Read Rebelarse vende. El negocio de la contracultura Online
Authors: Joseph Heath y Andrew Potter
Es difícil distinguir cuáles de estas sugerencias pretenden ser serias y cuáles no. Sin embargo, es fácil identificar el estilo de vida que Ritzer recomienda: la de un respetado profesor de universidad con costumbres excéntricas, un buen sueldo y mucho tiempo libre. Quienes tengan un trabajo igual de comodón apoyarán encomiásticamente sus sugerencias, pero ¿es razonable exigir al resto de la sociedad que lo haga? De nuevo surgen dos preguntas que debemos hacernos antes de adoptar el modelo de conducta aleatoria. En primer lugar, «¿para mantener mi individualidad es necesario el trabajo de otras personas?»; y en segundo, «¿qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo?»
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La progresiva homogeneización que vemos en nuestra sociedad también existe a escala mundial. El proceso de globalización comercial, unido al turismo y la emigración masiva, está produciendo lo que podría denominarse un estado de «diversidad uniforme». El incremento del comercio exterior que ha tenido lugar durante los últimos veinte años ha estado en gran parte relacionado con la diversificación comercial, no con la intensificación. Por ejemplo, Canadá podría importar de Francia todo el vino tinto necesario, dejando morir su propia industria vinícola y Francia podría importar todo el trigo necesario de Canadá, dejando morir ese segmento de su sector agrícola; sin embargo, el aumento de la actividad comercial ha permitido a Canadá seguir fabricando la misma gama de productos. El comercio se usa sobre todo para acceder a unos bienes que antes no llegaban al país en cuestión. Es decir, Francia importa sirope de arce canadiense, mientras Canadá importa ahora cerámica provenzal.
En consecuencia, los mercados internos de cada país se han diversificado. Si antes había ciertos tipos de cerámica francesa que sólo se encontraban en unos pueblos franceses muy concretos, hoy se pueden comprar prácticamente en cualquier ciudad grande (para desgracia de su fabricante). Cuando yo era joven, en los supermercados no había cebolletas ni pan de pita (y queso importado mucho menos todavía). Desde 1970, el promedio de artículos que se venden en los supermercados norteamericanos ha pasado de 3.000 a 8.000. Cuando mi suegra viene a visitamos desde Taiwán (y naturalmente se empeña en cocinar) no tiene que hacer ningún esfuerzo de adaptación. Todo lo que compraría normalmente en Taipei se puede conseguir en Toronto. Quizá sea verdad que en ciertos sectores económicos ha disminuido el número de empresas, pero cuesta pensar en un sector donde no haya aumentado el número de
productos
que se venden.
Sin embargo, como este proceso se está produciendo en el mundo entero, cualquiera que viaje se dará cuenta de que todos los sitios se parecen cada vez más entre sí. Da bastante angustia pasear por un país exótico en cuyas aceras vemos la misma artesanía guatemalteca de siempre (y donde, aparentemente, están tocando el mismo grupo de músicos guatemaltecos de siempre) . Y nadie quiere encontrarse con un cartel de McDonald's en mitad de Pekín (aunque es un buen sitio para colarse y usar el cuarto de baño). Pero si los chinos quieren comer Big Macs, ¿quiénes somos nosotros para impedírselo? Estaría bien que China hiciera un mayor esfuerzo para mantener la pureza e integridad de su cultura, pero ¿quiénes somos nosotros para dar lecciones? Al fin y al cabo, nos encanta que haya tantos restaurantes chinos en nuestro país (por no hablar de la comida rápida asiática como los tallarines, el sushi y el té de tapioca
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). También nos gusta comprar en cadenas comerciales extranjeras como Ikea, Zara, The Body Shop, Benetton y H&M. Norteamérica se está convirtiendo en un gigantesco batiburrillo cultural de influencias y estilos que nos gusta a casi todos sus habitantes. Pero eso implica que no podemos andar criticando a los demás por seguir el mismo camino.
Por supuesto, muchos estadounidenses opinan que su país ha tenido una enorme influencia en todo este proceso, es decir, que no se trata de una globalización cultural sino de una americanización. Irónicamente, esta opinión demuestra el provincianismo de quienes la apoyan. En primer lugar, los estadounidenses tienden a creer que todo es «americano», a no ser que se demuestre lo contrario. Huelga decir que la diferencia entre la cultura canadiense y la estadounidense se ignora por completo. Como la mayoría de los canadienses hablan inglés con un acento parecido al del Medio Oeste estadounidense, es fácil cometer ese error. Pero en otros casos, no hay semejante excusa. Recuerdo haber leído una crítica de un videojuego en el
New York Times
lo tachaba de etnocéntrico porque aparecían «personajes asiáticos estereotipados». La autora daba por hecho que estaba fabricado en Estados Unidos. Ni se le pasaba por la cabeza que el juego en cuestión —como casi todos los que se venden en el mercado estadounidense— fuese un producto japonés, creado para un público japonés. El supuesto estereotipo era una característica propia de la cultura japonesa, pero la autora no sabía lo suficiente sobre culturas extranjeras como para poder identificarlo.
