Le pidió al doctor Fuchstaler que se ocupara del dispensario, y tuvo que confesarse que hubiera preferido quedarse allí a ir en coche a la Galitzinberg. Y, sin embargo, tenía que hacerlo. No sólo por sí mismo se sentía obligado a seguir investigando el asunto; tenía que hacer muchas otras cosas aquel día. Y por eso, por si acaso, decidió confiar también al doctor Fuchstaler las visitas de la tarde. La joven con sospecha de tisis de la última cama le sonrió. Era la misma que, recientemente, con ocasión de un reconocimiento, había apretado sus pechos tan confiadamente contra las mejillas de él. Fridolin respondió a su mirada poco amablemente y se alejó frunciendo el ceño. Todas son iguales, pensó con amargura, y Albertine es como todas… la peor de todas. Me separaré de ella. Eso no podrá arreglarse nunca.
En la escalera cambió aún unas palabras con un colega del departamento de cirugía. Bueno, ¿cómo estaba realmente la mujer que habían trasladado por la noche? Por su parte, no creía mucho en la necesidad de una operación. Sin embargo, ¿le comunicarían el resultado del examen histológico?
—Naturalmente, querido colega.
En la esquina tomó un coche. Consultó su agenda, haciendo una comedia ridícula delante del cochero, como si tuviera que decidirse entonces.
—A Ottakring —dijo luego—, por el camino de la Galitzinberg. Ya le diré dónde debe detenerse.
En el coche lo acometió de pronto otra vez una excitación dolorosa y nostálgica, incluso un sentimiento de culpa por no haber pensado apenas, en las últimas horas, en su bella salvadora. ¿Conseguiría encontrar ahora la casa? Bueno, eso no podía ser tan difícil. La cuestión era sólo: ¿qué hacer luego? ¿denunciarlo a la policía? Eso podía tener consecuencias desagradables para la mujer que tal vez se había sacrificado por él, o que se había mostrado dispuesta a sacrificarse. ¿Acudir a algún detective privado? Eso le parecía de bastante mal gusto y nada digno de él. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? No tenía el tiempo ni, probablemente, el talento necesarios para llevar hábilmente las investigaciones… ¿Una sociedad secreta? Bueno, secreta en cualquier caso. Pero, ¿no se conocían entre ellos? ¿Serían aristócratas, quizá incluso caballeros de la Corte? Pensó en ciertos archiduques de los que podía esperarse muy bien tales bromas. ¿Y las mujeres? Probablemente… reclutadas en casas de lenocinio. Bueno, eso no era nada seguro. En cualquier caso, mercancía escogida. Pero ¿y la mujer que se había sacrificado por él? ¿Sacrificado? ¡¿Por qué quería convencerse una y otra vez de que había sido realmente un sacrificio?! Una comedia. Lógicamente, todo había sido una comedia. En realidad, debía sentirse contento de haber salido tan bien librado. Bueno, había sabido comportarse. Sin duda los caballeros habían podido observar que no se trataba de un cualquiera. Y, en cualquier caso, ella lo había notado también. Probablemente lo prefería a él a todos aquellos archiduques o lo que fuesen.
Al final de la Liebhartal, en donde el camino ascendía más decididamente, se apeó y, por precaución, despidió al coche. El cielo era azul pálido, con nubecitas blancas, y el sol brillaba con tibieza primaveral. Miró hacia atrás… no se veía nada sospechoso. Ningún coche, ningún peatón. Comenzó a subir lentamente. El abrigo le resultó pesado; se lo quitó y se lo echó por los hombros. Llegó al lugar de donde debía salir hacia la derecha la calle lateral en que estaba la casa misteriosa; no podía equivocarse; la calle descendía, pero no tan empinadamente como había pensado de noche en el carruaje. Era una calle tranquila. En un jardín delantero había macizos de rosas, cuidadosamente rodeados de paja; en el siguiente, un cochecito de niño; un chico, todo vestido de lana azul, retozaba de un lado a otro; desde la ventana de una planta baja, una mujer lo miraba sonriendo. Venía luego un solar, luego un jardín salvaje y cercado, luego una pequeña villa, luego un terreno cubierto de césped y entonces, no había duda…, aquella era la casa que buscaba. No parecía nada grande ni lujosa, era una villa de un piso, de modesto estilo Imperio y evidentemente renovada no hacía mucho. Sus persianas verdes estaban echadas por todas partes, y nada indicaba que la villa pudiera estar habitada. Fridolin miró a su alrededor; sólo más abajo se alejaban dos muchachos con libros bajo el brazo. Él estaba ante la puerta del jardín. ¿Y ahora qué? ¿Volver atrás simplemente? Eso le pareció francamente ridículo. Buscó el timbre eléctrico. Y si le abrían, ¿qué diría? Bueno, sencillamente… ¡si no podía alquilar para el verano aquella hermosa casa de campo! Pero ya se había abierto la puerta de la casa y un anciano criado, con una sencilla librea matinal bajaba, recorriendo lentamente el estrecho sendero hasta la puerta del jardín. Llevaba una carta en la mano y, en silencio, se la tendió entre los barrotes de la verja a Fridolin, cuyo corazón palpitaba con fuerza.
