Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (34 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Las imágenes son todas en blanco y negro, excepto una mujer rubia vestida de rojo chillón, que corre perseguida por la implacable policía antidisturbios. La mujer grita y lanza un enorme martillo hacia la pantalla, que explota en un destello de luz. Desde un lateral se desliza un texto informativo sobre el nuevo ordenador Macintosh. Nos anuncia que gracias a la Apple Computer Corporation, el año 1984 no será como
1984
[de Orwell] (el anuncio, dirigido por Ridley Scott, recibió el premio Advertising Age al mejor anuncio de la década).

Es difícil encontrar un ejemplo más perfecto de rebeldía contracultural. Sin embargo, el anuncio pasa por alto que en nuestro mundo no existe ningún Director de Purificación de Información. En el mundo informático existen estándares porque el público ha tomado una serie de decisiones y porque determinados sectores han acordado voluntariamente una serie de pactos. En general, la uniformidad no es siempre mala, ni siempre represiva. No todos nosotros, cuando nos dan libertad para hacerlo, queremos ser totalmente individualistas (es decir, que una conducta aleatoria no es obligatoria). Hacer lo que hacen los demás puede ser muy beneficioso. Expresar nuestro individualismo poniéndonos una corbata original para ir a trabajar no es lo mismo que expresarlo usando programas informáticos incompatibles con los de nuestros compañeros.

*

Quien conozca la historia de la agricultura norteamericana sabrá perfectamente lo que es una cosecha de altamisa, cenizo, cien nudos o magarza.

Ah, ¿no? ¿Seguro que no? Bueno, pues es normal. Aunque estas plantas fueron durante siglos el sustento de los nativos norteamericanos, cuando los europeos llegaron al continente ya habían dejado de producirse, fundamentalmente por la llegada del maíz y las judías de México.

Como sabrán los lectores de
Armas, gérmenes y acero
, de Jared Diamond, hubo que injertar y crear muchos híbridos para obtener una producción agrícola decente en Norteamérica. La altamisa, por ejemplo, que crece espontáneamente, no es precisamente un cultivo ideal. Está emparentada con la venenosa ambrosía y produce un «polen que puede ocasionar fiebre del heno en las zonas donde crece en abundancia». Además, «tiene un fuerte olor que a algunas personas les resulta desagradable» y «puede producir erupciones cutáneas». Los granjeros nativos la cultivaban a falta de algo mejor.

Por otra parte, un alimento como el maíz procede de varios siglos de experimentos y cruces de especies. De hecho, ha sido un proceso muy largo y prolongado de ingeniería genética (el producto final es tan artificial que no se ha llegado a un consenso científico sobre la planta ancestral de la que procede). Al descubrirse su evidente superioridad sobre el resto de plantas autóctonas, en su México natal fue adoptada prácticamente como cultivo único.

Este fenómeno se dio en el mundo entero, al propagarse el cultivo de arroz, mijo, ñame, taro, trigo, cebada, etcétera. El resultado fue un enorme detrimento de la biodiversidad. Cultivos que en principio eran autóctonos de una pequeña región se difundieron por el mundo entero y sustituyeron a un amplio abanico de especies. Sin embargo, todo ello sucedió antes de desarrollarse la ciencia, la tecnología, el capitalismo o la globalización, que al ir surgiendo contribuyeron a acelerar el proceso, pero no lo iniciaron. El maíz sustituyó a la altamisa porque es una planta de mejor calidad. Si hay que elegir entre ambos, un granjero siempre optará por el maíz. La única diferencia entre ayer y hoy es que los siglos que antes tardaba un cultivo en propagarse de una zona a otra son hoy casi una cuestión de segundos gracias a la velocidad de las comunicaciones y a la reducción de las barreras arancelarias en el mundo actual.

Por tanto, la tendencia a la homogeneización de los mercados actuales es una consecuencia directa de la demanda. Cualquier canadiense que haya comprado últimamente una patata o una mazorca de maíz habrá contribuido a fomentar esta tendencia. La patata Yukon Gold de pulpa amarilla, producida en la universidad de Guelph, en la provincia canadiense de Ontario, se ha introducido en el mercado a una velocidad extraordinaria. Y cada vez resulta más difícil comprar maíz que no sea de la variedad bicolor. En ambos casos, los consumidores están dispuestos a pagar la diferencia de precio con tal de comprar ese tipo concreto de verdura. En cualquier caso, al no haber ninguna campaña de publicidad relacionada con estos productos, no puede hablarse de influencia indebida sobre el consumidor. Si las patatas Yukon Gold se venden tanto será porque son muy buenas y al público le gustan. Si esto implica una homogeneidad generalizada, ¿por qué nos vamos a quejar? Al fin y al cabo, para evitarlo a alguien le iba a tocar comer patatas malas.

