Dios mío, piensa volver otra vez, comprendió de repente. Meneó la cabeza y rió brevemente. Piensa volver otra vez sin lugar a dudas. Dobló hacia la derecha internándose en una calle lateral flanqueada por casas de madera, anduvo un pequeño trecho hasta encontrar un acceso a un garaje, giró el coche hacia la calzada de grava, dio luego marcha atrás y detuvo el vehículo quedando aparcado mirando hacia la calle principal de la que acababa de salir. Se recostó contra el respaldo del asiento y encendió un cigarrillo.
La mirada del muchacho. No cabía la menor duda de que pensaba volver. Teasle no acababa de sobreponerse a la idea.
Desde el lugar en el que se había estacionado podía ver a cualquiera que pasara por la calle principal. El tráfico no era muy intenso, jamás lo era los lunes por la tarde. El muchacho no podía pasar por la acera de enfrente y esconderse detrás de los coches que pasaban.
De modo que Teasle se puso a observar. La calle en la que estaba era perpendicular a la principal. Por ésta circulaban coches y camiones en los dos sentidos, había una acera en el extremo más alejado, un poco más allá el arroyo que corría paralelo a la calle y detrás de todo eso el viejo Palacio de Baile de Madison. Había sido clausurado el mes pasado. Teasle recordó que había trabajado allí los sábados y domingos ayudando a aparcar coches cuando aún estaba en el colegio. Quisieron contratar a Hoagy Carmichael para que tocara allí en cierta ocasión, pero los dueños no pudieron prometerle que conseguirían suficiente dinero.
¿Dónde está ese muchacho?
A lo mejor no vuelve. Quizás se fue de verdad.
Yo vi la expresión de su cara. Estoy seguro de que va a volver.
Teasle dio una larga calada a su cigarrillo y miró hacia las montañas de color marrón verdoso, amontonadas en el horizonte. Apareció y desapareció repentinamente una ráfaga de viento fresco que traía olor a hojas secas.
—Teasle a la comisaría —dijo hablando por el micrófono de la radio de su auto—. ¿Llegó el correo?
Como de costumbre, le respondió en seguida Shingleton, el radio operador diurno, y su voz rechinó debido a la estática.
—Ya llegó, Jefe. Lo revisé por si había algo para usted. Lo siento pero no hay ninguna carta de su mujer.
—¿Y de algún abogado tampoco? ¿O quizás alguna de California, aunque no lleve su nombre en el remite?
—También me fijé en eso, Jefe. Lo siento. No hay nada.
—¿Algo importante que deba saber?
—Solamente un cortocircuito en las luces de un semáforo, pero ya conseguí que fueran los del departamento de reparaciones.
—Bueno, si eso es todo, me quedaré unos minutos más antes de regresar.
Qué fastidiosa resultaba esta espera del muchacho. Quería volver a la comisaría y llamar a su mujer por teléfono. Hacía tres semanas ya que se había ido y había prometido escribirle ese día a más tardar, pero no lo hizo. Ya no le importaba mucho mantener la promesa de no llamarla por teléfono, lo haría de todos modos. A lo mejor allí había meditado un poco más y había decidido cambiar de idea.
Pero lo dudaba.
Encendió otro cigarrillo y miró a un lado. Unas cuantas vecinas habían salido a los porches de sus casas y estaban observándole. Ya basta, decidió. Arrojó el cigarrillo por la ventana del coche, lo puso en marcha y avanzó hacia la calle principal para ver dónde demonios se había metido el muchacho.
No se lo veía por ninguna parte.
Está claro. Se ha ido sin más, y esa mirada era solamente para hacerme creer que volvería.
Se dirigió entonces a la comisaría decidido a hacer su llamada telefónica, y tres bloques más adelante, cuando vio al muchacho en la acera de la izquierda, apoyado contra la alambrada que daba al arroyo, frenó súbitamente con tanta brusquedad que el automóvil que venía detrás chocó contra la parte trasera del suyo.
El hombre se quedó sentado en su asiento, cubriéndose la boca con una mano, totalmente sorprendido. Teasle abrió la puerta de su coche y se quedó mirándolo durante un segundo antes de dirigirse hacia donde estaba el muchacho, reclinado contra la alambrada.
—¿Cómo hiciste para volver a la ciudad sin que yo te viera?
—Por obra y arte de magia.
—Sube al coche.
—No pienso.
—Piénsalo un poco mejor.
Varios automóviles se habían detenido detrás del que había chocado contra el vehículo policial. El conductor estaba ahora en el medio de la calle, contemplando el faro de atrás, totalmente roto, y meneando la cabeza. La puerta del coche de Teasle había quedado abierta, entorpeciendo el tráfico que venía por la otra banda. Los conductores hacían sonar las bocinas; clientes y empleados de las tiendas vecinas comenzaron a asomarse por las puertas.
—Escúchame bien —dijo Teasle—. Voy a arreglar el lío que se ha armado con el tráfico. Quiero que estés en el coche cuando haya terminado con ellos.
