Laisa se echó a reír.
—Pero es una historia muy buena.
—Se supone que son nueve —intervino Galeni—. Un número tradicional con varios posibles orígenes en la Vieja Tierra. Es uno de los temas favoritos para los trabajos universitarios. Aunque creo que en la actualidad sólo viven siete.
—¿Se los nombra de por vida? —preguntó Laisa.
—A veces —contestó Miles—. A otros se les nombra sólo según el caso. Cuando mi padre era Regente, sólo nombró Auditores temporales, aunque Gregor confirmó a varios cuando alcanzó la mayoría de edad. En todos los asuntos relacionados con sus investigaciones, hablan con la Voz del Emperador. Es otra cosa muy barrayaresa. Yo sólo he hablado una vez con la voz del conde mi padre, durante una pequeña investigación sobre un asesinato en mi propio distrito. Es una experiencia extraña.
—Parece realmente interesante, desde un punto de vista sociológico —dijo Laisa—. ¿No deberíamos acércanos al general Vorparadijs y pedirle que hable de los viejos tiempos?
—¡No, no! —exclamó Miles, horrorizado—. Es el oficio lo que resulta interesante. Vorparadijs es el viejo Vor senil más latoso de toda Vorbarr Sultana. Lo único que hace es monologar sobre cómo todo se ha ido al infierno desde los días de Ezar —mirándome a mí, normalmente—, e intercala detalladas explicaciones sobre sus problemas de vientre.
—Sí —reconoció Delia Koudelka—. Te interrumpe constantemente para decir que los jóvenes no tienen modales. Joven es todo aquel que tiene menos de sesenta años.
—Setenta —corrigió Miles—. Sigue refiriéndose a mi padre como «el pequeño de Piotr».
—¿Todos los Auditores son tan viejos?
—Bueno, no tanto. Pero tienden a elegir a almirantes y generales retirados por si tienen que echar mano de los que no están retirados.
Evitaron al mortífero general, y alcanzaron a Ivan y Martya Koudelka sólo para ser separados de nuevo por el mayordomo, que los sentó para cenar en el recargado Salón Menor. La comida fue bien, según Miles. Se esforzó en hacer preguntas interesantes a la embajadora de Escobar, y en soportar pacientemente la habitual sarta de preguntas sobre su famoso padre. Laisa, sentada frente a él, mantenía su propia conversación con un anciano caballero del contingente escobariano. Gregor y el capitán Galeni mantuvieron una conversación exquisitamente amable sobre las relaciones entre Barrayar y Komarr, adecuada para los delicados oídos de los huéspedes galácticos; no era sólo por su persona por lo que los habían sentado en la mesa de Gregor, juzgó Miles.
Los brillantes ojos de Laisa se alzaron en lo que Miles reconoció como una línea recta respecto a los envíos komarreses, deliberadamente mencionados por Galeni. Se dirigió a Gregor, frente a los escobarianos.
—Sí, Sire. De hecho, el Sindicato de Armadores de Komarr, para el que trabajo, ha planteado el tema en el Consejo de Ministros. Hemos pedido que los impuestos sobre los beneficios repercutan directamente en mejoras de la capital.
Por dentro, Miles aplaudió su coraje por abordar al propio Emperador.
¡Sí, adelante! ¿Por qué no?
—Sí —dijo Gregor, sonriendo un poco—. El ministro Racozy me lo mencionó. Me temo que encontrará una fuerte oposición en el Consejo de Condes, cuyos miembros más conservadores consideran que nuestros elevados gastos militares en la defensa de los puntos de salto de Komarr deberían ser, er… proporcionalmente compartidos por aquellos que están en primera línea.
—Pero el crecimiento de la capital proporcionará una base mucho mayor de impuestos para la siguiente fase. Cortarlos tan pronto es como… como comerte las semillas de la cosecha.
Gregor alzó las cejas.
—Una metáfora enormemente útil, doctora Toscane. Se la transmitiré al ministro Racozy. Puede que sea más convincente para algunos de nuestros condes segundones que las más complejas discusiones sobre tecnologías de salto que ha estado intentando enseñarles.
Laisa sonrió. Gregor sonrió. Galeni parecía absolutamente complacido. Laisa, tras dejar claro su argumento, tuvo el buen sentido de retirarse y dirigir de inmediato la conversación a asuntos más livianos, o al menos, para la política escobariana sobre tecnologías de salto, menos potencialmente volátiles que los impuestos entre Barrayar y Komarr.
La música para el baile en el salón del piso de abajo corrió a cargo, como de costumbre, de la Orquesta Imperial de Servicio, que contaba sin duda con los menos marciales soldados de Barrayar, aunque fueran los de más talento. El anciano coronel que la dirigía era fijo en la Residencia Imperial desde hacía años. Gregor inauguró formalmente el baile sacando a Lady Alys a dar una vuelta por el salón, y luego, como exigía la etiqueta, a un puñado de invitadas por orden de rango, empezando por las embajadoras de Escobar. Miles reclamó sus dos bailes con la alta, rubia y hermosa Delia. Tras haber demostrado lo que quería a los mirones, se puso a practicar, al estilo Illyan, la forma de confundirse mejor con las paredes para contemplar el espectáculo. El capitán Galeni bailaba, si no bien, al menos con entusiasmo. Le había puesto el ojo a una carrera política para cuando terminaran sus veinte años de servicio, y estaba recopilando metódicamente todas las habilidades pertinentes posibles.
