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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (19 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—Repítelo, anda, repítelo.

Robert jadeaba bajo la presión resuelta, entre los anillos, imposibles de aflojar, de los músculos de Querelle. Miraba al suelo. Estaba mordiendo el polvo. El otro, con llamas, humo y rayos en los ollares, en la boca y en los ojos, le susurraba sobre la nuca:

—Repite.

—No lo repito.

Querelle tuvo vergüenza. Sin dejar de aprisionar entre sus anillos el cuerpo y las piernas de su hermano, golpeó más fuerte por la vergüenza sentida por haber golpeado. No contento con haber vencido al enemigo, sino habiéndolo además humillado, se encarnizó con él para acabar con quien, tumbado en el polvo o erguido, le odiaba. Arteramente, Robert sacó un cuchillo. Una mujer lanzó un grito y toda la calle se asomó a las ventanas. Iban apareciendo mujeres despeinadas, en enaguas, los pechos casi visibles, desbordantes, precipitados sobre los antepechos de las balaustradas de los balcones. Se sentían sin fuerzas para apartarse del espectáculo, ir hasta el fregadero a buscar un cubo de agua para arrojarlo sobre aquellos machos como se arroja sobre los perros lúbricos anudados por el furor. El mismo Dédé sintió miedo; pero tuvo la fanfarronería de decir a los estibadores que estaban acaso a punto de intervenir:

—Pero dejadlos. Palabra, son hombres. Son hermanos, ellos saben lo que tienen que hacer.

Querelle se zafó. Estaba en peligro de muerte. Por primera vez en su vida el asesino se veía amenazado y sintió incubarse en él un embotamiento profundo contra el que tuvo que luchar. Sacó a su vez su cuchillo y, retrocediendo contra la pared, dispuesto a saltar, lo mantuvo abierto en su mano.

—¡Dicen que son hermanos! ¡Hay que separarlos!

Pero la gente de la calle, que seguía atentamente desde los balcones, no podría escuchar un diálogo más emocionante que el que ambos mantenían:

—«Estoy pasando un río cubierto de encajes. Ayúdame, estoy abordando en tu orilla…»

—«Será difícil, hermano mío: ofreces demasiada resistencia…»

—«¿Qué estás diciendo? Apenas puedo oírte…»

—«Salta sobre mi sonrisa. Agárrate. No te preocupes por tu sufrimiento. Salta.»

—«¡No te escapes!»

—«Estoy aquí.»

—«Habla más bajo ¡Ya estoy contigo!»

—«Te amo más que a mí mismo. Sólo finjo odiarte. Mis querellas me separan de ti hacia donde me llama una dulzura demasiado peligrosa. Mi risa es el sol que devora las tinieblas que has levantado en mí. He acribillado la noche a puñaladas. Acumulo barricadas. Mi risa me aisla, me aleja de ti. Eres hermoso.»

—«¡Tú lo eres tanto como yo!»

—«¡Calla! Nos arriesgamos a disolvernos en una unidad demasiado exactamente precisa. Arrójame tus perros y tus lobos.»

—«Es inútil. Cada querella te embellece, te dota de un estallido doloroso.»

—«No te desanimes. Trabaja.»

Sonaron las trompetas.

—¡Se van a matar!

—Venga, los hombres, ¡separadlos!

Gemían las mujeres. Los dos hermanos se observaban con el cuchillo en la mano y el cuerpo erguido, apacible casi, como si fueran a caminar pausadamente uno hacia el otro, para intercambiar, con el brazo alzado, el juramento florentino que sólo se pronuncia con un puñal en la mano. Iba acaso a hendirse la carne para coserse el uno al otro, para injertarse. Apareció una patrulla al final de la calle.

—¡La «pasma»! Rápido, quitaos de en medio.

Al tiempo que con voz sorda y apresurada decía esto, Mario se había abalanzado contra Querelle, quien intentó rechazarle, pero Robert, tras mirar en dirección a la patrulla, cerró el cuchillo. Estaba temblando. Algo intranquilo, con voz jadeante, dirigiendose a Dédé —pues la intervención de un mediador seguía siendo indispensable— le dijo:

—Dile que se largue.

A la vez que se desembarazaba de un golpe, puesto que el tiempo urgía, de todo el protocolo trágico impuesto por el rigor teatral, como un emperador que lanzara invectivas directamente al enemigo, por encima de los circunloquios de la etiqueta guerrera, por encima de la barrera de generales y ministros, se dirigió directamente a su hermano. Con una sequedad y una seriedad que sólo Querelle podía comprender y en las que se encerraba una familiaridad secreta que excluía del debate a los mantenedores y a los espectadores, dijo:

—Píratelas. Ya iré a buscarte. Zanjaremos esto más tarde. A Robert se le ocurrió por un momento la idea de afrontar solo a la patrulla, pero ésta se acercaba a una velocidad peligrosa. Dijo:

—Está bien. Ya me ocuparé de ello.

