Relato Soñado (10 page)

Read Relato Soñado Online

Authors: Arthur Schnitzler

Tags: #Drama

BOOK: Relato Soñado
4.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y mientras seguía andando y, sin embargo, tomaba instintivamente la dirección de su casa, llegó a las proximidades de aquella calle oscura y de bastante mala fama en la que, hacía menos de veinticuatro horas, había seguido a una criatura perdida a su alojamiento mísero pero acogedor.
¿Perdida
, precisamente ella? ¿Y precisamente de
mala fama
aquella calle? De qué forma, una y otra vez, seducidos por las palabras, calificamos y juzgamos calles, destinos y personas, por perezosa costumbre. ¿No era esa joven en el fondo la más encantadora, incluso la más pura de todas las que le habían hecho conocer los extraños acontecimientos de la noche pasada? Se sentía conmovido al pensar en ella. Y entonces recordó también su intención del día anterior; decidiéndose rápidamente, compró en la tienda más próxima toda clase de golosinas; y mientras caminaba con el pequeño paquete a lo largo de los muros de las casas, se sintió francamente contento, convencido de que estaba a punto de hacer algo por lo menos razonable e incluso quizá digno de elogio. De todas formas, se cerró hasta arriba el cuello del abrigo al entrar en el zaguán, subió los escalones de dos en dos, y la campanilla del piso resonó en sus oídos con desagradable estridencia; y, cuando supo por una mujer de mal aspecto que la señorita Mizzi no estaba en casa, respiró aliviado. Sin embargo, antes de que la mujer tuviera oportunidad de hacerse cargo del paquete para la ausente, entró en la antesala otra mujer, todavía joven y nada fea, envuelta en una especie de albornoz de baño, y dijo:

—¿A quién busca el señor? ¿A la señorita Mizzi? Tardará bastante en volver.

La vieja le hizo seña de que se callara; pero Fridolin, como si quisiera tener urgente confirmación de lo que, de algún modo, había adivinado ya, observó sencillamente:

—¿Está en el hospital, verdad?

—Bueno, si el señor ya lo sabe… Pero nosotras estamos sanas, gracias a Dios —exclamó alegremente y se acercó mucho a Fridolin con los labios entreabiertos, echando atrás descaradamente su cuerpo exuberante, de forma que el albornoz se le abrió.

Fridolin dijo, declinando la invitación:

—Sólo he subido al pasar por aquí para traerle algo a Mizzi —y de pronto tuvo la sensación de ser un estudiante de bachillerato. En tono distinto y objetivo preguntó:— ¿En qué departamento está?

La joven dio el nombre de un catedrático en cuya clínica Fridolin había sido ayudante unos años antes. Y luego añadió de buen humor:

—Deme el paquetito y se lo llevaré mañana. Puede confiar en que no me comeré nada. Y la saludaré también de su parte y le diré que no le ha sido infiel.

Al mismo tiempo, sin embargo, se acercó más a él y lo miró, riéndose. Pero como él retrocediera ligeramente, renunció enseguida y dijo para consolarlo:

—El doctor ha dicho que dentro de seis, todo lo más de ocho semanas, estará en casa otra vez.

Cuando Fridolin salió por el portón a la calle, sintió un nudo en la garganta; pero sabía que ello no significaba tanta emoción como que sus nervios le fallaban progresivamente. Con deliberación, adoptó un paso más rápido y vivo que el que correspondía a su estado de ánimo. ¿Sería aquella experiencia un nuevo y último signo de que todo le iba a salir mal? ¿Por qué? Haber escapado a un peligro tan grande podía considerarse al fin y al cabo una buena señal. ¿Y no era eso precisamente lo que importaba: escapar a los peligros? Sin duda, todavía le aguardaban de toda clase. No tenía ninguna intención de renunciar a sus investigaciones para encontrar a la maravillosa mujer de la noche pasada. Ahora, desde luego, no había ya tiempo. Y además había que pensar bien en la forma de continuar las investigaciones. ¡Si tuviera a alguien a quien pedir consejo! Pero no conocía a nadie a quien hubiera contado de buena gana las aventuras de esa noche. Desde hacía años, no tenía verdadera confianza más que en su mujer, y difícilmente podía pedirle consejo en aquel caso, ni en aquél ni en ningún otro. Porque, se viera como se viera, ella, la noche pasada, lo había hecho crucificar.

