Relato Soñado (11 page)

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Authors: Arthur Schnitzler

Tags: #Drama

BOOK: Relato Soñado
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Fridolin volvió a negar con la cabeza.

—No se trata de ningún… asunto del servicio.

—Bueno, tanto mejor —dijo Adler—, ya creía que era la mala conciencia la que te traía aquí abajo a estas horas de dormir.

—Está relacionado con la mala conciencia o, por lo menos, con la conciencia en general —respondió Fridolin.

—¡Ah!

—En pocas palabras —se esforzó por adoptar un tono inocente y seco—, me gustaría tener información sobre cierta mujer que ha muerto esta tarde en la segunda clínica, de envenenamiento por morfina, y que ahora debe de encontrarse aquí, una tal Baronesa Dubieski. —Y, más apresuradamente, continuó:— Tengo la sospecha de que esa supuesta Baronesa Dubieski es alguien a quien conocí fugazmente hace años. Y me interesaría saber si mi sospecha es cierta.


¿Suicidium?
—preguntó Adler.

Fridolin asintió.

—Sí, suicidio —dijo, como si quisiera dar otra vez al asunto un carácter privado.

Adler apuntó con un índice humorísticamente extendido a Fridolin:

—¿Un amor desgraciado de Vuestra Señoría?

Fridolin negó, un tanto irritado:

—El suicidio de esa Baronesa Dubieski no tiene nada que ver conmigo.

—Perdón, perdón, no quería ser indiscreto. Podemos comprobarlo enseguida. Por lo que yo sé, esta tarde no nos ha llegado ninguna solicitud de medicina legal. De todas formas…

«
Autopsia judicial
», atravesó la mente de Fridolin. Eso podía ocurrir aún. ¿Quién sabía si su suicidio había sido realmente voluntario? Recordó de nuevo a los dos caballeros que tan repentinamente habían desaparecido del hotel al conocer el intento de suicidio. El asunto podía convertirse muy bien aún en un caso criminal de primera. ¿Y él (Fridolin) no sería citado como testigo…? Sí, ¿no estaría en realidad obligado a presentarse voluntariamente al juez?

Siguió al doctor Adler por el pasillo hasta la puerta de enfrente, que estaba entreabierta. La habitación desnuda y de alto techo estaba débilmente iluminada por las dos llamas sin pantalla, un tanto bajas, de un candelabro de gas de dos brazos. De las doce o catorce mesas para cadáveres sólo algunas estaban ocupadas. Algunos cuerpos estaban desnudos, sobre otros habían extendido lienzos. Fridolin se acercó a la primera mesa, al lado mismo de la puerta, y levantó con precaución el paño de la cabeza del cadáver. Un deslumbrante rayo de luz de la linterna eléctrica del Doctor Adler cayó de pronto. Fridolin vio un rostro de hombre amarillento, de barba gris, y lo cubrió otra vez enseguida con el lienzo. En la mesa siguiente yacía el cuerpo delgado y desnudo de un muchacho. El doctor Adler, desde otra mesa, le dijo:

—Aquí hay una de edad comprendida entre sesenta y setenta, tampoco será ésa la que buscas.

Fridolin, sin embargo, como si se sintiera de pronto atraído, se dirigió al fondo de la sala, en donde relucía, pálido, un cuerpo de mujer. Tenía la cabeza caída a un lado; unos cabellos largos y oscuros se derramaban casi hasta el suelo. Instintivamente, alargó la mano para enderezar aquella cabeza pero, con una timidez que en él, médico, resultaba extraña, titubeó otra vez. El doctor Adler se había acercado y, señalando hacia atrás, observó:

—Ninguno de ésos puede ser… ¿Entonces es ésta?

E iluminó con su linterna eléctrica la cabeza de la mujer, que Fridolin, venciendo su timidez, había cogido con ambas manos, levantándola un poco. Un rostro blanco de párpados semicerrados lo miró. La mandíbula inferior colgaba floja, el labio superior, estrecho y levantado, dejaba ver las encías azuladas y una hilera de dientes blancos. Si aquel rostro había sido hermoso alguna vez, si quizá lo era todavía el día anterior… Fridolin no hubiera podido decirlo… era un rostro totalmente insignificante, vacío, un rostro muerto. Podía pertenecer igual a una muchacha de dieciocho años que a una mujer de treinta y ocho.

—¿Es ella? —le preguntó el doctor Adler.

