Guardó silencio. Fridolin tenía la garganta seca; en la oscuridad de la alcoba se dio cuenta de que Albertine tenía el rostro entre las manos, como escondido.
—Un sueño extraño —dijo—. ¿Ha acabado ya? —Y, como ella lo negara:— Entonces sigue contándome.
—No es tan fácil —comenzó ella de nuevo—. En realidad, esas cosas apenas pueden expresarse con palabras. Así pues… me pareció vivir innumerables días y noches, no había tiempo ni espacio, tampoco me encontraba ya en el calvero rodeado por el bosque y la roca sino en una llanura de flores de colores que se extendía infinitamente, perdiéndose por todos los lados en el horizonte. También desde hacía tiempo (¡qué extraño ese desde hacía tiempo!) no estaba ya sola en el prado con aquel hombre. Pero no sabría decirte si, además de mí, había tres, diez o incluso mil parejas, si las veía o no, o si yo había pertenecido sólo a aquel hombre o también a otros. Pero lo mismo que aquel sentimiento anterior de espanto y vergüenza superaba con mucho todo lo imaginable despierta, no había sin duda nada en nuestra existencia consciente que igualara la serenidad, la libertad y la felicidad que experimentaba entonces en sueños. Y sin embargo no te olvidaba un solo instante. Sí, te veía, te veía cuando fuiste capturado, por soldados creo, aunque también había eclesiásticos entre ellos; alguien, un hombre gigantesco, te ató las manos y yo sabía que te iban a ajusticiar. Lo sabía sin compasión, sin horror, muy distante. Te llevaron a un patio, al patio de una especie de fortaleza. Tú estabas ahora allí con las manos atadas a la espalda y desnudo. Y lo mismo que yo te veía a ti, tú me veías a mí, y también al hombre que me tenía en sus brazos y a todas las demás parejas, aquella marea infinita de desnudez que espumaba a mi alrededor y de la que yo y el hombre que me tenía abrazada éramos sólo una ola. Mientras estabas en el patio de la fortaleza, apareció en una alta ventana ojival, entre cortinajes rojos, una joven con una diadema en la cabeza y un manto de púrpura. Era la princesa del país. Te lanzó una mirada severa e interrogadora. Tú estabas solo; los otros, aunque eran muchos, se mantenían a un lado, apretados contra los muros, y yo oía un murmullo pérfido y amenazador, y cuchicheos. Entonces la princesa se inclinó sobre la balaustrada. Se hizo el silencio, y la princesa te hizo una señal, como si te ordenara subir hasta ella, y yo supe que estaba decidida a indultarte. Pero tú no notaste su mirada o no quisiste notarla. De pronto, sin embargo, siempre con las manos atadas, pero envuelto en un manto negro, estuviste ante ella, no en ninguna estancia sino de algún modo al aire libre, como si flotaras. Ella tenía un pergamino en la mano, tu sentencia de muerte, en la que se expresaban también tus culpas y los motivos de tu condena. Te preguntó (yo no oía las palabras, pero lo supe) si estabas dispuesto a ser su amante; en ese caso la pena de muerte se te perdonaría. Tú sacudiste la cabeza, negando. A mí no me asombró, porque era completamente normal, y no podía ser de otra forma, que tú me fueras fiel a pesar de todos los peligros y por toda la eternidad. Entonces la princesa se encogió de hombros, hizo un gesto en el aire y te encontraste de pronto en un sótano subterráneo, en el que había látigos que se abatían silbando sobre ti, sin que yo pudiera ver a las personas que los manejaban. La sangre corría en riachuelos por tu cuerpo, y yo la veía correr y tenía conciencia de mi crueldad, sin asombrarme de ella. Entonces se acercó a ti la princesa. Llevaba el cabello suelto, que le caía por el cuerpo desnudo, y te tendió su diadema con ambas manos… y yo supe que era la muchacha de la playa danesa que viste una mañana desnuda en la terraza de una caseta de baño. Ella no dijo nada, pero el sentido de su presencia, incluso