Y entonces supo por qué sus pasos, en lugar de hacia su casa, lo llevaban involuntariamente cada vez más lejos en dirección opuesta. No quería, no podía enfrentarse ahora con Albertine. Lo más sensato era cenar fuera en alguna parte y luego volver al hospital para ver a sus dos casos… y no estar en casa de ningún modo («¡en casa!») antes de estar seguro de encontrar a Albertine ya dormida.

Entró en un café, uno de los cafés distinguidos y tranquilos de las proximidades del Ayuntamiento, telefoneó a su casa, para que no lo esperasen a cenar, colgando rápidamente para que Albertine no pudiera coger el teléfono, y luego se sentó junto a una ventana, corriendo la cortina. En un ángulo distante se sentaba en aquel momento un señor; con un sobretodo oscuro y vestido también, por lo demás, de una forma discreta. Fridolin recordó haber visto ya aquel rostro en algún lado en el transcurso del día. Naturalmente, podía ser también casualidad. Cogió un periódico de la noche y leyó, como había hecho la noche anterior en otro café, algunas líneas aquí y allá: noticias de acontecimientos políticos, teatro, arte, literatura, desgracias pequeñas y grandes de toda clase. En una ciudad de América, cuyo nombre no había oído nunca, se había incendiado un teatro. Peter Korand, deshollinador, se había tirado por la ventana. A Fridolin le pareció en cierto modo extraño que también los deshollinadores se suicidaran a veces, y se preguntó involuntariamente si aquel hombre se habría lavado antes debidamente o se habría tirado al vacío tan negro como estaba. En un distinguido hotel del centro de la ciudad se había envenenado aquella mañana una mujer, una señora, que pocos días antes se había registrado con el nombre de Baronesa D., una mujer llamativamente bella. Fridolin se sintió enseguida lleno de presentimientos. La señora había vuelto a casa aquella mañana a las cuatro, acompañada por dos señores que se despidieron de ella en la puerta. Las cuatro. Precisamente la hora a la que él había vuelto también a casa. Y hacia el mediodía había sido encontrada desvanecida en su lecho (seguía diciendo el periódico) con síntomas de un grave envenenamiento… Una joven llamativamente bella… Bueno, había muchas jóvenes llamativamente bellas… No había motivo para suponer que la Baronesa D. o, mejor, la señora que se había registrado en el hotel con el nombre de Baronesa D. Y otra mujer determinada fueran la misma persona. Y sin embargo… a Fridolin le palpitaba fuertemente el corazón y el periódico le temblaba en las manos. En un distinguido hotel de la ciudad… ¿en cual…? ¿Por qué tanto secreto?… ¿Tanta discreción?…

Bajó el periódico y vio cómo, al mismo tiempo, el caballero de la esquina alejada se ponía ante el rostro una revista, una gran revista ilustrada, como una cortina. Inmediatamente, Fridolin volvió a coger su periódico y, en ese momento, supo que la Baronesa D. no podía ser otra que la mujer de la noche pasada… En un distinguido hotel de la ciudad… No había tantos que pudieran entrar en consideración… para una Baronesa D… y ahora, sucediera lo que sucediera… había que seguir aquella pista. Llamó al camarero, pagó, salió. En la puerta se volvió otra vez hacia el sospechoso caballero de la esquina. Sin embargo, curiosamente, el otro había desaparecido ya.

