Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (25 page)

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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

BOOK: Rebelarse vende. El negocio de la contracultura
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En este caso, el capitán de navio delega en la tripulación para hacer lo que Veblen denominaba un «consumo conspicuo vicario», es decir, disfruta a través de una serie de personas interpuestas. Pero los marineros no son simples peones y O'Brien describe con un detenimiento considerable lo orgullosos que están de su aspecto. Por lo tanto, es obvio que Lurie exagera enormemente cuando dice que ponerse un uniforme es «renunciar al derecho a comportarse como un individuo». Parece haber pasado por alto que formar parte de un grupo cuyos miembros van elegantemente vestidos puede producir un enorme placer individual, ya que ponerse un uniforme es tener derecho a lo que Fussell llama «la vanidad corporativa». Pero sería un craso error poner a la infantería de Marina como modelo de todas las organizaciones uniformadas. El uniforme militar siempre conlleva un matiz de violencia, además de las consabidas connotaciones de jerarquía, mando y coacción. Relacionarlo con el concepto de uniforme total es otra obviedad contracultural. El ejército recluta hombres unidimensionales, porque la guerra es una forma de vida unidimensional.

Pero no todos los uniformes son uniformes totales. Los médicos, auxiliares sanitarios, monjas, curas y empleados de líneas aéreas trabajan todos en compañías burocráticas o que se aproximan mucho a una burocracia. El uniforme que llevan sirve para diferenciarlos del resto de los grupos, reforzar su jerarquía interna y cohesionar el grupo como unidad consistente. Lurie exagera de nuevo al afirmar que «el uniforme es una señal de que no tenemos la obligación ni la necesidad de tratar a quien lo lleva como un ser humano y dicha persona tampoco debe ni necesita tratarnos a nosotros como un ser humano». Como todos sabemos, al hablar con un médico o un cura se produce una tensión constante entre nuestro intento de tratarles de modo burocrático o «profesional» y nuestro deseo de tener un trato más humano. Quienes llevan uniforme son perfectamente conscientes de este conflicto y suelen resolverlo con un comportamiento más cálido o quitando importancia a su indumentaria.

Hoy en día hay muchas monjas que no llevan hábito o sólo se lo ponen en ocasiones especiales, y los médicos a menudo llevan corbatas de colores alegres o incluso camisas deportivas bajo su clásica bata blanca. Estas irregularidades se aceptan porque los clientes no quieren que el uniforme sea un elemento totalizador. Muchos de nosotros queremos que nuestro médico nos cuente sus vacaciones y ver el tipo de ropa que se pone nuestro cura cuando no lleva sotana. Gracias a esto, la relación es más humana por ambas partes. Sin embargo, esta interacción también plantea inconvenientes. Muchas personas tratan cruelmente a las monjas que van «de paisano» y se niegan a pedirles consuelo espiritual por el mismo motivo. Por otra parte, son numerosos los pacientes y médicos que prefieren los exámenes de próstata absolutamente clínicos e impersonales.

Lo cierto es que no todos vamos al banco, a la oficina de correos o a la consulta del médico intentando hacer amistades. En ocasiones puede ser conveniente mantener la distancia social que el uniforme crea entre las personas. El hecho de que el uniforme se use para reforzar unajerarquía social inadecuada no es un argumento a favor de eliminar el uniforme. Lo que habría que eliminar es la jerarquía social.

*

La idea de que el uniforme elimina todo individualismo tampoco es cierta. En todo caso, limita la forma en que cada persona puede expresar su individualidad. Incluso el uniforme más estricto permite incorporar alguna variación. De hecho, la aceptación oficial de ciertas divergencias es una manera de ejercer un control burocrático sobre el grupo. Mientras exista un reglamento estricto que pueda imponerse en un momento dado, la amenaza de aplicar las normas «a rajatabla» conseguirá mantener las divergencias dentro de unos límites aceptables. Stanley Kubrick explora los límites de la tolerancia oficial en una escena de
La chaqueta metálica
en que el soldado Joker (interpretado por Matthew Modine) recibe una bronca por llevar un signo de la paz y haber escrito «nacido para matar» en su casco. El coronel le pregunta si ama a su patria. Cuando Joker contesta que sí, el coronel le sugiere que cumpla con sus obligaciones. Pone en duda la lealtad de Joker a su patria porque sabe que una excesiva alteración del uniforme debilita la normativa institucional que supuestamente representa y amenaza con introducir pautas competitivas en la organización.