El segundo problema es que la mayoría de los estadounidenses son capaces de notar la influencia de su propia cultura en el extranjero, pero no saben lo suficiente sobre el resto de las culturas como para reconocer hasta qué punto influyen en la vida diaria de Estados Unidos. Nadie parece saber que las culturas extranjeras —la asiática en particular— han tenido una influencia enorme en el cine, la televisión y la moda norteamericana. Hoy en día, casi todas las películas de acción se ruedan al estilo de Hong Kong. La televisión está totalmente dominada por los
reality shows
, que son otra importación cultural. Toda la estética
rave
norteamericana es una imitación del estilo japonés. Los cómics y los videojuegos japoneses tienen una influencia enorme entre las generaciones más jóvenes. Por supuesto, estas tendencias se han difundido ampliamente por Internet. La moda de las faldas escocesas en las discotecas estadounidenses es por influencia de la pornografía japonesa. Y la lista es interminable. Aunque la cultura estadounidense sigue muy presente en el resto del mundo —sobre todo a través del
hip-hop
— es complicado saber qué país será el más influyente en la evolución de la cultura global.
Tanto si nos gusta la creciente convergencia cultural como si no, no parece que a estas alturas se pueda detener. Para mantener la diversidad de una cultura tradicional hay que vivir inmersos en ella, e intentar frenar toda influencia externa. Hacer esto resulta tremendamente costoso. Bután, por ejemplo, ha iniciado una intensa campaña de aislamiento que, entre otras cosas, restringe la entrada de turistas extranjeros, a quienes cobra 200 dólares diarios por el privilegio de permanecer en el país. Sin embargo, privados de la entrada de divisas extranjeras, recortan voluntariamente su acceso a la tecnología agrícola, fabril y médica. A cambio tienen pobreza, desnutrición y una corta esperanza de vida. Pese a todo ello, la población parece dispuesta a aceptarlo, ayudados en parte por su profunda religiosidad. Pero este comportamiento no se puede exigir al resto del mundo.
De nuevo hay que hacerse la misma pregunta, si queremos mantener la diversidad, ¿a quién le toca la china? Esto se ve claramente en el caso del lenguaje. Actualmente hay unos 6.000 idiomas en el mundo, pero están desapareciendo a un ritmo de unos 30 anuales (ésta es una estadística algo engañosa, porque más de 1.500 se hablan en Papúa Nueva Guinea, donde sólo los domina un número reducido de personas). Sin embargo, hay quienes los tratan como especies en peligro que deben conservarse a toda costa. Pero para mantener vivo un idioma se precisa un número elevado de hablantes monolingües concentrados en una zona geográfica.
Esto puede ser difícil de conseguir, ya que el valor de un idioma viene determinado en gran parte por el número de personas con las que uno se puede comunicar usándolo. En otras palabras, hablarlo genera una economía de red para los demás usuarios de dicho idioma (del mismo modo que comprar un aparato de fax genera una economía de red beneficiosa para todos los demás propietarios). Determinados idiomas, como el inglés, llegan a un «punto álgido» en que los hablan tantas personas que merece la pena pagar por aprenderlos. En este caso, se convierten en hiperlenguas. Los demás idiomas se quedan atrás, y tendrá que producirse un fenómeno insólito para que sigan usándose.
Por tanto, aunque pueda entristecernos la inminente desaparición del kristang, el itik o el lehalurup, debemos reconocer que para conservarlos sería necesaria una comunidad de hablantes monolingües (o al menos nativos). No basta con imponer cualquiera de ellos como segundo idioma, porque siempre tendrán que enfrentarse a la hiperlengua. Sin embargo, renunciar a un dominio fluido de una hiperlengua a cambio de hablar uno de estos idiomas minoritarios puede reducir seriamente las posibilidades de un individuo. Quizá no suponga un problema mientras haya suficientes personas dispuestas a hacerlo, pero no podemos culpar a los que no muestren el menor interés.
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Gomo hemos visto, la tendencia hacia la homogeneización —o, más concretamente, hacia una «diversidad uniforme»— tiene un origen muy complejo. En parte refleja los gustos del consumidor, pero también las economías de escala, las distorsiones del mercado y las tendencias humanas más eternas y universales. En ciertos casos, quizá no se pueda hacer nada para remediarlo; en la gran mayoría, quizá
no se deba
hacer nada para remediarlo. Lo más importante, sin embargo, es que este efecto no lo produce ningún «sistema» aislado. Se trata de un conjunto de fuerzas muy variadas y a veces contradictorias.