Partieron ambos sin hablarse, sin ni siquiera mirarse; por la acera opuesta, del lado libre de la calle, Dédé seguía a Robert en silencio. Miraba a veces a Querelle, cuya mano derecha estaba ensangrentada.

Frente a Robert, Nono recobraba su auténtica virilidad, que perdía algo ante Querelle. No quiere ello decir que hiciera suyos el alma o los ademanes de un marica, sino que al lado de Querelle, olvidándose del hombre que ama a las mujeres, se bañaba en esa atmósfera especial que evoca siempre un hombre que ama a los hombres. Entre ellos, para ellos dos solos, se establecía un mundo (con sus leyes y sus relaciones secretas, invisibles) del que la idea de mujer estaba desterrada. En el momento del goce cierta ternura había turbado las relaciones de los dos machos, sobre todo por lo que respecta al patrón. Ternura no es la palabra exacta, pero expresa mejor la mezcla de agradecimiento hacia el cuerpo del que se extrae el placer, de dulzura que os derrite cuando el placer se acaba, de laxitud física, de asco incluso que os ahoga y os alivia, os sumerge y os hace bogar, y en fin, de tristeza; y esta pobre ternura, emitida como un relámpago gris y tenue, continúa alterando suavemente las simples relaciones físicas entre machos. No es que éstas se transformen en algo que se acerque al verdadero amor entre hombre y mujer o entre dos seres de los que uno es femenino, sino que la ausencia de la mujer dentro de ese universo obliga a los dos machos a extraer de sí mismos un poco de femineidad: a inventar a la mujer. No es el más débil, o el más joven, o el más tierno el que tiene más éxito en la operación, sino el más hábil, que a menudo suele ser el más fuerte y el de más edad. Ambos hombres quedan unidos por una complicidad que, nacida de la ausencia de mujer, suscita a la mujer, que los une precisamente por su carencia. A este respecto, en sus relaciones no había nada fingido, ni necesidad alguna de ser otra cosa que lo que eran: dos machos muy viriles que sienten celos tal vez, que se odian, pero que no se aman. Sin apenas premeditación, Nono le había confesado todo a Robert. La especie de alivio que sentía, el hecho de no sentir más rabia al recordar el breve diálogo entre los dos hermanos: —«Me gusta más tu trabajo». —«No siempre es muy divertido», es evidente que la confesión era la eclosión de una vergüenza que lo obsesionaba desde aquella famosa noche. Nono nunca había intentado tirarse a Robert. Robert, conocedor de las reglas del juego, nunca le había pedido pasarse por la piedra a la patrona. Por otra parte, aunque venía al burdel como cliente, sólo se fijó en Madame Lysiane cuando ésta ya le hubo elegido. Al comprobar la indiferencia de Robert ante la idea de que su hermano se acostaba con Nono, éste experimentó una enorme alegría. Deseaba inconscientemente que Robert se uniera más a él, reconocerle por cuñado. Dos días más tarde le confesó todo. Al principio con prudencia:

—Creo que he ganado. Con tu hermano esto va que arde.

—Me extraña mucho.

—Palabra. Pero no lo digas, ni siquiera a él.

—No es que me importe, pero no me vas a hacer creer que has conseguido metérsela.

Nono se echó a reír, molesto y triunfante a la vez.

—De veras, ¿lo has conseguido? Me extraña mucho, sabes.

Madame Lysiane era buena y dulce. A la dulzura sabrosa de su carne pálida se añadía la bondad de la mujer cuya función esencial consiste en velar por los viciosos, tratándoles como a enfermos encantadores. Encarecía a sus «niñas» que fueran ángeles para con aquellos señores: para con el funcionario de la subprefectura, al que le gustaba que Carmen le chupase la mermelada; para con el antiguo almirante que se paseaba desnudo, cloqueando, con una pluma en el trasero, perseguido por la habitación por Elyane, vestida de granjera; un ángel para con el señor procurador que quería que le acunaran; un ángel para con el que se encadena al pie de la cama y ladra; un ángel para con aquellos señores rígidos y secretos que con la dulzura del burdel y el apostolado de Madame Lysiane se desnudaban hasta el alma, mostrándonos que ésta encierra la riqueza y la belleza de un paisaje mediterráneo. Alzando los hombros, Madame Lysiane se decía a veces a sí misma:

«Menos mal que hay viciosos, señoritas; porque si no los feos no podrían conocer el amor.» Era buena.