de su silencio, era saber si serías su esposo y el príncipe de su país. Y como tú rehusaste de nuevo, desapareció de pronto, pero yo vi enseguida que estaban levantando una cruz para ti…; no abajo, en el patio del castillo, no, sino en la infinita pradera sembrada de flores en que yo yacía en los brazos de mi amante, entre todas las demás parejas de enamorados. A ti, sin embargo, te veía caminar solo por calles antiguas, sin vigilancia alguna, pero sabía que tu camino estaba trazado y que toda fuga era imposible. Entonces subiste por el sendero del bosque. Yo te aguardaba con ansiedad, pero sin ninguna compasión. Tenías el cuerpo cubierto de verdugones que, sin embargo, no sangraban ya. Tú subías cada vez más, el sendero se ensanchó, el bosque retrocedió a ambos lados y entonces te encontraste en la linde del prado, a una distancia inmensa, inconcebible. Sin embargo, me saludaste sonriéndome con los ojos, como para indicarme que habías cumplido mis deseos y me habías traído todo lo que necesitaba…: vestidos y calzado y joyas. Pero yo encontraba tu comportamiento absurdo y sobremanera insensato, y me sentía tentada a burlarme de ti, a reírme de ti a la cara… precisamente porque habías rechazado, por fidelidad hacia mí, la mano de una princesa y soportado torturas, y subías ahora tambaleándote para sufrir una muerte horrible. Corrí a tu encuentro y también tú apresuraste cada vez más el paso… comencé a flotar, y también tú flotaste en el aire; sin embargo, de pronto nos perdimos de vista y yo lo supe; nos habíamos cruzado volando. Entonces deseé que por lo menos oyeras mi risa, precisamente mientras te crucificaban… De modo que me reí, tan estridente y fuertemente como pude. Ésa fue la risa, Fridolin… con la que me desperté.
Ella guardó silencio, quedándose inmóvil. Tampoco él se movía ni decía nada. Cualquier cosa hubiera parecido en aquel instante insulsa, mendaz y cobarde. Cuanto más avanzaba ella en su relato, tanto más ridículas e insignificantes le parecían a él sus propias experiencias, al menos hasta el punto al que habían llegado, y se juró concluirlas todas y contárselas luego fielmente, desquitándose así con aquella mujer, que con su sueño le había revelado que era infiel, cruel y traicionera, y a la que en aquel momento creía odiar más profundamente de lo que la había amado nunca.
Entonces se dio cuenta de que seguía estrechando en sus manos los dedos de ella y de que, por mucho que estuviera decidido a odiar a aquella mujer, sentía por aquellos dedos esbeltos, fríos y tan familiares para él una ternura que sólo se había vuelto más dolorosa; e instintivamente, casi en contra de su voluntad… los rozó suavemente con sus labios antes de soltar de sus manos aquella mano familiar.
Albertine seguía sin abrir los ojos, y Fridolin creyó ver cómo su boca, su frente, su rostro todo sonreían con una expresión feliz, transfigurada e inocente, y sintió el impulso, para él mismo inexplicable, de inclinarse sobre Albertine y depositar un beso en su pálida frente. Pero se dominó sabiendo que era sólo una fatiga más que comprensible después de los excitantes acontecimientos de las últimas horas la que, en el ambiente engañoso de la alcoba conyugal, se disfrazaba de nostálgica ternura.
Sin embargo, se sintiera como se sintiera en aquellos momentos… cualesquiera que fueran las decisiones que tomara en las próximas horas, el imperativo acuciante del momento era para él refugiarse un rato en el sueño y el olvido. También en la noche que siguió a la muerte de su madre había dormido, había podido dormir profundamente y sin sueños, ¿por qué no iba a hacerlo ahora? Y se echó al lado de Albertine, que parecía dormitar ya. Una espada entre los dos, pensó de nuevo. Y luego: yacemos flanco contra flanco como enemigos mortales. Pero eran sólo palabras.