—¿Para mí? —preguntó entrecortadamente.
El criado asintió, se dio la vuelta y la puerta de la casa se cerró tras él. ¿Qué significa esto?, se preguntó Fridolin. ¿Será por fin de ella? ¿Será a
ella
quizá a quien pertenece la casa…? Rápidamente volvió a subir por la calle, y sólo entonces se dio cuenta de que, en el sobre, estaba escrito su nombre con letra vertical y majestuosa. Abrió la carta por una esquina; desdobló la hoja y leyó: «Renuncie a sus investigaciones, que son absolutamente inútiles, y considere estas palabras como una segunda advertencia. Por su propio interés esperamos que no sean necesarias más». Dejó caer el papel.
Aquel mensaje lo decepcionó en todos los aspectos; en cualquier caso, era distinto del que estúpidamente había creído posible. De todos modos, el tono era curiosamente reservado, sin ninguna dureza. Daba a entender que las personas que habían enviado el mensaje no se sentían nada seguras.
Segunda advertencia… ¿Por qué? Ah sí, la noche pasada había recibido la primera. ¿Pero por qué la
segunda…
y no la última? ¿Querían poner otra vez a prueba su valor? ¿Tendría que superar la prueba? ¿Y cómo sabían su nombre? Bueno, eso no era tan extraño, probablemente habrían obligado a Nachtigall a revelárselo. Y además (sonrió involuntariamente por su distracción), en el forro de su abrigo estaban cosidos su monograma y su dirección completa.
Sin embargo, aunque no hubiera avanzado más que antes…, aquella carta lo había tranquilizado… sin que hubiera podido decir exactamente por qué. En particular estaba convencido de que la mujer por cuya suerte había temido seguía con vida y de que sólo de él dependía encontrarla, actuando con precaución y astucia.
Cuando llegó a su casa, un tanto cansado pero con una extraña sensación de alivio que él mismo consideró enseguida como engañosa, Albertine y la niña habían almorzado ya, pero le hicieron compañía mientras comía. Allí estaba frente a él la que aquella noche lo había hecho crucificar tranquilamente, con su mirada angelical de ama de casa y madre y, con asombro por su parte, no sintió ningún odio hacia ella. Comió con apetito; se encontraba un tanto excitado pero, en realidad, de buen humor y, siguiendo su costumbre, le habló con mucha animación de los asuntos del personal médico, de los que solía informarla siempre detalladamente. Le contó que el nombramiento de Hügelmann era prácticamente seguro, y le habló de sus propias intenciones de reanudar sus trabajos científicos con mayor energía. Albertine conocía ese estado de ánimo, sabía que no solía durarle mucho, y una suave sonrisa traicionaba sus dudas. Fridolin se acaloró y entonces Albertine le acarició suavemente los cabellos para calmarlo. Entonces él se estremeció ligeramente y se volvió hacia la niña, con lo que evitó a su frente otros contactos penosos. Cogió a la pequeña sobre su regazo y se disponía a columpiarla sobre sus rodillas cuando la sirvienta le comunicó que algunos pacientes esperaban ya. Fridolin se levantó como aliviado, dijo aún de pasada que Albertine y la niña debían aprovechar aquella hermosa tarde soleada para dar un paseo, y se dirigió a su consulta.