Todavía sin creérselo, Robert sonreía.

—¿Y si te digo que es cosa hecha? Pero tú a cerrar el pico, ¿eh?

—Si te lo he prometido…

A medida que el patrón le iba relatando la aventura, los detalles, las trampas de Querelle con el dado, la indiferencia hacía aparición en Robert. Pero estaba furioso. La venganza le hacía apretar los dientes y hundía sus pálidas mejillas, al tiempo que ante. Nono se volvía pobre y débil.

La ciudad de Brest está rodeada de murallas muy anchas, excepto en la parte que limita con el mar y la Penfeld. Se componen de un foso profundo y de un terraplén. El terraplén —parte interior y parte exterior— está plantado de acacias. Fuera de la ciudad lo atraviesa un camino donde Vic fue asesinado y abandonado en la noche por Querelle. El foso se halla atestado de maleza, de zarzas y, en ciertos lugares, de ciénagas de juncos. Allí vierten su carga los volquetes de la basura. En el verano y hasta el otoño, todos los marinos que han bajado a tierra por una noche, si para volver a bordo han perdido la última lancha —la de las diez de la noche—, van a dormir allí mientras hacen tiempo para la de las seis de la mañana. Se tienden sobre la hierba, entre las zarzas. El foso y el talud quedan tapizados de marineros durmiendo sobre las hojas. Adoptan posturas extrañas, impuestas por la disposición de las raíces, de los árboles, del terreno y por el indispensable cuidado del uniforme de paseo. Antes de estirarse o de acurrucarse han hecho caca o vomitado. Rendidos, se dejan caer a la orilla del lugar manchado. El foso está sembrado de mojones. En medio de éstos, los marineros más lúcidos preparan cautamente un camastro somero y se duermen. Se oyen sus ronquidos bajo las ramas. Los despierta el frescor del alba. Aquí y allá se alojan también en los fosos algunas caravanas de gitanos, algunas lumbres, gritos de niños piojosos, peleas. Los gitanos recorren la campiña, donde los bretones son ingenuos y sus mozas coquetas, rápidamente deslumbradas por una cesta llena de retazos de encaje hechos a máquina. La construcción de las murallas es sólida. El muro que sostiene el talud de la ciudad es grueso y está intacto, salvo por lo que se refiere a algunas piedras que se desprenden porque les ha crecido un árbol en los intersticios. En ese talud plantado de árboles, no lejos del hospital ni del presidio, tiene lugar todos los días de la semana la instrucción de los cornetas del 28 Regimiento de Infantería Colonial. Al día siguiente del asesinato, antes de ir a «La Féria», Querelle se paseó por entre las antiguas fortificaciones, sin llegar con todo a acercarse al lugar del crimen, donde la policía tal vez hubiera dejado guardias. Iba buscando un escondrijo para sus joyas. En varios puntos del mundo tenía ya depósitos secretos, anotados hábilmente en papeles guardados en su saco. En China, en Siria, en Marruecos, en Bélgica. La libreta que contenía las inscripciones era algo similar al «registro de masacres» de la policía.

Shangai, Casa de Francia. Jardín. Baobab de la verja.

Beirut. Damasco. Señora del Piano. Pared de la izquierda.

Casablanca. Banco Alphand.

Amberes. Catedral. Campanario.

Querelle guardaba fielmente el recuerdo de los escondrijos de su tesoro. Conservaba los detalles y el conjunto con una precisión escrupulosa, con ayuda de todas las circunstancias que habían concurrido en el momento de descubrir y organizar el escondrijo. Se acordaba de cada una de las hendiduras de las piedras, de cada una de las raíces, de los insectos, del olor, del tiempo, de los triángulos de sombra o de sol, y aquellas minúsculas escenas, al evocarlas, aparecían con precisión bajo la luz de una memoria exacta, dada en bloque, y con la iluminación de una auténtica fiesta, deslumbrante, enorme y valiosa. De golpe y en su totalidad se le presentaban los detalles de tal escondrijo. Estaban en relieve, precisados por un sol crudo que les daba la evidencia de una solución matemática. Querelle conservaba el recuerdo de los escondites; pero procuraba olvidar su contenido, con el fin de saborear la alegría de la sorpresa el día que expresamente diera la vuelta al mundo para volverlos a abrir. Esta imprecisión acerca de las riquezas enterradas era una especie de nimbo que irradiaba de ellas, del escondrijo, de aquella grieta maliciosa y atiborrada de oro y que, al ir apartándose de los focos de intensidad, se juntaba de nuevo y envolvía el mundo de una dulzura deliciosa y rubia en la que el alma de Querelle se encontraba a gusto y conocía la libertad.

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