Un grave envenenamiento… Pero vivía… En el momento en que la encontraron vivía aún. Y, en definitiva, no había motivo para suponer que no se hubiera salvado. En cualquier caso, tanto si vivía como si estaba muerta… la encontraría. Y la vería (en cualquier caso) viva o muerta. Verla la vería; nadie en el mundo podría impedirle ver a la mujer que por su causa, sí,
por él
, había afrontado la muerte. Él tenía la culpa de su muerte (sólo él), si es que era ella. Sí, era ella. ¡Había vuelto a casa a las cuatro de la mañana acompañada por dos hombres! Probablemente los mismos que unas horas más tarde habían llevado a Nachtigall a la estación. No tenían la conciencia muy limpia aquellos señores.

Estaba de pie en la plaza grande y amplia de delante del Ayuntamiento, y miró a todos lados. Sólo había pocas personas al alcance de su vista, y el sospechoso caballero del café no estaba entre ellas. Y aunque estuviera… aquellos señores tenían miedo, él era el más fuerte. Fridolin siguió andando deprisa, en el Ring cogió un coche, se hizo llevar primero al Hotel Bristol y preguntó al portero, como si estuviera autorizado para ello o se lo hubieran encargado, si la Baronesa D. que, como era sabido, se había envenenado aquella mañana, se había alojado en aquel hotel. El portero no pareció nada sorprendido, tomando quizá a Fridolin por policía o por otro funcionario público, y en cualquier caso respondió cortésmente que aquel triste caso no había ocurrido en aquel hotel sino en el Archiduque Carlos…

Fridolin se dirigió inmediatamente al hotel indicado y recibió allí la información de que la Baronesa D., al ser encontrada, había sido trasladada sin demora al Hospital General. Fridolin preguntó cómo se había descubierto el intento de suicidio. ¿Qué los había inducido a preocuparse ya al mediodía de una señora que no había vuelto a casa hasta las cuatro de la mañana? Bueno, era muy simple: dos caballeros (¡otra vez dos caballeros!) habían preguntado por ella a las once. Como la señora no respondía a las llamadas telefónicas reiteradas, la camarera había llamado a su puerta; como tampoco había habido ningún movimiento y la puerta estaba cerrada con cerrojo por dentro, no habían tenido más remedio que derribarla, encontrando a la baronesa sin conocimiento sobre el lecho. Inmediatamente había avisado al servicio de socorro y a la policía.

—¿Y los dos señores? —preguntó Fridolin cortantemente, con la sensación de ser un policía secreto.

Sí, los señores, aquello, desde luego, daba que pensar, entretanto habían desaparecido sin dejar rastro. Por lo demás, no podía tratarse de ningún modo de una Baronesa Dubieski, nombre con el que se había registrado la señora en el hotel. Era la primera vez que se alojaba en el hotel y no había ninguna familia de ese nombre, por lo menos ninguna familia noble.

Fridolin dio las gracias por la información y se alejó bastante apresuradamente, porque uno de los directores del hotel, que acababa de entrar, había empezado a mirarlo fijamente con desagradable curiosidad; subió otra vez al carruaje y se hizo llevar al hospital. Pocos minutos más tarde supo, en la recepción, no sólo que la supuesta Baronesa Dubieski había sido llevada a la segunda clínica del establecimiento sino que aquella tarde a las cinco, a pesar de todos los esfuerzos médicos (y sin haber recuperado el sentido) había muerto.

Fridolin respiró profundamente, según creyó, pero lo que se le escapó fue un profundo suspiro. El empleado de servicio lo miró con cierto asombro. Fridolin se repuso otra vez enseguida, se despidió cortésmente y un minuto después estaba al aire libre. El jardín del hospital estaba casi vacío. Por una avenida cercana, bajo una farola, pasaba en aquellos instantes una enfermera de bata a rayas blancas y azules y cofia blanca. «Muerta —se dijo Fridolin— … Si es que es ella. ¿Y si no lo es? Si vive aún, ¿cómo puedo encontrarla?»

