvo rezar". Era un anciano muy santo y reconocía la santidad en los demás.
—¿La santidad?
—Oh, sí, Charles; eso es lo que tienes que entender de Sebastian.
»Bueno, finalmente un día encontraron a Sebastian en el suelo, inconsciente, ante la puerta principal. Había ido andando, normalmente alquilaba un coche, se había caído y estuvo allí tumbado toda la noche. Al principio creyeron que sólo estaba borracho, pero luego se dieron cuenta de que estaba muy enfermo y le metieron en la enfermería, donde todavía sigue.
»Estuve con él quince días, hasta que hubo pasado lo peor. Tenía un aspecto terrible, envejecido, bastante calvo, con la barba descuidada, pero su manera de ser seguía siendo tan dulce como siempre. Le habían dado una habitación individual; era poco más que una celda de monje con una cama, un crucifijo y paredes blancas. Al principio no podía hablar demasiado y no le sorprendió en absoluto verme allí; luego se extrañó pero tampoco habló mucho hasta poco antes de marcharme, cuando me contó sus andanzas. Hablaba sobre todo de Kurt, su amigo alemán. Bueno, tú le conoces, así que ya sabes toda la historia. Parecía un tipo siniestro, pero mientras Sebastian pudo cuidarle fue feliz. Me dijo que hubo una época en que prácticamente había dejado de beber, cuando Kurt y él vivían juntos, Kurt estaba enfermo y tenía una herida que no se curaba. Sebastian le ayudó a recuperarse. Luego se fueron a Grecia. Los alemanes parecen descubrir a veces un sentido de la decencia cuando llegan a un país clásico ¿no crees? Da la impresión de que eso sucedió con Kurt. Sebastian dice que se volvió casi humano en Atenas. Pero le metieron en la cárcel; no averigüé muy bien por qué. Al parecer, la culpa no fue sólo suya: una pelea con un oficial. Una vez encarcelado, las autoridades alemanas se hicieron cargo de él. Era la época en que estaban reuniendo a sus compatriotas de todas partes del mundo para convertirlos en nazis. Kurt no quería marcharse de Grecia, pero los griegos no le admitían y, desde la misma cárcel, junto con un montón de pendencieros alemanes, le embarcaron en un buque y le enviaron a casa.
»Sebastian le siguió y tardó un año en encontrar su pista. Luego, por fin, le localizó vestido de recluta nazi en una ciudad de provincias. Al principio no quiso saber nada de Sebastian; le soltó toda la jerga oficial sobre el renacimiento de su país y su identificación con la patria, y le dijo que había hallado una manera de realizarse en la vida de su raza. Pero toda esta doctrina era en él superficial. Seis años con Sebastian le habían enseñado más que un año con Hitler; finalmente lo repudió, reconoció que odiaba a Alemania y que quería marcharse del país. No sé hasta qué punto se trataba del atractivo de la vida fácil, el poder vivir de Sebastian, bañarse en el Mediterráneo, estar sentado en los cafés, sin hacer nada, mientras te limpian los zapatos. Sebastian dice que no era sólo eso; que Kurt había empezado a hacerse un hombre en Atenas. Es posible que tenga razón. De todas formas, intentó desertar. Pero fracasó. Hiciera lo que hiciese, siempre se metía en líos, me dijo Sebastian. Le atraparon y le internaron en un campo de concentración. Sebastian no pudo acercarse ni averiguar nada de él; ni siquiera descubrió en qué campo estaba. Se quedó esperando en Alemania durante casi un año, bebiendo otra vez, hasta que un día en que estaba borracho trabó conversación con un hombre que acababa de salir del campamento donde había estado Kurt, y así supo que se había ahorcado en su barracón pocos días después de que le encerraran.
»La noticia supuso para Sebastian el abandono de Europa. Volvió a Marruecos, donde había sido feliz y, poco a poco, fue recorriendo la costa de un lugar a otro, hasta que un día, esta vez sobrio, ahora bebe a intervalos bastante regulares, concibió la idea de marcharse a vivir con los salvajes. Y en eso estaba cuando le encontré.
»No le sugerí que volviera a casa. Sabía que él no lo iba a hacer y estaba todavía demasiado débil para discutirlo. Me pareció bastante feliz cuando me marché. Nunca podrá irse a la selva, naturalmente, ni hacerse misionero, pero el padre superior va a hacerse cargo de él. Habían pensado convertirle en una especie de ayudante del portero. Suele haber personajes raros en todas las casas religiosas ¿sabes? Gente que no encaja del todo en el mundo ni tampoco en la vida monástica. Supongo que yo misma soy un poco así. Aunque, como da la casualidad de que no bebo, soy una persona más aprovechable.