Es cierto que para proteger la biodiversidad habría que impedir que las plantas menos favorecidas se extinguieran. Pero lo que ya resulta más complicado es sacarles una rentabilidad comercial. La altamisa se abandonó no sólo porque es venenosa, sino por su poca rentabilidad y sabor desagradable. Es decir, la producción resulta cara y laboriosa, pero el resultado no es demasiado apetecible. Aunque pueda hacernos ilusión que alguien en algún lugar del mundo consuma suficiente altamisa para mantener la biodiversidad, la mayoría de nosotros no tenemos ningún interés en ser esa persona (y, por supuesto, si obligamos a un grupo de individuos a hacerlo, impidiéndoles que accedan a otros productos, será verdaderamente injusto para esas personas). Por tanto, la pregunta sería ¿a quién le toca la china? Todos estamos a favor de la diversidad, pero a menudo son nuestras propias preferencias las que fomentan la homogeneización.

Esto es especialmente obvio en los mercados que los economistas describen como de «todo o nada». Es decir, el consumidor medio sólo quiere lo mejor y como la tecnología actual ha hecho posible llevar lo mejor a la totalidad de los consumidores, la diferencia entre el primer puesto y el segundo se ha vuelto gigantesca. Un producto que sea ligerísimamente mejor que el de la competencia puede hacerse con el mercado a una velocidad nunca vista, por el efecto conjunto de las preferencias de los consumidores. Las actuales «superestrellas» son un ejemplo clásico (los famosos de Hollywood, las supermodelos, los músicos pop y demás). Aunque se les acusa constantemente de ser entes prefabricados y productos mediáticos sin talento, inflados por el autobombo y la mercadotecnia, las superestrellas existen en muchos sectores donde la manipulación y el marketing son mucho menores. En el mercado de la música clásica, por ejemplo, el factor determinante sigue siendo el talento y, sin embargo, también hay una tendencia hacia el «todo o nada». Como argumenta el economista Sherwin Rosen: «El mercado de la música clásica nunca ha sido tan amplio como hoy; sin embargo, el número de instrumentistas profesionales sólo ronda el centenar (y mucho menos si el instrumento es la voz, el violín o el piano). Los músicos de primera fila constituyen un grupo diminuto dentro de estas cifras ya de por sí pequeñas y, por supuesto, ganan mucho dinero. Hay una diferencias tremenda entre [sus ingresos y los ingresos de] los músicos de segunda fila, aunque la mayoría de los consumidores serían incapaces de detectar la más mínima diferencia en una prueba con los ojos vendados».

Huelga decir que cuando un cantante de ópera se abre un hueco en el mercado, los enemigos de las masas establecen su distinción expresando el odio que les produce el artista en cuestión. Por eso los auténticos
connoisseurs
hace años que desprecian a Luciano Pavarotti, no porque no tenga talento, sino por ser demasiado «popular» o, mejor dicho, demasiado «populachero» (no puede ser bueno precisamente por tener un público tan amplio) . Este afán de distinción asegura una rotación constante de artistas dentro del mercado cultural, donde el ídolo de hoy será la vieja gloria de mañana. Pero todo depende de las preferencias del consumidor y se da de modo natural, sin manipulación ni presión alguna. Las empresas intentan guiar el proceso en una u otra dirección, pero el proceso no está en absoluto en sus manos.

Esto no significa que el mercado siempre tenga razón. Los mercados no siempre reflejan las preferencias del consumidor medio, sobre todo en el terreno cultural e intelectual, donde resulta muy difícil ejercer el derecho de propiedad. Pero tampoco significa que el mercado siempre se equivoque. Por otra parte, los críticos tienden a despreciar el gusto popular, porque no les entra en la cabeza que a nadie le pueda gustar
en serio
comer en McDonald's o escuchar un disco de Celine Dion. Por eso ni se plantean la posibilidad de que la homogeneización venga determinada por las preferencias del consumidor medio.

*

Entre los incontables productos alimentarios que han aparecido durante la última década destinados al sector «burgués bohemio», uno de los más curiosos es indudablemente el pollo «de corral». Este concepto nació del horror que produce el hacinamiento de las granjas avícolas industriales, donde los pollos pasan la vida encerrados enjaulas diminutas. Los consumidores empezaron a exigir unas condiciones de vida más humanas, aduciendo que estaban dispuestos a pagar la diferencia de precio. A alguien se le ocurrió la brillante idea de llamar pollos «de corral» a esta modalidad supuestamente asilvestrada, con la consiguiente subida de precio. El nuevo producto tuvo un éxito inmediato. La idea evoca imágenes de una pradera por la que corretean los pollos alegremente con las plumas al viento. Pero esta estampa bucólica sólo la creerá quien jamás haya visto ni tocado un pollo vivo.

Cualquiera que haya pasado algo de tiempo en una granja sabe que un pollo «criado en libertad» es igual de absurdo que un gusano que pase mucho tiempo al sol. El típico día soleado de verano, los pollos siempre se refugian en el rincón más oscuro del gallinero. Se suben unos encima de otros, amontonados de diez en diez, y así se duermen, formando una especie de bola compacta. Sencillamente no son aves dadas a salir de paseo (un estudio reciente afirma que sólo un quince por ciento de los pollos de corral aprovecha la posibilidad de salir al exterior). La idea del pollo asilvestrado es una proyección de un deseo humano insatisfecho. Pero por mucho que nos empeñemos, los pollos nunca serán esos tercos individualistas que queremos que sean.

