—¿Desea el señor algo especial? ¿Luis XIV? ¿Directorio? ¿Alemán antiguo?
—Necesito una cogulla oscura de monje y una máscara negra, nada más.
En ese momento se oyó al fondo del pasillo un tintineo de cristal. Fridolin, asustado, miró a la cara al del alquiler de máscaras, como si éste tuviera que darle una explicación inmediata. Gibisier, sin embargo, permaneció imperturbable, buscando a tientas un conmutador escondido en alguna parte… y una claridad cegadora se derramó enseguida hasta el fondo del pasillo, en donde pudo verse una mesita cubierta de platos, vasos y botellas. De dos sillas, a derecha e izquierda, se levantaron sendos jueces de la Santa Vehme
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con togas rojas, mientras al mismo instante desaparecía una criatura luminosa y delicada. Gibisier se precipitó hacia allí a grandes zancadas, metió la mano bajo la mesa y sacó una peluca blanca, mientras al mismo tiempo, después de salir reptando de debajo de la mesa, una muchacha graciosa y muy joven, casi una niña aún, vestida de Pierrette y con medias de seda blancas, venía corriendo por el pasillo hacia Fridolin, que no tuvo más remedio que recibirla en sus brazos. Gibisier había dejado caer la peluca blanca sobre la mesa y tenía sujetos a derecha y a izquierda, por los pliegues de sus togas, a los jueces de la Santa Vehme. Al mismo tiempo gritó a Fridolin:
—Señor, sujéteme a esa chica.
La pequeña se apretaba contra Fridolin, cómo si él debiera protegerla. Tenía la estrecha carita empolvada de blanco y con lunares postizos, y de sus delicados pechos ascendía un perfume de rosas y polvos; … sus ojos sonreían con picardía y sensualidad.
—Señores —exclamó Gibisier—, se van a quedar aquí hasta que los entregue a la policía.
—¿Pero qué se imagina? —exclamaron los dos. Y, al unísono:— Hemos aceptado una invitación de la señorita.
Gibisier los soltó, y Fridolin oyó cómo les decía:
—Sobre eso tendrán que explicarse mejor. ¿O es que no se dieron cuenta inmediatamente de que se trataba de una loca? —Y, volviéndose a Fridolin:— Perdone este incidente, señor.
—Oh, no importa —dijo Fridolin.
Hubiera preferido quedarse allí o llevarse consigo a la pequeña, a donde fuera… y cualesquiera que fueran las consecuencias. Ella lo miraba seductora e infantilmente, como hechizada. Los jueces de la Santa Vehme, al fondo del pasillo, conversaban entre sí excitados; Gibisier se volvió seriamente a Fridolin y le preguntó:
—¿Quería una cogulla, señor, un sombrero de peregrino, una máscara?
—No —dijo Pierrette con ojos brillantes—, tienes que darle a este señor un manto de armiño y un jubón de seda roja.
—Tú no te muevas de aquí —le dijo Gibisier, y señaló una cogulla oscura que colgaba entre un lansquenete y un senador veneciano—. Ésa es de su talla, y aquí está el sombrero a juego; cójalos, vamos.
Entonces se escuchó de nuevo a los jueces de la Santa Vehme.
—Tiene que dejarnos salir inmediatamente, señor Chibisier.
Fridolin se dio cuenta con asombro de que pronunciaban el nombre de Gibisier a la francesa.
—Ni hablar —respondió burlón el del alquiler de disfraces—. De momento van a tener la amabilidad de aguardar mi regreso.
Entretanto, Fridolin se puso la cogulla y anudó los dos extremos del colgante cordón blanco; Gibisier, de pie sobre una escalera estrecha, le tendió el sombrero de peregrino, negro y de ala ancha, y Fridolin se lo puso; pero hacía todo aquello como obligado, porque sentía cada vez con más fuerza que su deber era quedarse y ayudar a Pierrette en el peligro que la amenazaba. La máscara que Gibisier le ponía en la mano y que se probó enseguida olía a un perfume extraño, un tanto repugnante.