Fridolin se inclinó más instintivamente, como si su penetrante mirada pudiera arrancar una respuesta a aquellos rasgos rígidos. Y lo supo enseguida: aunque aquello hubiera sido realmente
su
rostro,
sus
ojos, los mismos ojos que ayer habían brillado tan ardientes de vida en los suyos, no lo sabía, no podía… en definitiva no quería saberlo. Y volvió a dejar suavemente la cabeza sobre la plancha y dejó que su mirada vagara por aquel cuerpo muerto, guiada por el errante resplandor de la linterna. ¿Era el cuerpo de ella…? ¿Aquel cuerpo maravilloso, floreciente, ayer mismo tan dolorosamente deseado? Vio un cuello amarillento y arrugado, dos pechos de muchacha pequeños que, sin embargo, se habían vuelto fláccidos y entre los que, como si se preparase ya la obra de la descomposición, el esternón se dibujaba con claridad cruel bajo la piel pálida; vio la redondez parda y mate del bajo vientre y vio cómo desde una sombra oscura que ahora no tenía secreto ni sentido, unos muslos bien formados se abrían con indiferencia; vio el abombamiento de las rodillas ligeramente vueltas hacia afuera, las agudas aristas de las espinillas y los pies esbeltos con sus dedos curvados hacia adentro. Todo aquello volvió a hundirse rápidamente en la oscuridad cuando el cono de luz de la linterna eléctrica retrocedió con velocidad multiplicada, hasta que finalmente se detuvo temblando ligeramente sobre el pálido rostro. Involuntariamente, como obligado y guiado por una fuerza invisible, Fridolin tocó con ambas manos la frente, las mejillas, los hombros y los brazos de la mujer muerta; luego, como en un juego amoroso, entrelazó sus dedos con los de la muerta y, por rígidos que éstos estuvieran, le pareció que trataban de moverse para apretar los suyos: incluso creyó que, bajo aquellos párpados semicerrados, una mirada lejana e incolora buscaba la suya; y, como mágicamente atraído, se inclinó hacia adelante.

Entonces oyó susurrar a sus espaldas:

—¿Pero qué haces?

Fridolin se recuperó súbitamente. Soltó sus dedos de los de la muerta, cogió sus delgadas muñecas y puso con cuidado, incluso con meticulosidad, los helados brazos a los lados del tronco. Y le pareció como si entonces, sólo en aquel momento, hubiera muerto aquella mujer. Luego se apartó, dirigió sus pasos hacia la puerta y después por el resonante pasillo, y volvió a entrar en la sala de la que antes habían salido. El doctor Adler lo siguió en silencio, cerrando la puerta a sus espaldas.

Fridolin se acercó al lavabo.

—Me permites —dijo, lavándose las manos cuidadosamente con lisol y jabón.

Entretanto, el doctor Adler pareció querer reanudar sin más su interrumpido trabajo. Había encendido de nuevo el dispositivo de iluminación, hizo girar el tornillo micrométrico y miró por el microscopio. Cuando Fridolin se acercó a él para despedirse, el doctor Adler estaba ya totalmente absorto en su trabajo.

—¿Quieres echar una ojeada a esta preparación? —le preguntó.

—¿Por qué? —preguntó Fridolin distraído.

—Bueno, para tranquilizar tu conciencia —respondió el doctor Adler… como si supusiera, a pesar de todo, que la visita de Fridolin había tenido sólo una finalidad médico-científica.

—¿Te orientas? —le preguntó, mientras Fridolin miraba por el microscopio—. La verdad es que se trata de un método de teñido bastante nuevo.

Fridolin asintió, sin separar el ojo del ocular.

—Francamente ideal —observó—, una imagen de colores espléndidos, se podría decir. —Y preguntó por diversos detalles de la nueva técnica.

El doctor Adler le dio las explicaciones que deseaba y Fridolin expresó la opinión de que aquel nuevo método le sería probablemente de mucha utilidad en un trabajo que se proponía hacer próximamente. Le pidió permiso para volver al día siguiente o al otro, para que le diera más explicaciones.

—Siempre a tu servicio —dijo el doctor Adler; acompañó a Fridolin por las resonantes baldosas hasta la puerta, que entretanto habían cerrado, y la abrió con su propia llave.

—¿Te quedas aún? —le preguntó Fridolin.

—Naturalmente —respondió el doctor Adler—, éstas son las mejores horas para trabajar… desde la media noche hasta el alba. Entonces se está por lo menos bastante seguro de no ser molestado.

—Bueno… —dijo Fridolin con una sonrisa leve y consciente de su culpa.

El doctor Adler apoyó una mano tranquilizadora en su brazo, y le preguntó luego, con cierta reserva:

—Entonces… ¿era ella?

