Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (26 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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Iván Illich desgranó la teoría contracultural en su conocido libro
La sociedad desescolarizada
. Según este autor, el colegio es la sociedad de masas en miniatura, la perfecta metonimia de todo lo que critica la contracultura. Su intención de «desescolarizar» la sociedad era de hecho una exigencia de desburocratizar, desprofesionalizar y desinstitucionalizar la sociedad, empezando por abajo.

Illich describía lo que él llamaba el «espectro institucional», un eje que iba de izquierda a derecha y en el que se situaban varias instituciones sociales. En el lado derecho del espectro estarían las llamadas instituciones «manipuladoras», mientras que en el izquierdo aparecerían las «solidarias», obviamente mucho mejores. Las primeras son burocráticas, conformistas y están al servicio de la sociedad de masas, mientras que las «solidarias» se caracterizan por su forma de apoyar y potenciar la libertad individual y la espontaneidad. Así que en el lado derecho del espectro encontramos a los sospechosos habituales: policía, ejército, organismos oficiales, cárceles y hospitales. En el lado izquierdo están las instituciones públicas o semipúblicas como las compañías telefónicas, el servicio de correos, el transporte público y los mercados de valores. En medio del espectro están las pequeñas empresas (panaderías, peluquerías) y ciertos profesionales como los abogados y los profesores de música (aquí aparecen una serie de fallos interesantes. Illich llamaba a la red de autopistas un «falso bien público», porque parece tener una naturaleza solidaria, pero contribuye a nuestra esclavización al fomentar la demanda de los bienes y servicios del lado derecho del espectro, como productos petrolíferos y automóviles).

En determinados momentos, la teoría de Illich es verdaderamente sagaz. Profetizó el advenimiento de lo que se ha llamado la «sociedad cibernética» y esbozó muchas de las exigencias de libertad que después se aplicarían a Internet. Illich detectó que el espectro izquierda-derecha de propiedad pública frente a propiedad privada omitía un doble factor fundamental: el acceso y del modo de empleo. Pronosticó la naturaleza de las redes de comunicación, instituciones descentralizadas y planas que delegan en el usuario, responsable de establecer el contacto en los términos y condiciones que juzgue adecuado. Los teléfonos y el servicio de correos ya formaban parte de estas redes, como acabará sucediendo con Internet.

Lo más interesante, desde nuestro punto de vista, es destacar que Illich situaba a los colegios en el lado derecho del espectro institucional. Un colegio era peor que una iglesia, peor que un ejército, peor incluso que un manicomio. Un colegio se podría equiparar con una iglesia por la profunda distinción que hacen ambos entre lo sagrado y lo profano, entre la sabiduría y la ignorancia, bajo la batuta de una minoría que acapara la información, restringe el acceso y la hace llegar a las masas en pequeñas dosis. Pero, al menos, ir a misa es optativo. Según Illich, la educación obligatoria es tan repugnante (y anticonstitucional) como la idea de la religión obligatoria. Los colegios públicos estadounidenses salen tan mal parados como para compararlos con la guerra de Vietnam, porque «la obstinación de Estados Unidos en imponer una educación obligatoria a sujuventud se revela hoy tan inútil como su teórico empeño de imponer una democracia obligatoria a los vietnamitas».

Por tanto, los colegios son como las autopistas, es decir, existen sólo para generar una demanda de los productos y servicios que proporcionan las instituciones del lado derecho del espectro. Pero si la red vial sólo fomenta la fabricación de coches, el sistema escolar crea una demanda relacionada con las numerosas instituciones que abarrotan el lado derecho del espectro. Cada institución de la sociedad de masas afecta al individuo de alguna manera, pero el colegio le esclaviza más profunda y sistemáticamente. El colegio marca las pautas de normalidad y desviación, de legalidad e ilegalidad, de salud y enfermedad, es decir, las condiciones previas para el funcionamiento del sistema eclesiástico, policial y hospitalario. El colegio es la institución de las instituciones, porque determina en cuál de ellas pasará el alumno el resto de su vida. Crea en el alumno una adicción vitalicia a consumir los productos que fabrica la sociedad industrial, de forma que garantiza así el empobrecimiento del espíritu, el agotamiento de los recursos y la contaminación del entorno.

La influencia que tuvo esta teoría en la mentalidad de la izquierda progresista durante las siguientes décadas es sorprendente. En 2003,
Harper's Magazine
todavía publicaba un artículo de portada titulado «Contra los colegios», animándonos a todos a «aceptar lo que realmente son nuestros colegios: laboratorios que experimentan con las mentes jóvenes, centros de entrenamiento para las costumbres y actitudes que exige la sociedad corporativa. La educación obligatoria resulta útil a los niños sólo de un modo accidental; su verdadero propósito es convertirlos en esclavos». Todo esto se presenta con la máxima seriedad, como una revelación, algo quejamás se había dicho antes. «El colegio enseña a los niños a ser empleados y consumidores, a obedecer mecánicamente». Da la sensación de que la teoría contracultural obliga a los sociólogos a repetir los mismos tópicos agotadores una y otra vez… casi mecánicamente.