Uno de los hombres de armas de Gregor se acercó a Laisa; cuando Miles la volvió a ver, danzando y girando en un baile de espejos, estaba frente a Gregor. Miles se preguntó si habría colocado unas cuantas frases adecuadas sobre las relaciones de comercio mientras estaba en ello. Una oportunidad importante, y no la desperdiciaba; el Sindicato de Armadores Komarreses le daría una bonificación por su trabajo de aquella noche. El sombrío Gregor hasta se echó a reír por algo que ella dijo.
Laisa regresó con Galeni, quien sujetaba temporalmente la pared, junto a Miles, con los ojos brillantes.
—Es más inteligente de lo que imaginaba —dijo, sin aliento—. Escucha… muy atentamente. Parece que lo tiene en cuenta todo… ¿O está fingiendo?
—No finge —dijo Miles—. Lo procesa todo. Pero Gregor debe vigilar lo que dice, dado que su palabra puede ser, literalmente, ley. Sería tímido si pudiera, pero no se le permite.
—¿No se le permite? Qué raro suena eso.
Tuvo oportunidad de comprobar la reserva de Gregor tres veces más en el salón de baile antes de que la velada terminara a una hora adecuada y conservadora, antes de medianoche. Miles se preguntó si Gregor le mentía a él respecto a su timidez, porque la verdad era que hizo reír a Laisa una o dos veces.
La fiesta concluyó antes de que Miles se encontrara por fin con Gregor para intercambiar unas palabras tranquilas en privado. Por desgracia, lo primero que Gregor dijo fue:
—He oído que conseguiste devolvernos a nuestro correo casi de una pieza. Un poco por debajo de tus estándares habituales, ¿no?
—Ah. ¿Así que Vorberg ha llegado a casa?
—Eso me han dicho. ¿Qué sucedió exactamente?
—Un… accidente muy embarazoso con un arco de plasma automático. Ya te lo contaré, pero… no aquí.
—Lo espero ansioso.
Lo cual añadía a Gregor a la creciente lista de gente a quien Miles trataba de evitar. Maldición.
—¿Dónde encontraste a esa extraordinaria komarresa? —añadió Gregor, mirando a lo lejos.
—¿La doctora Toscane? Impresionante, ¿verdad? Admiro su valor tanto como su planta. ¿De qué hablasteis?
—De Komarr, principalmente… ¿Tienes la, um, dirección del Sindicato Fletador? Oh, no importa, Simon me la conseguirá. Y adjuntará un informe completo de seguridad, sin duda, lo quiera yo o no.
Miles hizo una reverencia.
—SegImp vive para serviros, Sire.
—Compórtate —murmuró Gregor. Miles sonrió.
Al regresar a la Residencia Vorkosigan, Miles invitó a los dos komarreses a tomar una copa antes de reflexionar sobre las actuales complicaciones logísticas de ser anfitrión. Galeni iba a rehusar amablemente, alegando algo sobre el trabajo del día siguiente, pero simultáneamente Laisa dijo:
—Oh, sí, por favor. Me encantaría ver la casa, Lord Vorkosigan. Está tan cargada de historia…
Galeni inmediatamente se tragó lo que hubiera estado a punto de añadir, y la siguió, sonriendo un poquito.
Todas las habitaciones de la planta baja parecían demasiado grandes y oscuras e impresionantes para sólo tres personas; Miles los condujo arriba, a un saloncito de escala más humana, y luego tuvo que recorrer la habitación retirando las sábanas de los muebles antes de que nadie pudiera sentarse. Ajustó las luces a una intensidad razonablemente romántica, y luego volvió a bajar las escaleras dos y tres tramos respectivamente en busca de tres copas de vino y una botella adecuada. Regresó al piso de arriba sin aliento.
Volvió al saloncito para descubrir que Galeni no había aprovechado la oportunidad. Miles tendría que haber descubierto sólo el pequeño sofá, y forzado a los dos a una proximidad que no ofrecían los separados y cómodos sillones que habían elegido. El encorsetado Galeni no parecía consciente del ansia secreta de su dama: un poco de romanticismo idiota. Miles recordó a Taura, obligada por envergadura, trabajo y rango a ser una persona pública siempre demasiado peligrosa para que alguien se burlara de ella. Laisa no era demasiado grande, pero quizá sí demasiado inteligente, demasiado consciente de sus deberes públicos y sociales. Nunca lo pediría directamente. Galeni la hacía sonreír, pero no reír. La falta de sentido lúdico de ambos preocupaba a Miles. Era necesario un agudo sentido del humor para practicar el sexo y mantenerte cuerdo.
Pero Miles no se sentía ahora mismo particularmente cualificado para dar consejos a Galeni sobre cómo llevar su vida amorosa. Pensó de nuevo en el comentario de Taura:
Tratas de regalar lo que tú mismo quieres
. Demonios. Galeni ya era un chico grande, que encontrara él mismo su propia condena.