Sin embargo, la iconoclasia de los soldados no es el peligro más serio al que se enfrenta el uniforme. La aristocracia lo ha rechazado siempre, porque la pertenencia a la clase alta sirve para contrarrestar la intención de imponer una jerarquía interna o hermandad uniformada. Cuando los símbolos externos del estatus social se mezclan con el uniforme, su función simbólica se debilita sustancialmente. En el ejército, este fenómeno suele producir una variedad de dandi que expresa su vanidad masculina con adornos como rebordes dorados, botones de latón, charreteras de oro auténtico, etcétera. Veamos, por ejemplo, la descripción que hace Mark Kingwell del uniforme de gala de su padre, un oficial de las fuerzas aéreas canadienses: «La chaqueta azul grisácea de meltón era corta y tenía la espalda festoneada; los pantalones eran altos de talle, ceñidos y rematados con estriberas y una cinta dorada a cada lado. El calzado consistía en un par de relucientes botas Wellington con el flanco interior elástico y una tira de cuero en el talón. La chaqueta tenía botones dorados en los puños, seda en las solapas, el par de alas doradas que simbolizan al piloto, pequeñas charreteras con el distintivo del capitán y las reproducciones en miniatura de sus dos medallas».

Lo importante es darse cuenta de que la intención básica del despliegue es degradar la naturaleza del uniforme, convertirlo en el disfraz de un dandi militar. Fussell se burla mucho de la obsesión del general George S. Patton con la apariencia externa —su afición a los botones dorados, su absurdo «casco con forro laqueado» (¿qué será eso?)—, pero se equivoca al suponer que con ello Patton se sometía a la «vanidad corporativa». De hecho, es todo lo contrario. Patton no se vestía para participar, sino para destacar. Pensaba que si la conformidad era necesaria para la tropa, una vestimenta singular lo era para un alto mando. Un jefe tenía que destacar, tenía que proclamarse distinto del resto del grupo.

*

Nuestra indumentaria constituye nuestra identidad, pero nos vemos obligados a comprar cada prenda que nos ponemos. Por tanto, para rebelarnos contra el alienante conformismo de la sociedad de masas, tenemos que consumir. Éste debe ser el motivo de que la moda masculina «oficial» (trajes, corbatas y demás prendas oficinescas) no haya cambiado mucho en más de un siglo, mientras los ciclos de aceptación y rechazo de la ropa juvenil se aceleran a un ritmo sorprendente. La rotación de la moda es vertiginosa y pone de manifiesto una de las grandes ironías del movimiento contracultural. Como observa Thomas Frank, un aspecto cuestionable de la sociedad industrial era el sistema de «obsolescencia planificada» que expone Vance Packard en su libro
The Waste Makers
[29]
. Pero la supuesta solución para la masificación —la rebeldía contracultural— ha generado en el terreno de la moda unos ciclos de obsolescencia aún más veloces, siempre en nombre de la expresión individual.

Nada ejemplificaba mejor la inmovilidad y el conformismo de la tecnocracia que el modo en que se vestían los hombres en la década de 1950. El traje de franela gris parecía casi el atuendo carcelario del hombre unidimensional, con la corbata como metáfora de un collar de perro o una soga. La imagen tiene tanta fuerza que la publicidad a menudo muestra hombres que se arrancan la corbata al salir de la oficina, al acomodarse en su monovolumen para marcharse al campo, al entrar en un bar donde les esperan unas mujeres despampanantes o al instalarse en el sofá delante de su televisión de pantalla gigante.

Esta teoría no andaba tan descaminada. La indumentaria masculina, sobre todo en la década de 1950, era sosa y monótona, fundamentalmente porque los hombres no tenían mucha ropa. La mayoría usaba el mismo traje durante toda una semana. Incluso llevaban la misma camisa varios días seguidos (por eso se ponían camiseta). Estas costumbres desesperaban a los fabricantes de ropa masculina y a los publicistas, que pretendían sacar al sector de su estancamiento. Pero la uniformidad de la vestimenta no la imponía la tecnocracia, sino todo lo contrario; el traje de franela gris era un síntoma de lo poco consumistas que eran los hombres. Por eso la rebeldía contracultural, en vez de alterar el sistema, contribuyó decisivamente a que en torno a 1960 apareciera el «hombre pavo real», que se ponía desde ropa india hasta prendas deportivas.

Espoleados por la rebeldía vigente, los hombres empezaron a gastar más dinero en vestirse. Clark Gable fue uno de los primeros en marcar una pauta cuando apareció sin camiseta en la película
Sucedió una noche
. En cuestión de semanas, esta nueva moda causó furor entre la población masculina de toda Norteamérica. Los fabricantes de ropa tardaron poco en reaccionar. En aquellos tiempos los hombres llevaban camiseta para tener que lavar las camisas menos veces, es decir, para hacerlas durar más. Librarse de la camiseta significaba que en vez de tres camisas caras y una docena de camisas baratas, un hombre iba a necesitar tener una docena de camisas nuevas en el armario.

