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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (17 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Oh, la pequeña guarra, su pequeño y jugoso coño, voy a meterle un gran cipote…

Su atención era atraída a la vez por la boca y el coño de Paulette. Se creía arrimado a ella, besándola y jodiéndola. Presto, se interpuso la imagen de Théo. Durante un instante Gil abandonó sus ensoñaciones en vías de realización, para llenarse de odio contra Théo. Esta breve fisura le hizo desempalmarse un poco. Quiso alejar toda imagen del albañil, al que sentía tras de sí, acariciándole las nalgas con una enorme verga, doble de gorda que la suya. Los espumarajos llegaron tan fuertes que emplearon todo el fluido de Gil cuyo vigor parecía transmitirse de la polla a los ojos. Para volver a empalmarse se esforzó por ser tierno, pero al mismo tiempo, para oponerse a la idea de Théo dándole por el culo, un gesto de desafío creció en él desde su polla.

«Yo soy un macho —articuló en la niebla—. ¡Yo dejo plantados a los machos! ¡Te voy a dar, yo!»

En vano trató de componerse la imagen de un Théo al que él jodería. Aunque llegaba a evocar las ropas empolvadas y desabrochadas del albañil, su pantalón bajado, su camisa remangada, Gil no lograba llegar más lejos. Para que su dicha fuera completa, y su goce seguro, hubiera tenido que imaginarse en detalle, con alegría en los detalles, el rostro o el trasero de Théo; pero no pudiendo imaginárselos —puesto que realmente lo eran— sino velludos y barbudos, se le fueron sobreponiendo en su lugar el rostro y la espalda aterciopelada de otro macho: de Roger. Apenas se dio cuenta, comprendió Gil que con ello aumentaba su placer. Mantuvo la imagen del niño, que difuminó la del albañil, con violencia, creyendo así dirigirse a Théo, y sin duda también furioso y desesperado al darse cuenta de que inevitablemente iba a joder con el chiquillo, dijo:

—¡Venga, pon el culo, te voy a ensartar!, ¡asquerosa! ¡Ahora mismo y nada de quejas!

Le agarraba por detrás. Gil se oyó cantar sobre el estrépito de los vasos y las botellas rotas:

Es un jovial bandido

que de nada se espanta

Sonrió también. Arqueó el torso y la pierna. Se sintió macho frente a Roger. Su mano aminoró la marcha. No se corrió. Aquella gran tristeza nacida de la vergüenza se propagó de nuevo, pero ahora velaba la sonrisa de Roger respondiendo a la suya.

«¿Por qué no le rompí allí mismo la jeta?»

Durante un instante, Gil pensó que a fuerza de dirigir su pensamiento tan obstinadamente contra él llegaba a molestar al albañil, le turbaba, no le dejaba el menor reposo. Roger ya no vendría. Era demasiado tarde. Y aunque viniera, desde el fondo de la niebla, Gil no le vería. No se atrevía a pensar que el chaval estuviese encaprichado con él, pero también era incapaz de saber que él mismo había recordado el gesto y la palabra de Roger con el fin de justificar su amor por el chaval a partir del amor del chaval por él. Si quería pensar en Roger le molestaba el recuerdo de Théo. Casi sin pensarlo entró en la taberna.

—Una de aguardiente, patrón.

A la vista de las botellas se le alegró el espíritu. Leyó las etiquetas.

—Otra.

No bebiendo de ordinario más que tinto o blanco, no estaba acostumbrado al alcohol.

—Otra, por favor.

Se metió seis en el cuerpo. Una lucidez arrogante, vigorosa, disipaba poco a poco su confusión, su tristeza, desvanecía la atmósfera agobiante en la que respiraba su cerebro y que generalmente le servía de razón clara. Salió. Se atrevía ya a pensar sin ambigüedades en su deseo por Roger. Algunas veces evocaba la cara interna, pálida y mate de los muslos de Paulette, pero en seguida desembocaba en la sonrisa del chaval. Sin embargo, se encontraba todavía bajo el imperio de Théo, cuya imagen se tornaba más crispante cuanto que se atenuaba su poder, aunque negándose a abolirse.

«¡El dao por culo!»

Pensó en el chico mientras descendía hacia Recouvrance.

«Apenas hay nada que hacer», se dijo, pensando vagamente en el exiguo lugar que ahora Théo ocupaba. «Puedo hacerle desaparecer en cuanto quiera.»

Fluían de sus ojos las lágrimas. Se daba cuenta ahora con toda claridad de que el albañil obstaculizaba su amor por Roger. Se daba cuenta además de que ese amor ahuyentaba a Théo, aunque no del todo. Minúsculo, el albañil permanecía en un rincón. Comprimiendo el amor como un gas, Gil confiaba en aplastar, en asfixiar lo que quedaba de la imagen de Théo y, confundiéndose con la persona física, aquella idea se tornaba cada vez más minúscula en sus relaciones con Gil. Si no se hubiera encontrado con el muchacho en medio de la niebla, al subir la escalera de la rue Casse, a Gil se le habría pasado sola la borrachera. Acaso hubiera reanudado su vida, velada con crespones, entre los albañiles. Lanzó un alarido de alegría al tiempo que, con un gesto rápido, se secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

—Roger, tronco, ¡vamos a tomar un chato juntos!

Abrazó al chico por el cuello. Roger sonrió. Miró aquel rostro húmedo y frío, separado del suyo por un fino espesor de bruma que ambos alientos traspasaban.

—¿Cómo estás, Gil?

—Muy bien, chaval. Y por mí no te preocupes. El viejo no tiene nada que hacer. No hace falta nada. Conmigo no hay que equivocarse, a mi no me la da. Él no tiene nada de hombre. Es un maricón. ¡Un mariquita! ¿Me oyes, Roger, un mariquita? Una loca, si prefieres. Tú y yo somos dos troncos, dos hermanos. Hacemos lo que nos da la gana. Tenemos derecho: somos cuñados. Estamos en familia. Pero él ¡es un mariquita!

Hablaba de prisa para no tartamudear, caminaba de prisa para no tropezar.

—Vamos, Gil, ¿has empinado el codo?

—No te preocupes, muchacho. Ha sido con mi pasta. Que se vaya a la mierda con su dinero. Te digo que vamos a beber. Ven por aquí.

Roger sonreía. Era feliz. Su cuello se sentía orgulloso bajo la mano ruda y tierna de Gil.

—No tiene nada que hacer. Es un mosquito, te digo que es un mosquito. Voy a aplastarlo.

—¿De quién estás hablando?

—De una guarra, por si te interesa saberlo. No te preocupes. Ya lo verás. Y yo te aseguro que no nos volverá a molestar.

Bajaron por la rue du Sac y siguieron por la rue B… Gil iba derecho a la taberna donde estaba seguro de encontrar a Théo. Entraron. Al oír que se abría la puerta vidriera, la mirada de los clientes se volvió en dirección a ella. Como dentro de una nube y muy lejos de él, Gil vio al albañil, solo ante un vaso y una botella de un litro, sentado a la mesa más cercana a la puerta. Gil hundió las manos en los bolsillos y le dijo a Roger:

—Lo ves, ése es.

Y a Théo:

—Hola, muchacho.

Se acercó, Théo sonreía.

—¿Nos invitas a un chato, Théo? Estoy con mi tronco.

Al mismo tiempo empuñaba por el cuello la botella de litro y con rápido ademán, quebrado en dos líneas de fuego, la rompía contra la mesa. Accionando el casco a modo de barrena le cortó la carótida al albañil gritando:

—Te digo que no tienes nada que hacer.

Cuando a la patrona y a los bebedores, estupefactos, atontados, se les ocurrió intervenir, Gil se había ido ya. Se perdió entre la niebla. Hacia las diez de la noche la policía fue a buscar a Roger a casa de su madre. Le soltaron al día siguiente.

El doble escudo de Francia y de Bretaña constituye el principal ornamento del frontón majestuoso del presidio de Brest, en el que los motivos arquitectónicos son los atributos de la Marina de vela. Abrazados, los dos escudos de piedra oval no son planos sino cóncavos, hinchados. Poseen la importancia de una esfera que el escultor hubiera olvidado cincelar, pero cuyo conjunto impone a estos fragmentos su poder de cosa absoluta. Son las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una riqueza sobrenaturales y naturales a un tiempo. No los ha motivado un juego, un trabajo torpe, una preocupación de decorativismo pueril, sino el poder evidente, terrestre y cimentado en una fuerza armada y moral, a pesar de las flores de lis y los armiños.

De ser planos, no poseerían esta autoridad fecundante. Por la mañana, muy temprano, los dora el sol. Luego se derrama sobre la fachada entera. Cuando los galeotes cargados de cadenas salían del presidio, permanecían en este patio empedrado que desciende hasta los edificios del Arsenal bordeando los muelles de la Penfeld. Acaso simbólicamente, y para tornar más evidente y liviano el cautiverio de los presidiarios, hay enormes mojones de piedra encadenados unos a otros, pero con cadenas más pesadas que las de las anclas y que parecen blancas de puro pesadas. En este ámbito, los carceleros reunían al rebaño a vergazos, le daban órdenes con aullidos de mando expresados de extraña manera. El sol descendía lentamente sobre el granito de una fachada armoniosa, tan noble y dorada como la de un palacio veneciano; luego se esparcía por el patio, sobre los adoquines, sobre los dedos grasientos y aplastados de los pies, sobre los magullados tobillos de los presidiarios. Enfrente, sobre la Penfeld, seguía cerniéndose una niebla dorada y sonora tras la que se adivinaba Recouvrance con sus casas bajas, y más allá, muy cerca, la Goulet, la rada de Brest, con su animación de barcas y navios de alta borda. Desde por la mañana iba componiendo el mar su arquitectura de cuerpos, de maderas y sogas, ante los ojos, aún nublados por el sueño, de los hombres encadenados de dos en dos. Los galeotes tiritaban de frío en sus trajes de tela gris (el
fagot
). Les repartían un caldo insípido y tibio en una escudilla de madera. Se frotaban un poco los ojos para despegarse las pestañas enmarañadas por las secreciones del sueño. Sus manos estaban entumecidas y rojas. Veían el mar; es decir, oían, al fondo de la niebla, los gritos de los capitanes, de los marineros libres, de los pescadores, el chapoteo de los remos, las blasfemias rodando por el agua; distinguían poco a poco las velas que se hinchaban con la solemne y vana importancia del doble escudo de piedra. Cantaban los gallos. Sobre la ensenada, la aurora era cada vez más bella. Descalzos sobre los adoquines redondos y húmedos, los galeotes aguardaban todavía un instante en silencio o murmurando entre ellos. Unos instantes más tarde se verían obligados a subir a bordo de la galera para remar. Un capitán con medias de seda, puños y chorreras de encaje pasaba por entremedias de ellos. Todo se iluminaba. Llevado hasta allí en una silla de manos surgida de la niebla, no es absurdo pensar que era el rey de ésta, su encarnación, ya que la bruma, en cuanto él se acercaba, se desvanecía. Había debido de habitarla durante la noche, confundirse con ella, convertirse él mismo en esta bruma (salvo un pequeño reducto, sin embargo, una cierta partícula de radio que ocho a diez horas más tarde cristalizaría en torno suyo los elementos más tenues de la niebla para obtener este hombre duro, violento, dorado, esculpido, engalanado como una fragata). Los galeotes han muerto. De esperanza tal vez. No los han reemplazado. Sobre la Penfeld, obreros especializados trabajan en navios de acero. Otra dureza —más feroz todavía— ha sustituido la dureza de las caras y de los corazones, que hacían tan patético este lugar. Existe la belleza del fugitivo que el miedo revela e ilumina con un resplandor interior, tan delicioso, y la belleza del vencedor cuya serenidad se ha cumplido, cuya vida se ha completado y que debe permanecer inmóvil. Sobre el agua y la bruma la presenda del metal resulta cruel. La fachada y el frontón permanecen intactos, pero en el interior del presidio sólo quedan paquetes de betas, sogas manchadas de brea y ratas.

Cuando aparece el sol descubriendo el «Juana de Arco» anclado al pie del acantilado de Recouvrance, los grumetes están atareados en la maniobra. Estos niños torpes son la prole monstruosa, delicada y débil de los presidiarios empalmados y uncidos. Detrás del buque-escuela sobre el acantilado se divisan las líneas imprecisas de la Escuela de Aspirantes. Y a todo nuestro alrededor, a derecha e izquierda, se encuentran los astilleros del Arsenal donde están construyendo el «Richelieu». Se oyen los martillos y las voces. En la ensenada se adivina la presencia de monstruos de acero, espesos y duros, algo suavizados por la humedad de la noche, por la primera y tímida caricia del sol. El almirante ya no es, como lo era antaño el príncipe de Rosen, un gran Almirante de Francia, sino un gobernador marítimo. La convexidad del doble escudo ya no significa nada. Ha dejado de corresponder a la hinchazón de las velas, a la curva de los cascos de madera, al pecho fiero de las figuras de proa, a los suspiros de los galeotes, a la magnificencia de los combates navales. Del inmenso edificio de granito que es el presidio, dividido en celdas que dan a un lado y donde los condenados dormían sobre la paja y la piedra, el interior no es más que una cordelería. Cada habitación de granito mal labrado conserva todavía sus dos argollas de hierro, pero sólo contiene ya enormes masas de beta, abandonadas por la Administración que no las visita nunca. Sabe que están allí conservadas en brea, por los siglos de los siglos. Ni siquiera abre las ventanas a las que le faltan casi todos los cristales. La puerta principal, la que da a ese patio en pendiente del que hemos hablado, está cerrada con varias vueltas de llave y ésta, enorme, de hierro forjado, cuelga de un clavo en la oficina de un contramaestre destinado en el Arsenal y que no la ve jamás. Existe otra puerta, que cierra muy mal, olvidada de todos, tan evidente es que nadie va a robar los paquetes de sogas amontonados detrás de ella. Se encuentra en el extremo norte del edificio, al que pone en comunicación directa con una callejuela estrecha y casi ignorada que separa el presidio del hospital marítimo. La callejuela se escurre entre los edificios del hospital y se pierde, obstruida por las rondas, en las murallas. Gil conocía esta disposición. Deslumbrado por la sangre, corrió a toda prisa un instante, deteniéndose finalmente para tomar aliento, una vez pasada la borrachera, espantosamente iluminado por la barbaridad de su acto; enloquecido, su primera preocupación fue tirar por las calles más oscuras y desiertas para cruzar una puerta y encontrarse fuera de la ciudad. No se atrevía a volver al astillero. Luego se acordó del presidio abandonado y de aquella puerta fácil de abrir. Dispuesto a pasar la noche, se acomodó en una de las habitaciones de piedra. Detrás de rollos de sogas se acurrucó en un rincón y, viendo que el miedo se apoderaba de él, trató él de apoderarse del miedo. Meditó su desesperación.

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