Intercambiaron una mirada.
Teasle se acercó inmediatamente al tipo que había chocado contra su automóvil. No había cesado de menear la cabeza contemplando los destrozos.
—Carnet de conducir, tarjeta del seguro, documentos de propiedad —le dijo Teasle—. Por favor.
Se acercó a su coche y cerró la puerta.
—Pero si no tuve tiempo de frenar.
—Estaba demasiado cerca.
—Pero usted frenó de golpe.
—No importa. La ley dice que el vehículo de atrás siempre tiene la culpa. Usted estaba peligrosamente cerca.
—Pero…
—No pienso discutir con usted —atajó Teasle—. Déme por favor su carnet, la tarjeta del seguro y los documentos de propiedad del automóvil. Miró hacia donde estaba el muchacho, y por supuesto éste había desaparecido.
Rambo siguió caminando tranquilamente como para dar a entender que no estaba tratando de esconderse. Teasle podía dar por terminado el asunto a estas alturas y dejarle en paz; si no lo hacía, pues bien, entonces era Teasle el que buscaba complicaciones y no él.
Caminó por la acera del lado izquierdo, mirando cómo corría el caudaloso arroyo bajo el fuerte sol.
Del otro lado se alzaban las paredes amarillas brillantes, limpiadas recientemente con soplete, de un edificio con balcones que daban al riachuelo y que ostentaba en lo alto un cartel que decía: Madison Historie Hotel. Rambo trató de imaginar qué podría tener de histórico un edificio que parecía construido el año anterior.
Al llegar al centro de la ciudad giró hacia la izquierda, atravesó un gran puente pintado de color naranja, deslizando su mano por la suave y cálida pintura de la baranda metálica hasta llegar a la mitad. Se detuvo entonces para mirar el agua. La tarde era muy calurosa, el agua parecía fresca y corría rápidamente.
A su lado había una máquina automática con una tapa de vidrio llena de bolitas de goma de mascar. Sacó una moneda de sus pantalones, se dispuso a meterla en la máquina y se detuvo justo a tiempo. Se había equivocado. Lo que contenía no eran bolitas de goma de mascar. Eran bolitas de alimento para peces. La máquina tenía una pequeña placa metálica soldada a ella.
Alimente a los peces
, decía.
10 centavos. El producto es para beneficio del Cuerpo Juvenil del Condado de Basalt. Una juventud atareada es una juventud feliz.
Por supuesto, pensó Rambo. Y al que madruga le matan antes.
Concentró su mirada nuevamente en el agua. No pasó mucho rato hasta que sintió que alguien se acercaba. No se molestó en averiguar quién era.
—Sube al coche.
Rambo siguió mirando el agua.
—Mire la cantidad de peces que hay allí abajo —dijo—. Deben ser varios miles. ¿Cómo se llama ese grandote de color dorado? No puede ser un pececillo dorado. Es demasiado grande.
—Es una trucha dorada —oyó que decían detrás suyo—. Sube al coche.
Rambo continuó mirando el agua.
—Debe ser una nueva variedad. Nunca la había oído nombrar.
—Oye, muchacho. Te estoy hablando. Haz el favor de mirarme.
Pero Rambo no le obedeció.
—Solía ir a pescar con frecuencia —dijo mirando hacia abajo—. Cuando era joven. Pero ahora casi todos los arroyos están contaminados o no tienen peces. ¿Se encarga la ciudad de poblar éste? ¿Por eso hay tantos peces?
Esa era la verdadera razón. La ciudad se había preocupado de poblar el arroyo desde que Teasle tenía memoria. Su padre le había llevado a menudo para observar cómo trabajaban en ello los operarios de la piscicultura del estado. Los hombres acarreaban baldes desde un camión hasta el arroyo, los metían en el agua y los volcaban hacia un lado permitiendo salir a los peces, que no eran más largos que una mano y algunos de ellos con los colores del arco iris.
—¡Por Dios! Te estoy diciendo que me mires —exclamó Teasle.
Rambo sintió una mano que le agarraba de la manga. Se zafó de un tirón.
—No me ponga las manos encima —dijo sin apartar la mirada del agua. Cuando sintió nuevamente que le agarraba, dio media vuelta
—¡Ya se lo dije! —exclamó—. ¡Quíteme las manos de encima!
Teasle se encogió de hombros.
—Está bien, puedes hacerte el difícil si lo prefieres. Eso no me preocupa en absoluto. —Desenganchó las esposas de su cinturón—. A ver, tus muñecas.
Rambo mantuvo las manos pegadas a sus costados.
—Lo digo en serio. No me toque.
Teasle rió.
—¿Lo dices en serio? —Repitió y rió otra vez—. ¿Lo dices en serio? Parece que no te das cuenta de que yo también lo digo en serio. Te meterás en ese coche tarde o temprano. El único detalle es saber cuánta fuerza voy a tener que emplear para obligarte a hacerlo. —Apoyó la mano izquierda sobre su pistola y sonrió—. Cuesta tan poco subirse a un coche. ¿Qué te parece si conservamos la línea?