Los suaves golpes de la sirvienta lo despertaron a las siete de la mañana. Echó una rápida ojeada a Albertine. A veces, no siempre, aquellos golpes la despertaban también. Aquel día seguía durmiendo inmóvil, demasiado inmóvil. Fridolin se preparó apresuradamente. Antes de irse, quería ver a su hijita. Ésta estaba tranquila en su cama blanca, con las manos apretadas en pequeños puños como suelen tener los niños. La besó en la frente, y otra vez, de puntillas, se dirigió a la puerta de la alcoba, en la que Albertine seguía durmiendo, inmóvil como antes. Entonces se fue. En su maletín negro de médico, bien guardados, llevaba la cogulla y el sombrero de peregrino. Había trazado su programa del día cuidadosamente, incluso con cierta minuciosidad. Ante todo tenía que visitar, muy cerca, a un joven abogado gravemente enfermo. Fridolin le hizo un reconocimiento detenido, encontró que su estado había mejorado un tanto, expresó con sincera alegría su satisfacción por ello y escribió en la receta anterior el acostumbrado
repetatur
. Luego se dirigió sin demora a la casa en cuyo sótano había tocado el piano Nachtigall la noche anterior. El local estaba aún cerrado, pero en el café de arriba la cajera sabía que Nachtigall vivía en un hotelito de Leopoldstadt. Un cuarto de hora más tarde, su coche se detuvo delante. Era una miserable pensión. En el vestíbulo olía a camas mal ventiladas, grasa rancia y café de achicoria. Un portero de mal aspecto y ojos socarrones ribeteados de rojo, acostumbrado a ser interrogado por la policía, le informó de buena gana. El señor Nachtigall había llegado aquella mañana, a las cinco, acompañado de dos señores que, quizá intencionadamente, resultaban de rostro casi irreconocible por sus foulards muy subidos. Mientras Nachtigall se dirigía a su cuarto, aquellos señores habían pagado su cuenta de las cuatro últimas semanas; como, pasada media hora, no había vuelto a aparecer, uno de los señores había ido personalmente a buscarlo, y los tres se habían ido entonces a la Estación del Norte. Nachtigall daba la impresión de estar muy excitado; bueno (por qué no decir la verdad a un caballero que tanta confianza inspiraba) había tratado de dar furtivamente una carta al portero, lo que los dos señores habían impedido inmediatamente. Las cartas que llegaran para el señor Nachtigall (habían explicado también los señores) las recogería una persona autorizada para ello. Fridolin se despidió; le resultó agradable tener consigo su maletín de médico cuando salió de la casa; de esa forma no lo tomarían por un cliente de aquel hotel sino por un funcionario. Así pues, de momento no había nada que hacer con Nachtigall. Habían sido muy prudentes y sin duda tenían motivos para ello.
Entonces fue al establecimiento de alquiler de disfraces. Le abrió el propio Gibisier.
—Le devuelvo el traje que alquilé —dijo Fridolin— y quiero pagarle lo que le debo.
El señor Gibisier dijo una suma modesta, recibió el dinero, hizo una anotación en un gran libro contable y, un tanto asombrado, levantó la vista de su escritorio hacia Fridolin, que no parecía tener intención alguna de irse.
—Estoy aquí también —dijo Fridolin con el tono de un juez instructor— para hablar con usted sobre su hija.
Algo tembló en las aletas de la nariz del señor Gibisier…; no se podía determinar si era malestar, deprecio o enojo.
—¿Cómo dice, señor? —preguntó en un tono también absolutamente indefinible.
—Ayer dijo usted —dijo Fridolin, apoyando una mano con los dedos extendidos en el escritorio— que el estado mental de su hija no era completamente normal. La situación en que la encontramos parecía confirmar esa sospecha. Y como la casualidad me hizo participar o, por lo menos, ser espectador de aquella extraña escena, quisiera aconsejarle, señor Gibisier, que consultara con algún médico.
Gibisier, dando vueltas en la mano a un portaplumas de longitud insólita, dirigió a Fridolin una mirada insolente.
