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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (20 page)

BOOK: Querelle de Brest
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Querelle era fuerte por sentirse rico. En Shangai, bajo las raíces del baobab de la verja, había enterrado el producto de cinco atracos y del asesinato, cometido en Indochina, de una bailarina rusa; en Damasco, en las ruinas de la Señora del Piano, había escondido el producto de un asesinato cometido en Beirut. A este crimen estaba ligado el recuerdo de los veinte años de presidio recaídos sobre su cómplice. En Casablanca, Querelle había escondido una fortuna robada en El Cairo a un cónsul de Francia. Con ello se relaciona el recuerdo de la muerte de un marino inglés, cómplice suyo. En Amberes, en las agujas del campanario de la catedral, escondió una pequeña fortuna, beneficio de varios atracos llevados a cabo con éxito en España y vinculados a la muerte de un estibador alemán, cómplice y víctima suyo.

Querelle caminaba entre las zarzas. Reconoció el delicado ruido de las puntas de las hierbas rozadas por el viento, que había oído la víspera misma, después del crimen. No sintió miedo alguno, ni tampoco remordimiento, y el asombro ante ello será menor si se admite que Querelle ha aceptado ya no estar dentro del crimen, sino llevar en sí mismo el crimen. Esto exige una breve explicación. Si Querelle, con gestos habituados a situaciones normales, se hubiera encontrado de súbito en un universo transformado, habría experimentado una cierta soledad, un cierto espanto: el sentimiento de ser extraño. Pero, al aceptarla, la idea de asesinato se le hacía más que familiar; era una emanación de su cuerpo en la que bañaba el mundo. Sus ademanes encontraban un eco. Querelle poseía, pues, el sentimiento de una soledad diferente: la de su singularidad creadora. Insistamos, sin embargo, en que estamos descubriendo aquí un mecanismo que era utilizado por nuestro héroe con poca conciencia de ello. Examinó una por una todas las grietas de la muralla de los fosos. Encontró un lugar en el que las zarzas llegaban más cerca del muro y se volvían más tupidas. Estaban agarradas por la raíz a la mampostería. Querelle miró más de cerca. Le gustó el lugar. Nadie le había seguido. No había nadie detrás de él, ni en lo alto del talud que sostiene el muro. Estaba solo en el foso de las fortificaciones. Con las manos hundidas en lo más profundo de los bolsillos para protegerlas de las zarzas, deliberadamente, se adentró en la maleza. Durante un instante permaneció inmóvil al pie del muro. Examinó la mampostería. Vio qué piedra haría falta mover para excavar un poco la muralla. No se necesitaba mucho espacio para una bolsa de tela con oro, sortijas, pulseras rotas, pendientes y monedas de oro italianas. Estuvo mirando largo tiempo. Se quedó hipnotizado. No tardó en entrar en una especie de somnolencia, de olvido de sí, que le permitía integrarse al lugar en que se hallaba. Viéndose entrar en la muralla, de la que todos los detalles se le aparecían con precisión, su cuerpo iba penetrando a través de la pared. Sus diez dedos tenían ojos en sus extremos. Hasta sus músculos los tenían. No tardó en fundirse con el muro, y siguió siéndolo un rato, sintiendo vivir en sí todos los detalles de las piedras, herirle las grietas, por las que manaba una sangre invisible, por las que se exhalaban su alma y sus gritos silenciosos, hacerle cosquillas una araña en el antro minúsculo del intersticio de dos de sus dedos, pegársele delicadamente una hoja en una de sus piedras húmedas. En fin, dándose cuenta de que estaba apoyado en la muralla, cuyas asperezas mojadas sentía en sus manos, hizo un esfuerzo para abandonarla, para salir de ella; pero salió magullado para siempre, marcado por el particularísimo lugar de aquellas murallas, que iban a permanecer para siempre en la memoria de su cuerpo y que Querelle estaba seguro de encontrar de nuevo cinco o diez años más tarde. Al volverse, pensó, sin concederle demasiáda importancia, que se había cometido en Brest un segundo crimen. En el periódico había visto la foto de Gil y había reconocido al cantante risueño.