La gente que pasaba caminando al lado de ellos les miraba con cierta curiosidad.
—Es capaz de desenfundar el arma —dijo Rambo observando la mano de Teasle apoyada sobre la pistola—. En un primer momento pensé que usted era diferente. Pero ahora me doy cuenta que ya he conocido antes otros locos como usted.
—Entonces me ganas —dijo Teasle—. Porque yo nunca he conocido a alguien como tú. —Dejó de sonreír y empuñó la pistola con su manaza—. ¡Andando!
Y así sería, reflexionó Rambo. Uno de los dos tendría que ceder, o de lo contrario Teasle resultaría perjudicado. Seriamente. Miró la mano de Teasle que empuñaba la pistola en la cartuchera y pensó,
policía idiota, antes de que tengas tiempo de desenfundar esa pistola puedo descoyuntarte los dos brazos y las piernas. Puedo convertir en puré tu manzana de Adán y arrojarte por encima de la baranda. Entonces sí que tendrían los peces algo con qué alimentarse.
Pero no lo haré
, se dijo súbitamente a sí mismo,
por tan poca cosa no lo haré
. El mero hecho de pensar en lo que podría hacerle a Teasle le ayudó a satisfacer su furia y a contenerse. Otras veces no había sido capaz de controlarse, y ese pensamiento le hizo sentirse mejor. Seis meses antes, cuando terminó su período de convalecencia en el hospital, era totalmente incapaz de dominarse. Le había roto la nariz a un tipo que había estado empujándole, tratando de ponerse delante de él en un bar de Filadelfia para ver cómo la bailarina se quitaba el pantalón. Un mes después, en Pittsburg, le había hecho un tajo en la garganta a un negro corpulento que le amenazó con un cuchillo, mientras dormía una noche junto al lago de un parque. El negro tenía un amigo que salió huyendo, pero Rambo le persiguió por todo el parque hasta que finalmente le atrapó cuando estaba poniendo en marcha su coche.
No, por tan poca cosa no lo haré
, se dijo a sí mismo.
Ahora ya estás bien
.
Le tocó el turno de sonreír.
—Está bien, demos otro paseito —le dijo a Teasle—. Pero no veo qué es lo que persigue. Voy a volver otra vez a la ciudad.
La comisaría ocupaba el edificio de un viejo colegio. Pintado de rojo, además, pensó Rambo, mientras Teasle entraba con el coche en el aparcamiento situado al lado de aquélla. Poco le faltó para preguntarle a Teasle si había sido algún chistoso el que había pintado el colegio de rojo, pero sabía que lo que estaba ocurriendo no era precisamente una broma y se puso a reflexionar en la conveniencia de terminar con aquel asunto.
Ni siquiera te gusta este lugar. Ni te interesa tampoco. Si Teasle no te hubiera recogido hubieras seguido viaje por tus propios medios.
Eso no cambia el asunto.
Los escalones de cemento que llevaban a la puerta principal de la comisaría tenían aspecto de ser bastante nuevos, la reluciente puerta de aluminio era indudablemente nueva, y en el interior había un cuarto pintado de un color blanco brillante que tenía el mismo ancho que el edificio y la mitad del largo; olía a trementina. El cuarto tenía varios escritorios, solamente dos de ellos estaban ocupados, uno por un policía que escribía a máquina y el otro por otro policía que hablaba por una radio transmisora y receptora, situada contra la pared del fondo. Los dos interrumpieron sus ocupaciones en cuanto le vieron, y él se quedó esperando oír la consabida frase.
—Vaya, qué triste espectáculo —dijo el hombre que escribía a máquina.
Nunca fallaba.
—Es cierto —le replicó Rambo—. Y ahora se supone que debe decir: “¿Es un chico o una chica”?» y después me dirá que si soy tan pobre como para no poder bañarme y cortarme el pelo va a hacer una colecta en mi beneficio.
—Lo que más me molesta no es su aspecto, sino su labia —dijo Teasle—. Shingleton, ¿hay alguna novedad que pueda interesarme? —le preguntó al hombre que estaba junto a la radio.
El hombre era alto y fuerte. Tenía una cara casi perfectamente rectangular y unas patillas prolijamente recortadas hasta un poco más abajo de sus orejas.
—Un auto robado —dijo.
—¿Quién está a cargo?
—Ward.
—Muy bien —dijo Teasle y se dirigió a Rambo—. Vamos entonces. Terminemos con esto de una vez por todas.
Cruzaron el cuarto y avanzaron por un corredor que llegaba a los fondos del edificio. Se oían pasos y voces por las puertas abiertas a ambos lados, empleados civiles en la mayoría de los cuartos y policías en el resto. El olor a trementina era más fuerte en ese corredor de un blanco inmaculado, al final del cual había un andamio debajo de una parte del techo, de color verde sucio, que había quedado sin pintar. Rambo leyó el cartel que colgaba del andamio y que decía: