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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (18 page)

BOOK: Querelle de Brest
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Mujer altiva y marisabidilla, Madame Lysiane podía conservar una sonrisa encantadora sentada detrás de la caja mientras sus ojos se entretenían fríamente en contar el número de citas, en procurar en silencio que los vestidos de tul o seda rosa de las atemorizadas pupilas no se engancharan de una pata de la mesa o de un tacón. Cuando cesaba de sonreír se quedaba con la boca cerrada para poder pasarse cómodamente la lengua por las encías. Este sencillo tic le probaba su independencia, su soberanía. A veces, se llevaba la mano repleta de sortijas al peinado rubio y magnífico, complicado con bucles y rulos postizos. Se sentía nacida del lujo de los espejos, de las luces y de los acordes de Java, al tiempo que su fastuosidad era su propia emanación, su cálido aliento elaborado en su seno profundo de mujer verdaderamente opulenta.

Existe una pasividad del macho (hasta el punto que cabría caracterizar la virilidad por la negligencia, por la indiferencia a las alabanzas, por la espera despegada del cuerpo, ya se le ofrezca el placer o se obtenga de él) que hace del que se la deja mamar un ser menos activo que el que la mama, como, a su vez, este último se vuelve pasivo cuando le jode otro. Ahora bien, esta auténtica pasividad presente en Querelle la descubrimos en Robert, quien se dejaba querer por Madame Lysiane. Se dejaba invadir por la femineidad maternal de aquella mujer, fuerte y tierna a la vez. Nadaba en aquel elemento, en el que a veces se sentía tentado a abandonarse. En cuanto a la patrona, había encontrado por fin la ocasión de desplegarse en torno a un eje, de envolverlo, de celebrar «las auténticas nupcias de la vela y el mástil». Cuando estaban en la cama, sobre el altar indiferente del cuerpo fundido de su amante, arrastraba ella su rostro y sus limones excesivamente pesados. Siendo lento el despertar de Robert al deseo, Madame Lysiane interpretaba un preludio del amor, llevando a cabo ella sola todo el simulacro: picoteando en la base de la nariz a su amante, se introducía de improviso y con voracidad aquel órgano entero en la boca. Incapaz de resistirse al cosquilleo, normalmente Robert se sacudía, se arrancaba de aquella boca húmeda y cálida y se secaba la nariz mojada de saliva. Cuando la patrona vio, desde la puerta de la sala, el rostro de Querelle, experimentó la misma turbación que había sentido ya al ver por vez primera juntos los rostros tan exactamente iguales de los dos hermanos. Desde aquel día, a menudo una punzada de angustia desgarraba el dulce y regular movimiento de su paz, y por la desgarradura, Madame Lysiane vislumbraba la existencia del torbellino que la estaba trastornando. El parecido entre Querelle y su amante era tan grande que llegó a suponer, sin creérselo del todo, que Robert se había disfrazado de marinero. El rostro de Querelle, que se acercaba sonriendo, le incomodaba, pero era incapaz de apartar de él su mirada.

«Bueno, ¿y qué? Dos hermanos, es normal», se dijo a sí misma para tranquilizarse; pero la monstruosidad de un parecido tan perfecto la tenía obsesionada.

Soy un objeto de repulsión. Lo he amado en exceso y demasiado amor hastía. Un amor excesivo revuelve los órganos y todas las profundidades y lo que sale a la superficie produce náuseas
.

Vuestros rostros son platillos que no se entrechocan nunca, sino que se deslizan silenciosamente uno sobre otro
.

Sus crímenes habían multiplicado la personalidad de Querelle, otorgándole cada uno de ellos una nueva, aunque sin olvidar las precedentes. El último asesino nacido del último asesinato vivía en compañía de sus más nobles amigos, de los que le habían precedido, y a los que superaba. Les invitaba entonces a aquella ceremonia que los bandidos de antaño denominaban la boda de sangre: los cómplices hincaban sus cuchillos en una misma víctima, ceremonia semejante en lo esencial a ésta cuyo relato nos ha sido conservado:

«Rosa dijo a Nucor
:

—Es un verdadero hombre. Puedes quitarte los calcetines y servir el kirsch
.

Nucor obedeció. Los puso sobre la mesa, echando en uno de ellos un terrón de azúcar que Rosa le dio; luego, vertiendo kirsch en el fondo de un recipiente, cogió ambos calcetines y, alzándolos por encima del recipiente, los fue bajando con precaución para no mojar en el kirsch sino el extremo de las puntas, que ofreció a Dirbel diciéndole
:

—A tu elección, chupa con azúcar o sin ella. No hagas ascos: es la manera de entrar en la asociación y de comer y beber en la misma tartera. Entre ladrones hay que guardar silencio (conciencia)

Y el último Querelle, nacido en bloque a los veinticinco años, surgido inerme de una tenebrosa región de nosotros mismos, fuerte, sólido, ejecutaba entonces un jubiloso movimiento de hombros para dirigirse hacia su risueña, alegre y más joven familia de adopción. Cada uno de los Querelle lo consideraba con simpatía. En sus momentos de tristeza los sentía presentes a su alrededor.