En el transcurso de las dos horas que siguieron, Fridolin se ocupó de seis pacientes antiguos y de dos nuevos. Se concentró totalmente en cada caso, hizo reconocimientos, tomó notas, escribió recetas… y se alegró de sentirse, después de haber pasado las dos últimas noches casi sin dormir, tan maravillosamente fresco y lúcido.
Al terminar su consulta, fue a ver otra vez, como acostumbraba, a su mujer y su hija, y comprobó, no sin satisfacción, que Albertine tenía visita de su madre y la pequeña estudiaba francés con su institutriz. Y sólo en la escalera volvió a cobrar conciencia de que todo aquel orden, toda aquella armonía, toda aquella seguridad de su existencia no eran más que apariencia y mentira.
A pesar de haber renunciado a sus visitas de la tarde, le atraía irresistiblemente su departamento del hospital. Había allí dos casos que para el trabajo científico al que ante todo pensaba dedicarse resultaban especialmente interesantes, y durante cierto tiempo se ocupó de ellos más minuciosamente que hasta entonces. Luego tenía que visitar aún a un paciente en el centro de la ciudad, y por eso eran ya las siete de la tarde cuando se encontró ante la vieja casa de la Schreyvogelgasse. Sólo entonces, cuando levantó la vista hacia la ventana de Marianne, la imagen de ella, que entretanto se había desvanecido totalmente, se hizo más viva que todas las demás. Bueno… aquello no podía fallarle. Sin derrochar muchos esfuerzos podía iniciar allí su venganza, allí no había para él dificultades ni peligros; y aquello que quizá hubiera hecho retroceder a otros, la traición al novio de ella, para él resultaba casi un atractivo más. Sí, traicionar, engañar, mentir, representar una comedia, aquí y allá, ante Marianne, ante Albertine, ante el bueno del doctor Roediger, ante el mundo entero…; llevar una especie de doble vida, ser el médico competente, digno de confianza y de prometedor futuro, el buen esposo y padre de familia… y al mismo tiempo un libertino, un seductor, un cínico que jugara con la gente, con hombres y mujeres, siguiendo su capricho… eso le pareció en aquel instante algo absolutamente delicioso…; y lo más delicioso era que más adelante, un día, cuando Albertine se creyera ya desde hacía tiempo protegida por la seguridad de una tranquila vida conyugal y familiar, él, sonriendo fríamente, le confesaría todas sus culpas, desquitándose así de la amargura y la ignominia que ella le había causado con su sueño.
En el zaguán se encontró con el doctor Roediger, que le tendió la mano ingenua y cordialmente.
—¿Cómo está la señorita Marianne? —preguntó Fridolin—. ¿Se ha tranquilizado un poco?
El doctor Roediger se encogió de hombros.
—Desde hacía bastante tiempo estaba preparada para el fin, doctor… Sólo cuando hacia el mediodía de hoy vinieron a buscar el cadáver…
—¿Ah, lo han hecho ya?
El doctor Roediger asintió.
—Mañana por la tarde, a las tres, será el entierro…
Fridolin miró hacia adelante.
—¿Habrá parientes… con la señorita Marianne?
—Ya no —respondió el doctor Roediger—, ahora está sola. Se alegrará sin duda de verlo, doctor. Mañana, mi madre y yo la acompañaremos a Mödling —y, ante la mirada cortésmente interrogante de Fridolin—, mis padres tienen allí una pequeña casita. Adiós doctor. Todavía tengo que hacer muchas cosas. Sí, ¡cuánto trabajo da un… caso así! Espero encontrarle aún arriba cuando vuelva. —Y salió por el portal a la calle.
Fridolin titubeó un instante y luego subió lentamente las escaleras. Hizo sonar la campanilla y le abrió la propia Marianne. Iba vestida de negro y llevaba al cuello un collar de azabache que él no le había visto nunca. El rostro de ella se ruborizó lentamente.
—Se ha hecho esperar mucho —dijo con una débil sonrisa.
—Discúlpeme, señorita Marianne, he tenido un día especialmente fatigoso.