Esto nos lleva a pensar que la obsesión con la masificación y el conformismo también pueda ser una proyección aplicada al consumidor. La crítica tradicional de la sociedad de masas asume que los consumidores tienen unos deseos tan heterogéneos que a los publicistas no les queda más remedio que engañarles para que consuman todos los mismos productos fabricados en serie. El sistema debe producir una «conciencia masificada» para facilitar la «producción masificada». Sin embargo, hay una explicación mucho más sencilla. Los bienes producidos en serie son
más baratos
que los personalizados y los clientes son sensibles al precio. Pudiendo elegir entre un producto que satisfaga sus necesidades perfectamente pero sea caro y un producto que no satisfaga sus necesidades del todo pero sea barato, es muy posible que opten por el barato. Depende de la importancia que concedan al precio (los pobres presumiblemente consumen más productos industriales que los ricos).

Sin embargo, algunos críticos han intentado demostrar que el mercado fomenta esta tendencia al procurar expulsar a los competidores menores. El economista Tibor Scitovsky, por ejemplo, plantea el argumento de la siguiente manera:

Las economías de escala no sólo abaratan la producción a gran escala, sino que al aumentar los salarios también aumentan los costes y disminuyen los beneficios de la producción a pequeña escala. Esto a su vez aumenta el volumen de ventas mínimo para obtener unos beneficios y reduce constantemente el abanico de productos ofrecidos, además de obviar las necesidades y gustos de las minorías en cuanto a la naturaleza y el diseño de los bienes generados y distribuidos. La creciente desatención a las necesidades de las minorías no es buena, porque es intolerante, fomenta la uniformidad y destruye hasta cierto punto la gran ventaja de la economía de mercado: su capacidad para satisfacer por separado y simultáneamente las distintas necesidades y gustos del público.

Todo esto está muy bien, pero es algo precipitado. Supongamos que en un principio se encarga puntualmente el pedido de turno a un pequeño proveedor que fabrica productos personalizados para cada cliente individual. Entonces llega un proveedor mayor que fabrica el mismo tipo de producto, pero sólo en tres estilos, pongamos por caso. Al limitar el número de estilos, este proveedor podrá vender su mercancía por un precio mucho más bajo. Scitovsky sugiere que el proveedor mayor acabará por desbancar al pequeño.

Pero esto no es necesariamente así. Debemos asumir, dada la variedad de bienes fabricados por el proveedor pequeño, que las tres variedades producidas en serie no gustarán a algunos de los consumidores. Por tanto, esta minoría verá mermado su bienestar si compra los productos industriales. Es decir, si cambian será porque prefieren ahorrarse un dinero, pese al inconveniente de comprar algo que no se adapta perfectamente a sus necesidades. El pequeño proveedor no se arruinaría si las personas con gustos minoritarios estuvieran dispuestas a pagar más por conseguir lo que quieren y las personas con gustos mayoritarios estuvieran menos dispuestas a adaptarse a lo más razonable. La homogeneización surge sólo porque determinadas personas no están dispuestas a pagar un elevado precio para satisfacer sus preferencias cuando existen alternativas de menor precio. Aquí no interviene en absoluto la represión ni la intolerancia.

Obviamente, las personas con un gusto menos popular pueden quejarse de estar recibiendo un trato injusto. ¿Por qué van a tener que pagar más simplemente por tener un gusto menos vulgar? Hay una respuesta clara a esta pregunta. Los bienes industriales son más baratos que los artesanales porque se necesita menos tiempo, energía y trabajo para producirlos. Si vamos a una barbería a que nos corten el pelo, sólo serán quince minutos. Si no nos gustan los cortes de pelo tradicionales y queremos expresar nuestra individualidad con un estilismo más original, tendremos que ir a una peluquería donde tardarán una hora y nos cobrarán cuatro veces más. Pero es lógico que sea más caro ir a un estilista que invierte más tiempo en nosotros.

De hecho, aquí se puede aplicar una norma general. Siempre que pensemos que la sociedad nos ha convertido en unos conformistas o nos trata como un número y no como una persona, deberíamos hacernos la siguiente pregunta: «¿Para mantener mi individualidad es necesario el trabajo de otras personas?». Si la respuesta es afirmativa, entonces lo lógico es que paguemos más. Muchas de las instituciones y empresas de nuestra sociedad tienen un mismo sistema de funcionamiento. En un restaurante de comida rápida, en un banco, en un hospital, existe un sistema estandarizado que permite interactuar con los clientes y atenderles. Este sistema suele estar diseñado para maximizar el servicio que se proporciona por un determinado precio (o dados ciertos recursos presupuestarios). Los individuos que se niegan a seguir el sistema no sólo encarecen todo el proceso, sino que a veces fastidian a todos los demás. En este contexto, el individualismo a menudo se convierte en desprecio narcisista de las necesidades ajenas.

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