Y si el ser entes del recuerdo los velaba algo, tal velo les otorgaba una gracia amable, una femineidad suavemente inclinada hacia él. De haber tenido la audacia, les hubiera llamado «sus hijas», como hacía Beethoven con sus sinfonías. Entendemos por momentos de tristeza aquellos instantes en que los Querelle estrechaban el cerco en torno al último atleta, cuando su velo era más bien de gasa negra que de tul blanco y él mismo empezaba a sentir sobre su cuerpo los pliegues tenues del olvido.

—No se sabe quién puede ser el que ha dado el golpe.

—¿Le conocías tú?

—Probablemente. Nos conocemos todos. Pero no era un amigo.

Nono dijo:

—Es como el otro, el albañil. Puede que sea el mismo tipo.

—¿Qué albañil?

Querelle articuló lentamente, recalcando especialmente lo de «albañil». Dijo: «¿Qué albañiiil?».

—¿No te has enterado?

Querelle y su hermano hablaban ahora entre ellos. El patrón apoyaba los codos sobre el mostrador. Los estaba contemplando, con la mirada puesta sobre todo en Querelle, a quien su hermano le explicaba la agresión de Gil. Una inmensa esperanza, cuya fuente le parecía universal, iba ascendiendo poco a poco dentro de Querelle. Un exquisito frescor se difundía por su cuerpo. Le parecía cada vez más evidente que era un personaje excepcional tocado por la gracia. Una mayor dureza se dibujaba en sus miembros, en sus ademanes, pero también una elegancia superior. Sentía que se tornaba agraciado y lo comprobaba con seriedad, sin perder su habitual sonrisa en la boca.

Los dos hermanos se estaban peleando desde hacía cinco minutos. No sabiendo de dónde agarrarse, puesto que cada uno desbarataba los gestos del otro previniendo la llave, hicieron primero algunos movimientos de aproximación ridiculamente vacilantes. Más que querer pelearse parecían huirse, evitarse con mucho talento. La concordancia cesó. Querelle resbaló torpemente y pudo asirse a la pierna de Robert. Fue a partir de este instante cuando el combate se tornó frenético. Dédé se había apartado, para probar al hombre que germinaba y dormitaba en él, queriendo desarrollarse, que no se debe intervenir en un arreglo de cuentas de hombre a hombre. La calle era estrecha y sombría, pero algunos movimientos rencorosos de ambos hermanos la habían bañado en una luz cruel que percibía Mario. La calle se transformaba en un pasaje de la Biblia en el que dos hermanos, dirigidos por dos dedos de un dios único, se insultan y se matan por dos razones que en realidad son una sola. Para Dédé, la calle estaba cortada del resto de Brest. Esperaba que se escapase un alma. Los dos hombres luchaban en silencio y con furia que aumentaba a medida que los iba exaltando el silencio, al no dejarles oír sino el ruido de sus momentos de respiro y el de sus instantes de concentración, el resoplido de sus hocicos; aumentaba además a medida que crecía su cansancio, exponiéndolos a ambos a su pérdida, a entregarlos al golpe artero y definitivo asestado lentamente, casi con ternura, que mataría por agotamiento al vencedor. Tres estibadores miraban, fumando un cigarrillo. Secretamente, en su fuero interno, apostaban alternativamente por uno u otro. Era difícil mantener cualquier pronóstico, tan parejo parecía el vigor de los combatientes, igualdad que acentuaba aún más su parecido, que equilibraba la batalla y la hacía armoniosa como una danza. Dédé miraba. Aunque conocía la musculatura en reposo de su tronco, desconocía su eficacia en la pelea —sobre todo contra Querelle, a quien nunca había visto pelear—. Querelle se acurrucó de repente y con la cabeza baja arremetió contra el vientre de Robert, quien derribó a su hermano de espaldas. Fue al decidirse a golpear a su hermano cuando Robert conoció el más puro instante de libertad, brevísimo instante en que se hallaba apenas la posibilidad de elegir el combate o rechazarlo. A un lado de la pareja enzarzada cayó la boina del marinero, al otro la gorra de Robert. Con el fin de tener la razón de su parte, con el fin de justificar su lucha, a Robert se le ocurrió la idea de proclamar muy alto, en el fragor del combate, su desprecio por su hermano. La primera palabra que le vino a los labios fue: «Asqueroso dao por culo.»

Pero lo expresó sólo con un gruñido. Todo un discurso confuso, embrollado en su aliento, afluía a su mente:

«¡Dejarse dar por culo por un patrón de burdel! ¡Cacho cabrón! Y se atreve a fanfarronear encima. Deja que le tabiquen el trasero y aún se toma por un duro. ¡Estoy listo con un hermano que se deja atiborrar el culo!»

Osaba pensar por primera vez las palabras obscenas que nunca había podido acostumbrarse a pronunciar ni a escuchar.

«¡Estoy arreglado, estoy arreglado! ¡Y la cara de satisfacción que ponía el cabrón de Nono cuando me lo estaba contando!»