*

Dada la intensidad y persistencia de este odio hacia los colegios, no es difícil entender el odio paralelo hacia los uniformes escolares. Si el colegio es la gran institución total —cárcel, ejército y manicomio todo en uno—, entonces el uniforme escolar es el gran símbolo de esa institución. Y si la vestimenta militar permite a los soldados disfrutar de la distinción o vanidad corporativa, entonces los uniformes de colegio son como un atuendo carcelario o como esa gran estrella de David amarilla que los nazis obligaban a losjudíos a ponerse.

Según los teóricos anticapitalistas, el uniforme sirve, como todos los uniformes, para identificar a un grupo de personas y diferenciarlas de las demás, pero esta distinción implanta en la mente del alumno un recordatorio constante de su subordinación. Como el objetivo principal del colegio es preparar a los estudiantes para una vida de obediencia y conformismo, el uniforme proporciona al profesorado la excusa perfecta para imponer su autoridad mediante el castigo. Recordemos que los altos mandos a menudo aceptan variaciones en el uniforme oficialmente prescrito, siempre que exista una posibilidad de reaccionar y aplicar un correctivo. La literatura sobre el uniforme de colegio contiene abundantes anécdotas contadas por internos (perdón, alumnos) traumatizados por la rutina diaria de burlas, palizas y humillaciones a manos de profesores empeñados en imponerles arbitrariamente una manera de vestir.

Dada la utilidad del uniforme escolar como instrumento de control, es lógico que siempre hayan querido imponerlo las personas disciplinarias, normalmente los políticos conservadores. Sin embargo, durante los años noventa se produjo un curioso bandazo y la izquierda igualitaria empezó a defender el uso del uniforme escolar. El cambio empezó con el reconocimiento generalizado de que los colegios públicos tenían dos problemas serios. En primer lugar, hubo un importante aumento de la violencia interna, promovida en gran parte por bandas de alumnos insubordinados. En segundo lugar, en la década de 1990, los jóvenes se incorporaron en masa al desmedido consumismo contemporáneo.

Estos dos elementos estaban relacionados entre sí. La importancia que habían adquirido los elementos simbólicos de los grupos callejeros (como las cazadoras y los pañuelos estilo
bandana
) procedían en gran parte de la comercialización de la cultura urbana de la población negra estadounidense, que llegaba a la población blanca más convencional a través de vídeos musicales, la publicidad y el baloncesto profesional. Mientras tanto, los jóvenes empezaron a disponer de grandes cantidades de dinero para gastos (un total de 155.000 millones de dólares sólo en el año 2000) y se iniciaban en el consumismo a edades cada vez más tempranas. Esto produjo una explosión de la compra estudiantil de productos relacionados con la moda. La competitividad resultante sometió a losjóvenes a una tremenda presión social, además de exacerbar enormemente las diferencias de clase (y prácticamente obligar a los estudiantes de las familias más desfavorecidas a trabajar casi a horario completo al salir del colegio, para poder pagarse la ropa que estaba de moda). No parecían tener otra alternativa, dado el precio astronómico de un par de deportivas Nike o una cazadora de los L. A. Raiders.

Evidentemente, todos estos factores contribuyeron a crear un entorno escolar en el que la enseñanza era lo de menos.

Es importante señalar que todo esto no es una cuestión de disciplina u obediencia individual. Los factores causantes del problema no suelen tener relación con un alumno concreto o con un grupo de alumnos. La violencia que practican las bandas de alumnos insumisos y la competencia relacionada con la ropa de moda son dos ejemplos de carrera hacia el abismo. Sería mejor para todos los implicados que nadie llevara el último modelo de deportivas Nike al colegio, pero el deseo de llamar la atención y no quedarse atrás es demasiado fuerte. En ambos casos se produce una «carrera armamentista» en el terreno de las últimas tendencias (y, dado lo fácil que es conseguir un arma en Estados Unidos, a menudo se trata de una auténtica militarización) con un continuo chorreo económico invertido en una competición que es, por definición, imposible de ganar.

Ante este problema, la implantación del uniforme obligatorio en los colegios públicos parece la solución obvia. Un atuendo obligatorio sería algo parecido a un pacto de no proliferación que comprometería a todos los implicados y limitaría las posibilidades de competir. Sean ricos o pobres, todos llevarán la misma falda escocesa, la misma corbata, los mismos zapatos de charol. Todo ello, sin duda, dará a los alumnos una mayor seguridad en sí mismos, reducirá el estrés y la competencia y les permitirá dedicar más tiempo y energía a sus estudios y a las actividades extraescolares.