Era fácil responder a la pregunta de dónde se hallaba en aquellos momentos el cadáver de la desconocida. Como había muerto hacía sólo pocas horas, estaría en cualquier caso en la cámara mortuoria, a sólo unos centenares de pasos de allí. Como médico, no tendría naturalmente dificultades para entrar, ni siquiera a aquella hora tardía. Sin embargo… ¿qué buscaba allí? Al fin y al cabo, sólo conocía su cuerpo, su rostro no lo había visto nunca, sólo un destello fugaz captado en el segundo en que había salido del salón de baile o, mejor dicho, en que lo habían echado del salón. Pero el que hasta entonces no hubiera meditado en esa circunstancia se debía a que en las últimas horas transcurridas desde que leyó la noticia en el periódico se había imaginado a la suicida, cuyo rostro no conocía, con los rasgos de Albertine, sí, a que, como comprendió entonces con un estremecimiento, había tenido continuamente delante de los ojos a su esposa como la mujer que buscaba. Y una vez más se preguntó qué buscaba realmente en la cámara mortuoria. Sí, si hubiera vuelto a encontrarla viva aquel día, al siguiente… dentro de unos años, cuandoquiera, dondequiera y en cualesquiera circunstancias… la hubiera reconocido sin duda alguna, estaba convencido, por su forma de andar, su porte, sobre todo su voz. Ahora, sin embargo, sólo vería otra vez su cuerpo, un cuerpo muerto de mujer y un rostro del que no conocía más que los ojos… unos ojos que se habían apagado. Sí… aquellos ojos los conocía, y los cabellos que, en aquel último instante, antes de que lo echaran de la sala, se habían soltado de pronto cubriendo a la figura desnuda. ¿Bastaría para poder saber con certeza si se trataba de ella o no?

Y con paso lento y titubeante se dirigió, a través del patio bien conocido, hacia el instituto anatómico-forense. Encontró el portal abierto, de forma que no tuvo necesidad de llamar. El pavimento de piedra resonaba bajo sus pasos mientras recorría el pasillo débilmente iluminado. Un olor familiar, en cierto modo doméstico, a toda clase de productos químicos, que acentuaba las exhalaciones propias del edificio, rodeó a Fridolin. Llamó a la puerta de la sala de histología, en la que podía suponer que se encontraría trabajando todavía algún ayudante. Después de un «adelante» un tanto brusco, Fridolin entró en la sala de alto techo, iluminada de una forma francamente festiva, en cuyo centro, levantando en aquel momento la vista del microscopio, como casi había esperado Fridolin, el doctor Adler, su viejo compañero de estudios, ayudante del instituto, se levantaba de su silla.

—Ah, querido colega —lo saludó el doctor Adler, todavía un tanto irritado pero al mismo tiempo sorprendido—, ¿a qué debo el honor a una hora tan inusitada?

—Disculpa la molestia —dijo Fridolin—. Ya veo que estás en pleno trabajo.

—Desde luego —respondió Adler en el tono cortante que lo caracterizaba desde sus tiempos de estudiante. Y, con más suavidad, añadió:— ¿Qué otra cosa puede hacerse en estas sagradas estancias a medianoche? Pero, naturalmente, no me molestas lo más mínimo. ¿En qué puedo servirte?

Y, como Fridolin no respondiera enseguida:

—Ese Addison que nos habéis mandado hoy sigue ahí todavía graciosamente intacto. La autopsia, mañana por la mañana a las ocho y media.

Y, a un gesto negativo de Fridolin:

—¡Ah… el tumor pleural! Bueno… el examen histológico ha revelado un sarcoma irrefutable. Tampoco tenéis que preocuparos por eso.

Other books

Slightly Engaged by Wendy Markham
An Evil Cradling by Brian Keenan
Salamina by Javier Negrete
Savage Hunger by Terry Spear
Burn Out by Traci Hohenstein
Happiness: A Planet by Sam Smith
Prejudice Meets Pride by Anderson, Rachael
Perchance to Dream by Robert B. Parker