Los tres estibadores se retiraron. Dédé vio durante un instante la cabeza de Robert apretada entre los gruesos muslos de Querelle, quien la aporreaba con los puños. De repente, un pie de Robert, calzado con zapatillas de fieltro, dio un golpetazo violento en la cara de Querelle, cuyos muslos se entreabrieron. Dédé vaciló un segundo; después recogió el gorro del marinero en primer lugar. Lo sostuvo un momento en la mano y lo puso sobre el mojón. Si Robert era vencido no había que añadir a su pena la tristeza de ver a su amiguito, con cara desconsolada, engalanarse con aquel gorro flamante que le iluminaba con la potencia de un foco; ni de ver al chico ofrecerle al vencedor, a modo de corona, un tocado tan significativo. Su vacilación apenas había durado un instante; sin embargo, al encerrarse en ella toda una liberación, asombró a Dédé. Se quedó sorprendido y la elección le causó una impresión a un tiempo penosa —como un desgarro— y casi voluptuosa. Se quedó estupefacto al tomar conciencia —habiendo tenido que decidirse ante algo aparentemente trivial— de que aquel hecho fuese importante. Su importancia estribaba en la conciencia de su libertad que le había sido revelada al niño. Pensó. Al besar a Mario, la víspera, había roto con la muelle secuencia de un movimiento iniciado hacía mucho tiempo, y aquel primer acto de audacia le permitía vislumbrar la libertad, le embriagaba y le daba fuerzas para intentar un segundo acto. Pero esta tentativa (lograda) de libertad hizo retroceder al hombre que, ya lo hemos dicho, dormitaba en Dédé y que no era sino el parecido que perseguía, algo de Mario y, sobre todo, de Robert. En efecto, Dédé había conocido a Robert cuando éste trabajaba en los almacenes portuarios. Juntos habían llevado a cabo algunos robos en los depósitos, y cuando Robert dejó de ser estibador para hacerse chulo, Dédé le había ocultado su relación con el policía. Hay que añadir, sin embargo, que a causa de su antigua amistad, y por respeto hacia su éxito, Dédé no había pensado nunca en espiar a Robert; pero se las arreglaba para sonsacarle informes para Mario. La calle se iluminaba con sus gestos fraternales surcados de reflejos, se oscurecia por la fuerza de su odio, de toda la negrura de sus gestos invisibles, de su aliento. Querelle se había enderezado. Dédé miraba su lomo como un resorte. Una voz burlona, aunque admirativa, exclamó:

—¡Le echa mano al trasero!

Bajo la tela azul del pantalón, Dédé adivinaba el funcionamiento y la resistencia de aquellos músculos que conocía por los de Robert. Sabía las reacciones de las nalgas, de los muslos, de las pantorrillas. Veía, a pesar de la tela de la marinera, el dorso repujado, los hombros y los brazos. Querelle parecía pelearse contra sí mismo. Se habían acercado dos mujeres. Al principio no dijeron nada. Apretaban contra ellas sus capazos de provisiones y sus colines de pan. Finalmente, se decidieron a preguntar por qué luchaban los dos hombres:

—¿Qué pasó? ¿Sabéis qué ha pasado?

Pero ellas no sabían. Nadie sabía nada. Luchaban por razones familiares. Las mujeres no se atrevían tampoco a seguir su camino, estando la calle cortada por la refriega; sus ojos estaban fascinados por aquel nudo de machos sudorosos y despeinados. El parecido de los dos hermanos era cada vez mayor. La crueldad de la mirada había desaparecido de su rostro. Sólo era visible, a primera vista, la fatiga y la voluntad —no de vencer, sólo la voluntad—, una especie de encarnizamiento por no abandonar la lucha que era a la vez una unión. Dédé seguía tranquilo. Consideraba poco importante cuál de los dos fuese el vencedor, ya que, en cualquier caso, sería siempre el mismo cuerpo y el mismo rostro el que se enderezaría, se sacudiría las mismas ropas desgarradas y polvorientas y se atusaría con la mano, desaliñadamente, antes de ponerse una u otra gorra, los cabellos despeinados. Aquellos dos rostros tan exactamente idénticos acababan de entablar una lucha heroica e ideal —de la que el combate no era sino la grosera proyección visible ante la mirada de los hombres— por la singularidad. Más que destruirse parecían querer unirse, confundirse en una unidad mediante la cual, de aquellos dos ejemplares, saldría un animal mucho más raro. El combate que libraban se parecía más a una lucha amorosa en la que nadie osaba intervenir seriamente. Se adivinaba que los dos combatientes se habrían unido contra el mediador, que —en el fondo— no hubiera deseado intervenir sino para participar en aquella orgía. Oscuramente, Dédé lo comprendió así. Experimentó celos de los dos hermanos por igual. Pero una gran resistencia se oponía a sus esfuerzos. Se contorsionaban, se deshacían, para asimilarse mutuamente: su doble resistía. Querelle era el más fuerte. Cuando estuvo totalmente seguro de dominar a su hermano, le susurró al oído:

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