En teoría, este renovado interés por el uniforme colegial parece sensato. Si la mayoría de los problemas que afectan a los alumnos procede del consumo competitivo de la última moda en ropa, una sencilla solución sería reducir la competencia del ambiente escolar con la implantación del uniforme obligatorio. Por desgracia, no tenemos información sobre la supuesta influencia beneficiosa del uniforme escolar en su entorno. El informe más conocido en defensa de su implantación lo hizo el Distrito Escolar Unificado de Long Beach (California). En 1994 se impuso el uniforme obligatorio en todos los colegios, desde el jardín de infancia hasta el octavo curso. Los resultados fueron impresionantes. Durante el primer año los problemas de disciplina (que abarcaban desde el acto vandálico hasta el delito a mano armada) disminuyeron un 33 por ciento. Esto incluía un descenso del 44 por ciento en los asaltos con lesiones, 74 por ciento en los delitos sexuales y 41 por ciento en las reyertas callejeras. Las juntas de dirección de varios colegios estadounidenses han aportado datos muy similares, pero la información tiende a ser anecdótica y poco sistemática. Por otra parte, no está claro si los resultados son duraderos o si se deben tan sólo a la novedad de la situación.

Lo que sí parece obvio, en cambio, es que las supuestas ventajas inherentes a la abolición del uniforme no se han materializado. ¿El actual entorno individualista ha vuelto a los niños más creativos y dotados para el arte? ¿Son más cariñosos y comprensivos? ¿Son más expresivos y libres? Basta con formular la pregunta para ver lo absurda que es la sugerencia. En todo caso, la eliminación del uniforme ha fomentado la creación de grupos afines, no el individualismo.

*

La mejor manera de ahondar en el asunto del uniforme escolar es hablar con quienes lo llevan. Por eso decidí ir a Bishop Strachan, un colegio privado para chicas que está en la ciudad de Toronto y cuyas alumnas visten de riguroso uniforme. Me interesaba su opinión sobre la competencia, el consumismo y la falda gris obligatoria.

Como era de esperar, las chicas del centro dedican una parte considerable de su tiempo a hablar de ropa y lo saben todo sobre las ventajas e inconvenientes del uniforme. En cuanto a lo bueno, todas estaban de acuerdo en que llevar lo mismo todos los días reduce el nivel de estrés. No tener que decidir qué ponerse implica una decisión menos por la mañana (o tres decisiones, según cómo se contabilice la situación). Muchas de las alumnas también tenían claro que el uniforme promueve un espíritu fraternal y solidario. ¿Y el uniforme anula su individualismo? ¿Les destroza la vida? ¿Las convierte en piezas de un engranaje? Ni mucho menos.

Quien quiera saber mil y una maneras de «personalizar» un uniforme de colegio sólo tiene que preguntar a las chicas que lo llevan. Los puños de la blusa pueden remangarse o remeterse hacia dentro, doblarse hacia fuera o abotonarse por las buenas; las corbatas pueden llevarse sueltas o ceñidas, rectas o torcidas; los botones pueden desabrocharse en sitios estratégicos y las faldas pueden acortarse o alargarse de muchas maneras (como la clásica de enrollársela en la cintura al salir de casa por la mañana y recolocarla al volver por la tarde). Además, cuentan con los complementos, una zona gris en la estricta normativa relativa al uniforme, pero un subcontinente entero en el mundo de la ropa femenina. Existen un millón de opciones sólo en cuanto a joyas, relojes y bolsos. Por si esto fuera poco, las chicas pueden llevar el pelo como quieran, cosa que plantea el consiguiente abanico de posibilidades.

Lo fundamental, por tanto, es que el uniforme no elimina la individualidad, sino que acota el modo de expresarla. Esto a su vez modera el consumismo competitivo. Las diferencias no pueden eliminarse, ni se puede impedir que los estudiantes compitan. La lucha por distinguirse sigue presente, sólo que ya no es ilimitada. En este sentido, el uniforme es como un pacto de no proliferación nuclear: cada país puede seguir creando ejércitos y acumulando armamento; el acuerdo sólo impide que se involucren en una guerra mundial.

La conclusión es obvia: los uniformes no son una varita mágica. No eliminan los complejos sociales, como el de una alumna becada que me comentó en privado lo humillada que se sentía por no tener dinero para comprarse zapatos y bolsos de marca.

Casi todas las chicas admitían que la necesidad de competir con la ropa no desaparecía gracias al uniforme, sino que se transfería a otros segmentos de su vida. Por ejemplo, daban mucha importancia al aspecto que tenían fuera de clase o los fines de semana, por lo que cada fiesta se convertía casi en una ceremonia de graduación. Era como si la semana que en otro colegio hubieran dedicado a lucir la última moda, se comprimiera en una sola noche. Las chicas con las que hablé tienen una visión realista del asunto. Son conscientes de que el uniforme, en parte, reduce su libertad de expresión. Pero lo más importante es que a una mayoría abrumadora de ellas les
gusta
. Están convencidas de que tiene una serie de ventajas generales que mejoran su entorno académico, por lo que es preferible llevarlo a no llevarlo.

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