Habíamos llegado al punto de regreso de nuestro paseo, el puente de piedra al pie del último y más pequeño lago, debajo del cual las aguas crecidas caían en catarata al riachuelo inferior. Más allá, el camino se curvaba de retorno a la casa. Nos asomamos un momento al pretil para contemplar el agua negra a nuestros pies.
—Tuve una vez una institutriz que se ahogó saltando de este puente.
—Sí, lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Fue la primera cosa que supe de ti, incluso antes de conocerte.
—Qué extraño.
—¿Le has contado a Julia todo lo de Sebastian?
—En esencia, sí; no exactamente del mismo modo que a ti.
Ella nunca le amó como le amamos nosotros, ya sabes. «Amamos.» Esta palabra suponía un reproche contra mí. En el verbo «amar» de Cordelia no existía el tiempo pasado. —¡Pobre Sebastian! —dije—. Es demasiado triste. ¿Cómo acabará?
—Creo que puedo decírtelo exactamente, Charles. He visto a otros como él, y creo que son muy queridos por Dios y se hallan muy próximos a Él. Seguirá viviendo, mitad externo y mitad interno, en la comunidad; una figura familiar, con su escoba y su manojo de llaves. Los padres más viejos le tendrán mucho cariño y los novicios se burlarán un poco de él. Todo el mundo estará al corriente de su problema alcohólico; desaparecerá durante un par de días todos los meses, y todos moverán la cabeza, sonreirán y dirán con diferentes acentos: «El buen Sebastian ha vuelto a ir de parranda», y él regresará despeinado y avergonzado, y mostrará más devoción en la capilla los siguientes días. Es probable que llegue a tener escondrijos en el jardín para guardar una botella, y que tome un trago a hurtadillas de vez en cuando. Le sacarán para que haga de guía siempre que haya un visitante de habla inglesa, y estará absolutamente encantador, hasta tal punto que, antes de marcharse, el forastero preguntará cosas sobre él a los hermanos, y éstos le darán a entender más o menos que Sebastian está bien relacionado en su país. Si vive bastante, generaciones de misioneros en toda clase de lugares apartados le recordarán como un viejo excéntrico que de alguna manera formaba parte del convento durante sus días estudiantiles, y rezarán por él en sus misas. Poco a poco irá cogiendo pequeñas manías de devoción, intensos cultos muy personales. Aparecerá en la capilla a horas intempestivas y le echarán en falta cuando le busquen. Y luego, una mañana, después de una de sus borracheras, le recogerán del suelo, ante la puerta, moribundo, y él indicará, con un simple movimiento del párpado, que está consciente cuando le den los últimos sacramentos. No es una forma tan mala de pasar la vida.
Pensé en el joven con el oso de peluche paseando por debajo de los castaños en flor.
—No es lo que uno habría previsto —dije—. ¿No sufrirá, al menos?
—Oh, sí, creo que sí sufre. Es imposible saber en qué puede consistir el sufrimiento cuando se está mutilado como él: sin dignidad, sin fuerza de voluntad… he visto tanto sufrimiento en los últimos años… A todos nos esperan muchos y muy pronto. Vivimos la primavera del amor… —Y entonces añadió, como una condescendencia hacia mi paganismo—: El lugar donde él vive es muy hermoso ¿sabes? Cerca del mar, con claustros blancos, un campanario, hileras de legumbres frescas, y un monje que las riega cuando el sol está bajo.
Reí.
—¿Estabas segura de que yo no lo entendería?
Julia y tú… —dijo. Y luego, cuando íbamos caminando hacia la casa—: Cuando me viste anoche, ¿no pensaste: «Pobre Cordelia, una niña tan encantadora convertida en una solterona fea y piadosa, dedicada a las buenas Obras»? ¿Pensaste: una mujer «frustrada»?
No era momento de engaños.
—Sí, lo pensé; ahora no, no tanto.
—Es curioso; es exactamente lo que pensé de ti y de Julia. Cuando estuvimos arriba con Nanny. «Pasión frustrada», pensé.
Hablaba con ese suave e infinitesimal matiz de burla que había heredado de su madre, pero más tarde, aquella misma noche, yo habría de recordar conmovido sus palabras.
Julia llevaba el vestido chino bordado que solía ponerse cuando cenábamos solos en Brideshead; era una túnica cuyo peso y rígidos pliegues acentuaban su quietud; el cuello emergía exquisitamente del sencillo círculo dorado que rodeaba su garganta; las manos reposaban inmóviles, entre los dragones de su regazo. Me había regocijado muchas noches aquella imagen suya, y esa noche, al verla sentada entre la lumbre de la chimenea y la luz tamizada de la lámpara, incapaz de separar mis ojos prendados de su belleza, de repente pensé: «¿Cuándo la he visto igual que ahora? ¿Por qué me recuerda esta visión otro momento?». Y entonces recordé que la había visto así sentada en el transatlántico, antes de la tormenta; ahora había adoptado la misma actitud que entonces, y comprendí que ella había recuperado lo que pensé había perdido para siempre, esa tristeza mágica que me había atraído, una actitud frustrada que parecía decir: «Seguramente he sido hecha para algo más que esto».