Él la siguió, atravesando la habitación del difunto, en la que el lecho estaba ahora vacío, hasta la sala contigua, en la que el día anterior había extendido el certificado de defunción del consejero, bajo el retrato del oficial de uniforme blanco. En el escritorio ardía ya una pequeña lámpara, de forma que la habitación estaba en penumbra. Marianne le indicó que tomara asiento en el sofá de cuero negro y ella se sentó enfrente, junto al escritorio.
—Acabo de encontrarme en el zaguán al doctor Roediger… ¿Así que mañana se va al campo?
Marianne lo miró, como si se asombrara del frío tono de su pregunta, y dejó caer los hombros cuando él, con voz casi dura, continuó.
—Encuentro muy sensata su decisión.
Y comentó objetivamente lo bien que le sentarían a ella el aire puro y el nuevo ambiente.
Ella estaba sentada inmóvil y las lágrimas le corrían por las mejillas. Él lo vio sin compasión, más bien con impaciencia; y la idea de que quizá, al minuto siguiente, ella pudiera estar otra vez a sus pies, repitiendo su confesión del día anterior, lo llenó de miedo. Y como ella guardaba silencio, se puso bruscamente en pie.
—Por mucho que lo lamente, señorita Marianne … —Miró el reloj.
Ella levantó la cabeza, miró a Fridolin, y sus lágrimas siguieron fluyendo. A él le hubiera gustado decirle algunas palabras amables, pero no fue capaz.
—Sin duda se quedará unos días en el campo —comenzó a decir forzadamente—. Espero tener noticias suyas… Por cierto, el doctor Roediger me ha dicho que la boda sería pronto. Permítame felicitarla desde ahora.
Ella no se movió, como si no se hubiera enterado de su felicitación, de su despedida. Él le tendió la mano, que ella no cogió y, casi en tono de reproche, repitió:
—Bueno, espero sin falta que me dará noticias de cómo se encuentra. Adiós, señorita Marianne.
Ella seguía sentada, como petrificada. Él se fue, y durante un segundo se quedó en la puerta, como si le diera una última oportunidad de llamarlo, pero ella pareció más bien volver la cabeza y entonces él cerró la puerta a sus espaldas. En el pasillo de fuera sintió algo así como remordimientos. Por un instante pensó en volver, pero sintió que, más que cualquier otra cosa, aquello resultaría muy ridículo.
¿Y ahora qué? ¿Ir a casa? ¡Y adónde si no! Hoy no podía hacer ya nada más. ¿Y mañana? ¿Qué? ¿Y cómo? Se sintió torpe, desvalido, todo se le escurría entre los dedos; todo se volvía irreal, incluso su casa, su mujer, su hija, su profesión, sí, él mismo, mientras seguía recorriendo mecánicamente las calles vespertinas, dejando vagar sus pensamientos.
En el reloj de la torre del Ayuntamiento dieron las siete y media. Por lo demás, le era indiferente la hora que era; tenía tiempo más que de sobra. Nada, nadie le importaba. Sentía una ligera compasión de sí mismo. Muy fugazmente, no como un propósito, le vino la idea de hacerse llevar a cualquier estación, marcharse, a donde fuera, desaparecer para todos los que lo conocían, reaparecer en alguna parte en el extranjero y comenzar una nueva vida como un hombre nuevo, distinto. Recordó algunos casos patológicos extraños que conocía por los libros de psiquiatría, de las llamadas vidas dobles; un hombre desaparecía súbitamente de una vida totalmente normal y volvía después de meses o de años, sin recordar dónde había estado durante ese tiempo, pero más adelante lo reconocía alguien que se había encontrado con él en alguna parte en un país lejano, sin que el que había vuelto recordara nada. Evidentemente, tales cosas eran raras pero, de todos modos, estaban probadas. E indudablemente, de una forma más débil, debían de experimentarlo muchos. ¿Por ejemplo al volver de un sueño? Desde luego, se recordaba… Pero sin duda había también sueños que se olvidaban por completo, de los que no quedaba más que cierto estado de ánimo enigmático, un aturdimiento misterioso. O que se recordaban sólo más tarde, mucho más tarde, sin saber ya si se había vivido algo o sólo se había soñado. ¡Sólo…, sólo…!