En este orden de cosas, no sorprende que los fabricantes de ropa hicieran una agresiva campaña para eliminar también el típico traje de oficina. Costaría decidir quién fue más responsable de la moda contracultural de la década de 1960 y 1970, si los rebeldes o los fabricantes de ropa. Los rebeldes insistían en que los empresarios estaban «robándoles las ideas», pero la realidad es mucho más complicada. Aunque algunas tendencias surgían en la calle y acababan en las casas de moda, era mucho más frecuente que sucediera lo contrario. En vez de repasar todo este proceso para intentar dilucidar quién manipulaba y quién se dejaba manipular, es más sencillo observar los objetivos naturales que comparten los empresarios capitalistas y los rebeldes contraculturales. Desde sus orígenes, la contracultura siempre tuvo una orientación comercial. No es casualidad que Gap (copropietaria de Banana Republic y Old Navy), se creara en 1969 en San Francisco. Para entender el éxito de Gap, basta con recordar el revuelo que produjo Sharon Stone en 1995 cuando apareció en la ceremonia de los premios Óscar llevando un suéter de cuello vuelto de Gap que le había costado sólo 22 dólares.

Como escribe Arthur Marwick en su extenso análisis de la década de 1960, «la mayoría de los movimientos, subculturas y nuevas instituciones que surgieron en los años sesenta estaban profundamente imbuidos de una ética empresarial y comercial. Me refiero a las boutiques, salas de teatro experimental, galerías de arte, discotecas, locales nocturnos, clubes psicodélicos, tiendas para fumadores de marihuana, agencias de fotógrafos y modelos, cines de arte y ensayo, revistas pornográficas. Con la llegada de los grandes medios de comunicación, sobre todo la televisión, los años sesenta fueron fundamentalmente una época dedicada al "espectáculo". Hubo personajes muy conocidos de la contracultura que colaboraron activamente en este espectáculo, por lo que obtuvieron no sólo un prestigio social y económico, sino mucho dinero contante y sonante».

La rebeldía no supone una amenaza para el sistema, porque
es
el sistema. Existe una explicación para el hecho de que el diseñador Alexander McQueen, el gran rebelde del mundo de la moda, aceptara ponerse al frente de la casa de Givenchy. Quienes juzgan la moda según el baremo anticapitalista imaginan que en París y Milán hay una cábala de diseñadores dedicados a subir o bajar los dobladillos para obligar a una sociedad de conformistas compulsivos a salir corriendo a comprarse ropa nueva todos los años. Lo que sucede es todo lo contrario. La moda es ferozmente competitiva. La gente compra la ropa de este año para diferenciarse de los que siguen llevando la del año pasado. El negocio de la alta costura es vender distinción. Y la rebeldía es uno de los signos de distinción más poderosos del mundo. Por eso existe gente dispuesta a pagar mucho dinero por conseguirla y poder acceder a un nuevo estatus social. Aquí nadie se está «vendiendo al sistema», sino que están comprando un producto muy caro.

*

Nos cuesta entender las críticas del sistema educativo que hacía la izquierda en la década de 1960, porque los progresistas actuales consideran que el mayor problema, por no decir el único, que tienen los colegios de hoy es que no reciben suficientes subvenciones de los gobiernos neoconservadores. Resulta irónico, por tanto, que muchas de las reformas educativas defendidas por la derecha —como el sistema de puntos y los colegios comunitarios— surgieran como elementos cruciales de la revolución contracultural. En muchos aspectos, la contracultura equiparaba la revolución social con la revolución educativa, por lo que fue una época pródiga en experimentos pedagógicos. Desde el colegio Sumerhill británico hasta la escuela canadiense de Rochdale, pasando por la Universidad de Berkeley y las «universidades libres» que surgieron en el mundo entero, existía la convicción generalizada de que un cambio en el sistema educativo bastaría para producir ese cambio de mentalidad que era el sello de la revolución contracultural. Roszak capta el ambiente de la época a la perfección en su descripción del siguiente experimento:

Cuando a principios de 1968 se inauguró la Antiuniversidad de Londres, la primera versión inglesa de nuestra universidad libre, su folleto informativo estaba lleno de cursos sobre «anticultura», «antimedioambiente», «antipoesía», «antiteatro», «antifamilia» y «antiinstituciones». Nada de lo que ofrecía la sociedad adulta parecía aceptable. El fanatismo recalentado del centro llegó a tal punto que la ancestral relación maestro-alumno se censuró por su autoritarismo intolerable y acabó eliminándose. Como nadie sabía nada digno de enseñar a la juventud, ésta tendría que aprender desde cero y por su cuenta. Desgraciadamente —nunca sabremos si el infortunio fue trágico o cómico— la universidad no consiguió sobrevivir a este acto de reestructuración radical.

Hay que admitir que la coherencia del concepto es admirable. Al fin y al cabo, si la cultura entera no es más que un sistema de represión, ¿qué beneficio puede aportar la educación? El pasado es puro lastre ideológico. Para la contracultura este «conocimiento» no sólo es inútil, sino un anatema. Y trasladarlo a la juventud equivaldría a adoctrinarles dentro del mismo sistema. Así fue como el colegio empezó a considerarse no sólo otra institución burocrática y conformista de la sociedad de masas, sino la gran herramienta de la tecnocracia. Abundaban las metáforas sobre cárceles —como la de Reich al decir que la educación consistía en «adoctrinar a los presos»—, pero ni siquiera éstas lograban captar el verdadero horror de un colegio.

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