La teoría contracultural, por otra parte, apoya y fomenta la posibilidad de que exista un único motivo para esta homogeneización. Mantiene que la economía de mercado se basa siempre en un sistema de represión y conformismo. La uniformidad cultural se impone para asegurar el funcionamiento disciplinado de la maquinaria industrial y la cadena de montaje. Cuando cada mercado tenía sólo un alcance nacional, esto producía una erosión de la individualidad dentro de cada cultura local. Hoy en día, la incipiente globalización comercial está eliminando las diferencias entre las culturas locales.
Esta mentalidad ha llevado a muchos políticos de izquierdas a cometer el desastroso error de luchar contra los efectos culturales de la globalización oponiéndose al comercio entre los países desarrollados y los subdesarrollados. En su opinión, si el gran culpable es el mercado, la mejor solución es poner límites a la extensión del mercado. De ahí que los activistas enemigos de la globalización intenten boicotear todos los congresos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y las cumbres de los jefes de Estado. Al hacerlo, se enfrentan directamente a los representantes de los países del Tercer Mundo cuyos intereses dicen defender. La mayoría de los países en vías de desarrollo se plantea constantemente el modo de integrarse en la economía global, y casi ninguno contempla la posibilidad de no hacerlo. Hoy en día, nadie cree en la autarquía económica (como la que defendían Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru en India). La única cuestión que se plantea es si se debería conseguir primero la liberalización y la inversión extranjera, como forma de estimular el desarrollo económico, o si se debería establecer antes un cierto nivel de desarrollo endógeno, como preludio a la liberalización.
A muchos representantes de los países en vías de desarrollo les desconcierta el espectáculo de los «activistas antiglobalización» protestando contra el
comercio
. Entienden su beligerancia ante la política medioambiental, las condiciones laborales, la especulación monetaria, los reajustes estructurales del Fondo Monetario Internacional y la injusticia del reparto comercial mundial, pero no consiguen entender la propuesta de limitar el comercio en general (ni el boicot a los actos de la OMC, cuyos miembros democráticamente elegidos por sus países se reúnen para hablar precisamente de estos temas). Una vez más, el origen del problema es el carácter totalizador de la teoría contra-cultural. En vez de oponerse a determinadas políticas comerciales verdaderamente dañinas para el Tercer Mundo, como el proteccionismo de la agricultura estadounidense y europea, los enemigos de la globalización se oponen al comercio mundial. Por ejemplo, critican el comercio de productos agrícolas con el argumento de que fomenta el «pensamiento único». Y así se producen espectáculos tan estrambóticos como que varios países en vías de desarrollo usaran como cauce la OMC (en la reunión de Doha) para presionar a Europa y Estados Unidos sobre el asunto de las subvenciones a la agricultura mientras los activistas antiglobales boicoteaban la reunión desde la calle.
Esta tendencia totalizadora se plasma claramente en el rotundo best seller académico
Imperio
, de Michael Hardt y Antonio Negri, que se limitan a aplicar la teoría de la hegemonía de Gramsci a escala mundial. «El sistema», tras conquistar al proletariado nacional, se ha globalizado, convirtiéndose en el «Imperio». ¿A quién le importa que no haya ni rastro del susodicho Imperio? En opinión de los autores, el hecho de que las culturas del mundo se parezcan cada vez más implica que existe un poderoso trasfondo represivo. El caos, la confusión y la ilegalidad que dominan el mundo son una clara señal de la profunda maldad del «sistema»: «Todos los conflictos, todas las crisis y todas las disensiones fomentan decisivamente el proceso de integración, y por ello fortalecen el poder centralista. La paz, el equilibrio y el cese de cualquier conflicto son los grandes objetivos. El sistema global (y obviamente imperialista) se desarrolla como una máquina que impone continuos procedimientos contractuales para lograr el equilibrio del sistema; pero para gobernar la máquina es necesario ejercer un poder autoritario. El sistema parece predeterminar el empleo de la autoridad y la fuerza en todo el ámbito social».
Además, la máquina produce un desorden ilusorio para engañarnos y obligamos a aceptar el creciente conformismo represivo. En opinión de Hardt y Negri, la única solución posible es la resistencia anárquica de «la multitud», que para oponerse a las formas de subjetividad impuestas por el Imperio debe constituir la «nueva horda nómada» integrada por los «nuevos bárbaros». A los autores no parece preocuparles la forma concreta que adopte esta oposición; si emplea la violencia, vale (así describen los disturbios de Los Angeles: «El robo de bienes y la quema de propiedades no son sólo metáforas, sino que constituyen las verdaderas condiciones globales de la movilidad y volatilidad de la mentalidad social del postfordismo». Este fragmento del texto es bastante revelador. ¿A quién se le habrá pasado por la cabeza que los disturbios sean sólo metáforas?).