—Vete delante de mí —dijo Gibisier a la pequeña, señalándole imperiosamente la escalera. Pierrette se volvió, miró hacia el fondo del pasillo y saludó como despedida, entre alegre y melancólica. Fridolin siguió su mirada; ahora no había ya jueces de la Santa Vehme sino dos jóvenes esbeltos, con frac y corbata blanca, los dos todavía con sus máscaras rojas en el rostro. Pierrette descendió graciosamente la escalera de caracol, Gibisier la siguió, y Fridolin siguió a los dos. En la antesala de abajo, Gibisier abrió una puerta que llevaba a las habitaciones interiores y dijo a Pierrette:
—Te vas a ir ahora mismo a la cama, infame criatura; ya nos hablaremos en cuanto haya ajustado las cuentas a esos dos caballeretes de arriba.
Ella estaba en la puerta, blanca y delicada y, dirigiendo una mirada a Fridolin, sacudió tristemente la cabeza. Fridolin vio en un gran espejo de pared, a la derecha, a un peregrino flaco que no era otro que él, y se maravilló de que, en realidad, todo fuera tan natural. Pierrette había desaparecido y el viejo del alquiler de disfraces cerró la puerta tras ella. Luego abrió la puerta del piso y empujó a Fridolin hacia la escalera.
—Perdone —dijo Fridolin—, ¿cuánto le debo…?
—Déjelo, señor, ya pagará cuando me lo devuelva, confío en usted.
Sin embargo, Fridolin no se movió.
—¿Me jura que no hará ningún daño a esa pobre niña?
—¿Qué podría importarle eso, señor?
—He oído cómo, antes, la calificaba de loca … y ahora la ha llamado criatura infame. Es una contradicción evidente, no me lo negará.
—Bueno, señor —replicó Gibisier con tono teatral—: ¿no son infames los locos a los ojos de Dios?
Fridolin se estremeció, asqueado.
—Sea como fuere —observó luego—, habrá que poner remedio. Soy médico. Mañana seguiremos hablando del asunto.
Gibisier se rió burlona y silenciosamente. En la escalera se encendió de pronto la luz, la puerta que había entre él y Fridolin se cerró e, inmediatamente, Gibisier echó el cerrojo. Mientras bajaba la escalera, Fridolin se liberó del sombrero, la cogulla y la máscara, metiéndose todo bajo el brazo; el portero le abrió la puerta, y el coche fúnebre estaba en efecto enfrente, con el cochero inmóvil en el pescante. Nachtigall se disponía a dejar el café, y no pareció muy agradablemente sorprendido de que Fridolin estuviera con puntualidad allí.
—¿Así que has conseguido realmente un disfraz?
—Ya ves. ¿Y la contraseña?
—¿Insistes en ir?
—Sin falta.
—Entonces… La contraseña es Dinamarca.
—¿Estás loco, Nachtigall?
—¿Por qué loco?
—Por nada, por nada… Casualmente he estado este verano en la costa danesa. Sube… pero no enseguida, para que tenga tiempo de tomar un coche ahí.
Nachtigall asintió y encendió tranquilamente un cigarrillo, mientras Fridolin atravesaba rápidamente la calle, subía a un coche de punto y decía a su cochero en tono inocente, como si se tratara de una broma, que siguiera al coche fúnebre que en aquel momento se ponía en marcha delante de ellos.
Fueron por la Alserstrasse, luego hacia los arrabales, pasando por debajo de un viaducto ferroviario, y continuaron por calles secundarias, desiertas y mal iluminadas. Fridolin pensó en la posibilidad de que su cochero perdiera el rastro del de delante; sin embargo, siempre que sacaba la cabeza por la abierta ventanilla, al aire antinaturalmente cálido, veía delante al otro coche, a cierta distancia, ya su cochero inmóvil en el pescante, con su alta chistera negra. La cosa podía terminar mal, pensó Fridolin. Aún sentía el olor de rosas y de polvos que le había llegado desde los pechos de Pierrette. ¿Qué extraña novela he rozado?, se preguntó. No hubiera debido irme, quizá habría tenido que quedarme. ¿Pero dónde estoy ahora?