A bordo del «Vengador» Querelle no había perdido nada de su arrogancia triste, de su irritabilidad. A pesar de su función de asistente, conservaba su elegancia temible. Sin dar la impresión de trabajar, se ocupaba de los asuntos del teniente, quien ya no osaba mirarle a la cara desde aquella respuesta a la que Querelle había infundido una ironía tan segura, una confianza tan completa en su poder sobre el enamorado. Querelle dominaba a sus compañeros por su fuerza, su severidad, por un prestigio que aumentó cuando supieron que todos los días iba a «La Féria». Por otra parte, sólo iba allí, donde algunos marinos le habían visto estrechar la mano del patrón y de Madame Lysiane. La reputación del patrón de «La Féria» había cruzado los mares. Los marinos, ya lo hemos dicho, hablaban entre sí de Nono como de los patos de Cholon, como de la Crillolla, de Bousbir o de Bidonville. Estaban impacientes por conocer el cabaret, pero cuando vieron, en una calle sombría y húmeda, aquella casita destartalada y maloliente a orines, de persianas echadas, se quedaron sorprendidos e inquietos. Muchos no osaron cruzar la puerta tachonada. Que se hubiera convertido en un asiduo revistió a Querelle de mayores poderes. No se permitía suponer que había jugado a los dados con el patrón. Querelle era lo bastante poderoso para permanecer intacto, para esplender incluso más con semejante trato. Y si no se veía nunca a su lado a ninguna puta, ello probaba aún más que no acudía como cliente, sino como macarra y amigo. Tener a una mujer en una casa de putas le convertía en un hombre y no en un simple marinero. Tenía tanta autoridad como la gente de galones. Querelle se sentía arropado por un inmenso respeto, y a veces el bienestar en el que se sumergía le llevaba a descuidarse. Se tornaba arrogante con el teniente, cuyo deseo reprimido conocía. Aviesamente Querelle trataba de exacerbarlo; con toda naturalidad adoptaba las poses más sugestivas, ya fuera que se apoyara contra la chambrana con el brazo alzado para enseñar la axila, ya que se sentara sobre la mesa cuidándose de aplastar contra ella los muslos y remangarse el pantalón para mostrar las pantorrillas musculosas y velludas, ya que cimbreara la cintura, ya que adoptara, para responder al oficial, una postura aún más audaz y que ante su llamada avanzara con las manos en los bolsillos estirando la tela de la bragueta sobre la verga y los cojones, con vientre insolente. El teniente se volvía loco, no se atrevía a enfadarse ni a quejarse, ni siquiera a adorar a Querelle en voz alta. El más sorprendente de los recuerdos que guardaba de él —y el que con más frecuencia evocaba— era, en Alejandría de Egipto, en pleno mediodía, la aparición del marinero en el portalón del barco. Querelle se reía enseñando toda la dentadura, pero con risa callada. Por aquella época su rostro estaba bronceado, más bien dorado, como ocurre siempre con la tez de los rubios. En un jardín árabe había cogido cinco o seis ramos cargados de mandarinas, y para no embarazar sus manos, que deseaba libres durante la marcha para mejor contonear sus hombros, se los había metido por el escote de su chaqueta blanca, de donde surgían, por debajo de la corbata de raso negro, hasta rozarle la barbilla. Aquel detalle fue para el oficial la revelación súbita e íntima de Querelle. La frondosidad que le salía por el escote de la chaqueta era sin duda lo que el marinero llevaba en su amplio pecho en lugar de vello, y tal vez, de cada una de aquellas ramas últimas y valiosas pendían cojones resplandecientes, duros y suaves a un tiempo. Permaneciendo apenas un instante inmóvil en el portalón, antes de que su pie tocara el suelo metálico y ardiente de la cubierta, Querelle avanzó hacia sus compañeros. Casi toda la tripulación estaba en tierra. Lo que de ella quedaba, abrumados por el sol, se habían tumbado a la sombra de un toldo. Uno de los muchachos gritó:

—¡Hay que joderse! ¡Hablando de galbana! ¡No tiene fuerzas ni para sujetarlas!