No fue difícil conseguir que Laisa hablara sobre su trabajo, aunque eso convirtió la conversación en monotemática; Miles y Galeni, naturalmente, no podían decir mucho sobre sus asuntos, altamente secretos. A esto siguió lo que parecía ser el tema de la noche: las relaciones e historia komarresa-barrayaresa. La familia Toscane había cooperado notablemente después de la conquista, de ahí su actual posición destacada.
—Pero no se les puede llamar colaboradores —mantuvo firmemente Miles cuando salió el tema—. Creo que el término debería reservarse a aquellos que cooperaron antes de la invasión barrayaresa. No refleja el patriotismo de los Toscane, que declinaran abrazar la posición de tierra quemada o, mejor dicho, de Komarr quemada de la resistencia posterior. Más bien al contrario.
La invasión barrayaresa no había sido exactamente un triunfo desde el principio, pero al menos los colaboradores supieron frenar sus pérdidas y continuar. Ahora, una generación más tarde, el éxito de la resurgente oligarquía liderada por los Toscane demostraba la validez de su razonamiento.
Y al contrario de lo que le sucedía a Galeni cuyo padre, Ser Galen, se había pasado la vida persiguiendo una fútil venganza komarresa, la posición de los Toscane había dejado a Laisa sin ninguna embarazosa carga con la que vivir. Ser Galen era un tema de conversación que ni Miles ni Galeni tocaban; Miles se preguntó cuánto le habría contado Galeni a ella de su difunto y loco padre.
Estaban a medio camino entre la medianoche y el amanecer, y habían apurado entre los tres otra botella de vino, cuando Miles se ofreció a dejar que su soñolienta compañía se marchara a casa. Contempló pensativo cómo el vehículo de tierra de Galeni salía del camino de acceso y giraba hacia la silenciosa calle, saludado a su paso por el solitario guardia nocturno de SegImp. Galeni, como Miles, había pasado la última década persiguiendo una carrera consumidora; sus secretos esfuerzos le habían dejado, tal vez, un poco retrasado en lo que a romanticismo se refería. Miles esperaba que, llegado el momento, Galeni no planteara su propuesta a Laisa como una especie de trato financiero, pero mucho se temía que sería el único modo que Galeni tendría de hacerlo. Le faltaba empuje. Aquel trabajo burocrático le venía al pelo.
No tardes mucho, Galeni. Alguien con más nervio se interpondrá y te la quitará
. A Miles, que se sentía como un Baba, el tradicional casamentero barrayarés, no le parecía que la noche hubiese contribuido lo suficiente a avanzar los planes de Galeni. Miles se puso en la piel de ambos amigos y se sintió sexualmente frustrado. Volvió al interior. La puerta se cerró sola.
Se desnudó despacio y se sentó en la cama, contemplando su comuconsola con la misma maligna intensidad con que la gata Zap observaba a un ser humano que le llevaba comida. Permaneció en silencio.
Suena, maldita seas
. Dada la natural perversidad de las cosas, a esa hora precisamente Illyan tendría que llamarlo, cuando estaba cansado y medio borracho y se sentía incapaz de presentar su informe.
¡Ahora, Illyan, quiero mi misión!
A cada hora que pasaba el esfuerzo parecía mayor. Cada hora era otra hora desperdiciada. Si transcurría suficiente tiempo para poder haber ido a Escobar y regresado, antes de que Illyan lo convocara, estaría listo para morder la alfombra aunque no le diera un ataque.
Pensó en abrir otra botella y emborracharse de verdad, en un acto de anti-magia para aumentar la probabilidad de que Illyan llamara. Pero la náusea y el vómito tendían a hacer que el tiempo avanzara subjetivamente más despacio, no más rápido. Una perspectiva desagradable.
Tal vez Illyan me ha olvidado
.
Un chiste malo; Illyan nunca olvidaba nada. No podía. En la época en que había sido teniente de SegImp con poco menos de treinta años, el entonces Emperador Ezar lo había enviado a la lejana Illyrica para que le instalaran en el cerebro un chip experimental de memoria eidética. Al viejo Ezar le apetecía tener una grabadora ambulante que sólo respondiera ante él. La tecnología no se había desarrollado comercialmente debido a que, en el noventa por ciento de los casos, el chip acababa por inducir en sus portadores esquizofrenia iatrogénica. El implacable Ezar estuvo dispuesto a aceptar ese noventa por ciento de riesgo a cambio del diez por ciento de recompensa o, más bien, estuvo dispuesto a que un joven oficial sacrificable lo corriera por él. Siguiendo su política, Ezar había eliminado a lo largo de su vida a miles de soldados como Illyan.
Pero Ezar murió poco después, y dejó a Illyan. Éste, como un planetoide errante, cayó en la órbita del almirante Aral Vorkosigan, que demostró ser una de las principales estrellas políticas del siglo. Illyan trabajó en la Seguridad del padre de Miles, de un modo u otro, durante los siguientes treinta años.