—¿Y quizá el señor doctor tendría también, la amabilidad de encargarse del tratamiento?
—Le ruego que no me atribuya palabras que no he pronunciado —respondió Fridolin cortante, aunque un poco roncamente.
En aquel instante se abrió la puerta que daba al interior y salió un joven con un sobretodo abierto sobre el frac. Fridolin comprendió inmediatamente que no podía ser más que uno de los jueces de la Santa Vehme de la pasada noche. No había duda, venía de la habitación de Pierrette. Pareció desconcertado al ver a Fridolin pero se repuso enseguida, saludó fugazmente a Gibisier con un gesto de la mano, encendió luego un cigarrillo utilizando un encendedor que había sobre el escritorio, y salió de la casa.
—Ah —observó Fridolin con un estremecimiento de desprecio en la comisura del labio y un amargo sabor en la lengua.
—¿Cómo dice, señor? —preguntó Gibisier con indiferencia total.
—De modo, señor Gibisier —dijo Fridolin con aire de superioridad paseando la mirada de la puerta de la casa a la puerta por la que había entrado el juez—, que renunció usted a avisar a la policía.
—Llegamos a un acuerdo, doctor —observó Gibisier fríamente, levantándose como si hubiera terminado una audiencia.
Fridolin se volvió para irse, Gibisier se apresuró a abrirle la puerta y, con expresión inmutable, dijo:
—Si el doctor necesitara alguna vez otra cosa… No tiene por qué ser necesariamente un hábito de monje.
Fridolin cerró la puerta tras sí. Aquello estaba arreglado, pensó con una sensación de rabia que a él mismo le pareció desmesurada. Bajó rápidamente las escaleras, se dirigió, sin darse prisa especial, al hospital policlínico, y telefoneó antes que nada a casa para saber si lo había llamado algún paciente, si había tenido correo y qué novedades había. Apenas le había respondido la sirvienta cuando Albertine misma fue al teléfono y saludó a Fridolin. Ella le repitió todo lo que la sirvienta le había dicho ya y luego le contó despreocupadamente que acababa de levantarse e iba a desayunar con la niña.
—Dale un beso de mi parte —dijo Fridolin— y que os aproveche.
Le había gustado oír la voz de ella, y precisamente por eso colgó rápidamente. En realidad, había querido preguntarle aún a Albertine qué tenía la intención de hacer aquella mañana, pero ¿qué le importaba? En el fondo de su alma había terminado con ella, cualquiera que fuera el curso que tomara su vida exterior. La enfermera rubia le ayudó a quitarse la chaqueta y le tendió su bata blanca de médico. Al hacerlo le sonrió un poco, como solía sonreír a todos, se ocuparan o no de ella.
Unos minutos más tarde, Fridolin estaba en la sala de los enfermos. El médico jefe había dicho que, a causa de una consulta, tenía que marcharse súbitamente y que los ayudantes pasaran sin él la visita. Fridolin se sintió casi feliz mientras, seguido por los estudiantes, iba de cama en cama, practicaba reconocimientos, escribía recetas y hablaba de cuestiones médicas con ayudantes y enfermeras. Había toda clase de novedades. Karl Rödel, oficial cerrajero, había muerto durante la noche. La autopsia sería a la tarde, a las cuatro y media. En la sala de mujeres había quedado libre una cama, pero se había ocupado ya. Había habido que trasladar a la mujer de la cama diecisiete al departamento de cirugía. Entretanto, hablaban también de cuestiones de personal. Pasado mañana se decidiría quién se haría cargo del departamento de oftalmología; Hugelmann, catedrático de Marburgo, hacía sólo cuatro años segundo ayudante de Stellwag, era quien tenía más probabilidades. Carrera rápida, pensó Fridolin. En mí no pensarán nunca para dirigir un departamento, simplemente porque no tengo la docencia. Demasiado tarde. ¿Pero por qué? Sólo tendría que empezar otra vez los trabajos científicos, reanudar más seriamente muchas cosas empezadas. La consulta privada le seguía dejando tiempo suficiente.