Ascendían lentamente, entre villas modestas. Fridolin creyó orientarse; hacía años, sus paseos lo habían llevado hasta allí: debían de dirigirse hacia la Galitzinberg. A la izquierda, muy abajo, veía la ciudad, desdibujada en la niebla y centelleante con sus mil luces. Oyó ruido de rodadura detrás y miró por la ventanilla. Dos coches lo seguían, lo que le agradó, porque así no le resultaría sospechoso al cochero del coche fúnebre.
De pronto, con una sacudida muy violenta, el carruaje torció y, entre verjas, muros y declives, comenzaron a bajar por una especie de garganta. Fridolin pensó que había llegado con creces el momento de enmascararse. Se quitó el abrigo y se puso la cogulla, lo mismo que se ponía su bata blanca todas las mañanas en el departamento del hospital; y pensó, como en algo liberador, en que dentro de muy pocas horas, si todo iba bien, estaría como todas las mañanas entre las camas de sus pacientes… como médico servicial.
El coche se detuvo. ¿Qué pasaría, pensó Fridolin, si no bajara… y me volviera enseguida? ¿Pero adónde? ¿A casa de la pequeña Pierrette? ¿A la de la pequeña prostituta de la Buchfeldgasse? ¿A la de Marianne, la hija del difunto? ¿O a mi propia casa? Y con un ligero estremecimiento se dio cuenta de que ningún otro lugar lo atraía menos que su casa. ¿O era quizá porque ese camino le parecía el más largo? No, no puedo volver, pensó para sus adentros. Tengo que seguir aunque me cueste la vida. Se rió de la frase altisonante, pero no se sentía muy alegre.
La puerta de un jardín estaba abierta de par en par. El cochero del coche fúnebre descendió más profundamente aún por la garganta o por la oscuridad, según le pareció a Fridolin. Así pues, Nachtigall debía de haberse apeado ya en cualquier caso. Fridolin saltó rápidamente del coche, y ordenó al cochero que aguardara su regreso arriba, en la curva, todo el tiempo que fuera necesario. Y para sentirse más seguro, le pagó generosamente por anticipado, prometiéndole la misma suma por el viaje de vuelta. Llegaron los coches que seguían al suyo. Fridolin vio bajar del primero una figura de mujer velada; luego entró él en el jardín y se puso la máscara; un sendero estrecho, iluminado por la casa, llevaba hasta el portal, los dos batientes se abrieron, y Fridolin se encontró en un vestíbulo blanco y estrecho. Lo recibieron los sonidos de un armonio; a derecha e izquierda había dos criados de librea oscura, con los rostros cubiertos por sendas máscaras grises.
«¿La contraseña?», le susurraron a dos voces. Y él respondió: «Dinamarca». Uno de los criados le cogió el abrigo y desapareció con él en una habitación contigua, el otro abrió una puerta, y Fridolin entró en un salón de alto techo en penumbra, casi a oscuras, con las paredes revestidas de seda negra. Algunas máscaras, todas con vestidos eclesiásticos, iban de un lado a otro; entre dieciséis y veinte personas, todos monjes y monjas. Los sonidos del armonio, que aumentaban suavemente (una música sacra italiana) parecían descender de las alturas. En un rincón de la sala había un grupito de tres monjas y dos monjes; lo miraron fugazmente y enseguida, como deliberadamente, apartaron la vista. Fridolin se dio cuenta de que era el único que llevaba la cabeza cubierta, se quitó el sombrero de peregrino y deambuló arriba y abajo, tan indiferentemente como pudo: un monje rozó su brazo y le saludó con la cabeza; pero, desde detrás de su máscara, unos ojos, por un segundo, miraron penetrantemente los suyos. Un aroma extraño y pesado, como el de los jardines del sur, lo rodeaba. Otra vez lo rozó un brazo. Esta vez era el de una monja. Como las otras, también ella llevaba un velo negro que le cubría frente, cabeza y nuca, y bajo los encajes negros de su máscara relucía su boca de color rojo sangre. ¿Dónde estoy?, pensó Fridolin. ¿Entre locos? ¿Entre conjurados? ¿Habré caído en una reunión de alguna secta religiosa? ¿Estaría Nachtigall encargado de traer a algún novato del que poder burlarse, y le pagarían por ello? Sin embargo, para ser una broma de Carnaval todo le parecía demasiado serio, demasiado monótono, demasiado siniestro. A los sonidos del armonio se había unido una voz femenina, y una antigua aria religiosa italiana resonó en la sala. Todos guardaron silencio, parecieron escuchar, y también Fridolin se sintió cautivado durante un rato por aquella melodía que crecía maravillosamente. De pronto, una voz femenina susurró a sus espaldas:
—No se vuelva. Todavía puede marcharse. Usted no es de los nuestros. Si lo descubren, lo pasará mal.