Fridolin titubeó un segundo, y luego asintió en silencio, sin conciencia apenas de que aquella afirmación podía ser mentira. Porque aunque la mujer que estaba allí en la cámara de cadáveres fuese la misma que hacía veinticuatro horas había tenido desnuda en sus brazos a los salvajes acordes del piano de Nachtigall, aunque aquella muerta fuera otra, una desconocida, una mujer totalmente extraña con la que nunca se hubiera encontrado, lo sabía: aunque estuviera con vida aún la mujer que había buscado, que había deseado, que había amado quizá durante una hora y, cualquiera que fuera su vida futura…; lo que quedaba allí atrás en la sala abovedada, al resplandor de las parpadeantes luces de gas, sombra entre otras sombras, oscura, sin secreto y sin sentido como ellas…, no representaba para él, no podía ya representar para él más que el pálido cadáver, irrevocablemente condenado a la descomposición, de la noche pasada.

VII

Se apresuró hacia casa, a través de las oscuras calles desiertas y, pocos minutos más tarde, después de haberse desnudado en su consulta como veinticuatro horas antes, entró, tan silenciosamente como pudo, en la alcoba conyugal.

Escuchó la respiración regular y tranquila de Albertine y vio el contorno de su cabeza dibujándose sobre la blanda almohada. Una sensación de ternura, incluso de seguridad, le llenó el corazón. Y se propuso contarle pronto, tal vez al día siguiente ya, la historia de la noche pasada, pero como si todo lo que había vivido hubiera sido un sueño… y luego, sólo cuando ella hubiera sentido y comprendido toda la futilidad de sus aventuras, le confesaría que habían sido realidad. ¿Realidad?, se preguntó… y en ese instante descubrió, muy próximo al rostro de Albertine, en el almohadón cercano, en el almohadón
de él
, algo oscuro, delimitado, como las líneas en sombra de un rostro humano. Por un momento se le paralizó el corazón y al siguiente supo ya de qué se trataba, alargó la mano hacia la almohada y cogió la máscara que había llevado la noche anterior y que, mientras hacía el paquete aquella mañana, debía de habérsele caído sin que se diera cuenta, siendo encontrada por la sirvienta o por Albertine misma. De manera que no podía dudar de que Albertine, tras aquel hallazgo, sospechaba muchas cosas y, probablemente, más y peores que las que realmente habían sucedido. Con todo, la forma de dárselo a entender, su ocurrencia de poner aquella máscara oscura a su lado sobre la almohada para representar el rostro de su marido, que se le había vuelto enigmático, aquel modo burlesco y casi travieso que parecía expresar a un tiempo una suave advertencia y su buena disposición para perdonar, dio a Fridolin la firme esperanza de que ella, recordando sin duda su propio sueño … se sentía inclinada, hubiera ocurrido lo que hubiera ocurrido, a no tomárselo demasiado en serio. Fridolin, sin embargo, de repente sin fuerzas, dejó caer la máscara al suelo, sollozó fuerte y dolorosamente, de una forma para él mismo inesperada, se hincó junto al lecho y lloró silenciosamente, con el rostro hundido en los almohadones.

Al cabo de unos segundos sintió una mano suave que le acariciaba el cabello. Entonces levantó la cabeza y, desde el fondo de su alma, se le escapó:

—Te lo contaré todo.

Ella levantó primero la mano, como con suave rechazo; él se la cogió, la retuvo entre las suyas y miró a Albertine de forma interrogante y, al mismo tiempo, con súplica, ella asintió y él comenzó su relato.

El amanecer se filtraba gris por las cortinas cuando Fridolin terminó. Ni una sola vez lo había interrumpido Albertine con alguna pregunta curiosa o impaciente. Debía de darse cuenta de que él no quería ni podía esconder nada. Permaneció tranquila, con los brazos cruzados bajo la nuca, y guardó silencio largo tiempo aún, cuando hacía mucho que Fridolin había acabado. Finalmente él (estaba echado a su lado) se inclinó sobre ella y preguntó, dubitativo y esperanzado a la vez, a aquel rostro inmóvil de grandes ojos claros, en los que ahora parecía amanecer también:

—¿Qué vamos a hacer, Albertine?

Ella sonrió y, tras una breve vacilación, repuso:

—Dar gracias al Destino, creo, por haber salido tan bien librados de todas esas aventuras… de las reales y de las soñadas.

—¿Estás segura? —le preguntó él.

—Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda.

—Y que ningún sueño —suspiró él suavemente— es totalmente un sueño.

Ella cogió la cabeza de él entre sus manos y la apoyó cariñosamente contra su pecho.

—Pero ahora estamos despiertos —dijo— para mucho tiempo.

Para siempre, quiso añadir él, pero, antes de que pronunciara esas palabras, ella le puso un dedo sobre los labios y, como para sus adentros, susurró:

—No se puede adivinar el futuro.

Permanecieron así en silencio, dormitando los dos un poco y próximos entre sí, sin soñar… hasta que, como todas las mañanas, llamaron a su puerta a las siete y, con los ruidos habituales de la calle, un rayo de luz victorioso a través de la rendija de la cortina y una clara risa infantil en la habitación de al lado, comenzó el nuevo día.

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