Aquella noche me desperté en la oscuridad y medité sobre la conversación con Cordelia. Recordé que yo había dicho: «Estabas segura de que yo no lo entendería». Cuántas veces, creía yo, me había sentido frenado bruscamente, como el caballo que yendo a galope tendido se niega de repente a salvar un obstáculo y retrocede a pesar de las espuelas, demasiado asustado incluso para tocarlo con el hocico y mirarlo de frente.
Me asaltó otra imagen: una cabaña ártica y un trampero solitario, con sus pieles, su lámpara de aceite y su fuego de leña, todo seco, ordenado y caliente adentro, y afuera el rugido de la última ventisca del invierno, y la nieve que se amontona contra la puerta. En completo silencio, un gran peso se va acumulando contra los maderos; el pestillo se deforma en su agujero; minuto a minuto, en la oscuridad del exterior, la pila blanca va sellando la puerta, hasta que muy pronto, cuando se calma el viento, sale el sol sobre las pendientes heladas y llega el deshielo, un bloque se mueve en lo alto, resbala, titubea y cobra fuerzas, hasta que la falda entera de la colina parece estar desmoronándose y el pequeño refugio iluminado se abre, partido en mil pedazos, y rueda cuesta abajo en el alud para ir a parar al fondo del barranco.
La audiencia de mi divorcio o, mejor dicho, del de mi mujer, estaba prevista aproximadamente al mismo tiempo que la boda de Brideshead. El de Julia no se tramitaría hasta el siguiente período de sesiones de los tribunales. Mientras tanto, la mudanza general prosiguió a toda marcha: el traslado de mis pertenencias desde la vieja rectoría a mi apartamento, las de mi mujer desde mi apartamento a la vieja rectoría, las de Julia desde la casa de Rex y el castillo de Brideshead a mi domicilio, las de Rex desde Brideshead a su casa, y las de la señora Muspratt desde Falmouth a Brideshead. En diferente medida, todos nos vimos sin hogar cuando de repente se hizo un alto y lord Marchmain, con una afición por lo dramáticamente intempestivo a todas luces digna de su hijo mayor, declaró, en vista de la situación internacional, la intención de volver a Inglaterra y vivir sus años postreros en la vieja mansión.
Al único miembro de la familia a quien esta novedad auguraba algún beneficio era a Cordelia, que había sido vergonzosamente olvidada en toda esta barahúnda. Brideshead, ciertamente, le había formulado una petición en serio de que considerara la casa como un hogar por el tiempo que ella estimara conveniente, pero cuando Cordelia supo que su cuñada tenía la intención de instalar a sus hijos allí durante las vacaciones, inmediatamente después de la boda, bajo la responsabilidad de una hermana suya y una amiga de ésta, decidió mudarse ella también, y habló de instalarse sola en Londres. Ahora se encontraba, como la cenicienta, elevada al rango de
chatelaine
, mientras su hermano y la futura esposa de éste que, hasta ese momento se habían creído a punto de ser, en cuestión de días los amos absolutos, estaban sin techo. Las actas de transferencia de los títulos de propiedad ya transcritas y listas para ser firmadas, se volvieron a enrollar y se guardaron en una de las cajas de latón negro del despacho de los abogados, en Lincoln's Inn. Fue un trago amargo para la señora Muspratt. No era una mujer ambiciosa; se habría contentado perfectamente con algo muchísimo menos grandioso que el castillo de Brideshead, pero sí aspiraba a disponer de un abrigo para sus hijos durante las navidades. La casa de Falmouth estaba desmantelada y en venta; además, la señora Muspratt se había despedido del lugar con cierto justificable orgullo por su nueva situación; ya no podía volver allí. Tuvo que retirar apresuradamente sus muebles de la habitación de lady Marchmain, ponerlos en una cochera vacía, y alquilar una casa amueblada en Torquay. No era, como ya he dicho, una mujer de grandes ambiciones, pero, después de haber concebido tan elevadas esperanzas, le desconcertó tener que contentarse con tan poco y tan de repente. Las mujeres del pueblo que habían preparado la decoración para la entrada de los novios empezaron a descoser las «bes» sobre las estameñas, a sustituirlas por las «emes» y a tachar las bolas y hojas de fresa esparcidas sobre las coronas pintadas, como preparativo para el regreso de lord Marchmain.