Fridolin se sobresaltó. Por un segundo pensó en hacer caso de la advertencia. Pero la curiosidad, la atracción y, sobre todo, su orgullo fueron más fuertes que cualquier reparo. Ahora que he llegado hasta aquí, pensó, que la cosa acabe como quiera. Y dijo que no con la cabeza, sin volverse.
Entonces la voz susurró a sus espaldas:
—Lo sentiría por usted.
Él se volvió. Vio la boca de color rojo sangre brillar a través de los encajes y unos ojos oscuros se hundieron en los suyos.
—Me quedo —dijo con un tono heroico que a él mismo le pareció ajeno, y apartó nuevamente el rostro.
El canto crecía maravillosamente, el armonio sonaba de una forma nueva, no religiosa ya sino profana, exuberante, retumbando como un órgano; y, mirando a su alrededor, Fridolin se percató de que todas las monjas habían desaparecido y en la sala sólo quedaban monjes. También la voz que cantaba había dejado su sombría seriedad, subiendo con artísticos trinos hacia lo claro y lo jubiloso, pero en lugar del armonio había empezado a oírse un piano profano y descarado, y Fridolin reconoció inmediatamente la forma de tocar alocada y excitante de Nachtigall; la voz de mujer, antes tan noble y femenina, pareció desaparecer por el techo hacia la eternidad, con un último grito agudo y voluptuoso. Se habían abierto puertas a izquierda y derecha, y Fridolin reconoció a un lado, ante el piano, los contornos borrosos de la figura de Nachtigall; la sala de enfrente, en cambio, resplandecía con claridad cegadora, y las mujeres estaban allí inmóviles, todas con velos oscuros en torno a la cabeza, frente y nuca, y con máscaras negras de encaje en el rostro, pero por lo demás totalmente desnudas. Los ojos de Fridolin erraban sedientos de las figuras exuberantes a las esbeltas, de las delicadas a las espléndidamente en flor…; y como cada una de aquellas mujeres desnudas seguía siendo un misterio y, desde sus máscaras negras, unos ojos grandes lo miraban resplandecientes como el más insoluble de los enigmas, el placer inefable de mirar se transformó para él en el tormento casi insoportable del deseo. Pero lo mismo que a él les debía de ocurrir a los otros. Los primeros suspiros extasiados se transformaban en gemidos que sonaban a un dolor profundo; de algún lado se escapó un grito…; y de pronto, como si los persiguieran, todos se precipitaron, no ya con trajes talares sino con trajes de fiesta de caballero, blancos, amarillos, azules y rojos, desde la sala en penumbra hacia las mujeres, que los recibieron con unas risas dementes, casi malvadas. Fridolin era el único que había permanecido vestido de monje y, un tanto temeroso, se deslizó hacia el rincón más alejado, en donde se encontró junto a Nachtigall, que le daba la espalda. Vio que Nachtigall llevaba una venda sobre los ojos, pero al mismo tiempo creyó observar que, tras esa venda, sus ojos se hundían en el alto espejo de enfrente, en el que unos caballeros vestidos de colores daban vueltas con sus desnudas bailarinas.