—¿Y qué quieres? ¿Parecía que iba de boda?

Querelle se sacaba con dificultad las ramas, que se enganchaban en la camiseta de rayas, en la corbata de raso negro. No dejaba de sonreír.

—¿Dónde las has encontrado?

—En un jardín. Entré por ellas.

Si los asesinatos de Querelle erigían en torno a él un seto encantador, a veces los sentía marchitarse hasta convertirse en un tronco de hierro indiferente. Era una sensación terrible. Abandonado por sus más altas protecciones —cuya realidad se tornaba entonces dudosa, incontrolable o reductible tal vez a aquella indiferencia en forma de tronco metálico—, se quedaba de súbito desnudo y pobre entre los hombres. Efectivamente, se recuperaba. De un taconazo brutal sobre el suelo del «Vengador» se remontaba hasta aquella región edénica, para volver a hallar reagrupado el verdadero sentido de sus asesinados difuntos. Pero con anterioridad, la desesperación de sentirse un ángel caído le llevaba a multiplicar sus crueldades cuando creía estar otorgando caricias. Entre la tripulación se decía entonces que andaba rabioso. Al no tener costumbres de amistad ni de camaradería se equivocaba. De pronto quería bromear para ganarse a sus compañeros, pero lo que hacía era herirlos. Heridos, daban coces, se encabritaban. Querelle se obstinaba de nuevo, se ponía rabioso de verdad. Pero las relaciones de auténtica simpatía las engendra la crueldad, y también el odio. Sentían admiración por la mala leche de Querelle, al que odiaban. Vio al teniente que le estaba mirando. Le sonrió y fue en dirección a él. La lejanía de Francia, con la libre disposición de aquel día de descanso concedida a los hombres, el calor agobiante, el aire de fiesta del navio, relajaban el rigor de las relaciones entre oficiales y marineros. Le dijo:

—¿Quiere una mandarina, mi teniente?

El oficial se acercó sonriendo. Entonces se realizó este doble gesto, iniciado al unísono: mientras Querelle llevaba su mano a uno de los frutos tratando de arrancarlos, el teniente sacaba la suya del bolsillo y se la tendía lentamente al marinero, quien, sonriendo, depositó en ella su regalo. El oficial quedó turbado, antes que nada, por la armonía de estos dos ademanes. Agregó:

—Gracias, marinero.

—No hay de qué, teniente.

Querelle se volvió hacia sus compañeros, desgajó algunas mandarinas y se las arrojó. El teniente se había apartado lentamente y pelaba su fruto con afectada negligencia, diciéndose jubilosamente que sus amores con Querelle serían puros, puesto que su primer gesto de unión acababa de realizarse con arreglo a las leyes de una armonía tan conmovedora que estaba seguramente impulsada por sus dos almas, o mejor todavía, por una única entidad —el amor— que tenía un solo foco, pero dos rayos. Lanzó a derecha e izquierda una mirada inquieta; luego, tras volver por completo la espalda al grupo de marineros, seguro de no ser visto por nadie, se metió la mandarina entera en la boca y la guardó un instante en el hueco de una mejilla.

«Cojones de los buenos mozos, eso es lo que tendrían que jamar los viejos lobos de mar», pensó.

Cautamente, se dio la vuelta. Ante los marineros tumbados, que desde lejos se convertían en una mole de virilidad, Querelle se hallaba de pie, dándole la espalda. El teniente miró en el momento justo para verle doblarse casi sobre sus piernas cubiertas de tela blanca, con las manos sobre los muslos, hacer fuerza (se imaginó la cara congestionada y la sonrisa del marinero a la espera del alivio, con los ojos saltones y la sonrisa petrificada), hacer un poco más de fuerza y soltar en su misma dirección una retahila de pedos sonoros, vivos, nerviosos y secos, como si el famoso pantalón blanco (Querelle lo llamaba su
fendart
)
[12]
se le hubiera rajado de arriba abajo, saludados por los mil hurras y gallardetes jubilosos, por la explosión de carcajadas de sus compañeros. Avergonzado, el teniente volvió precipitadamente la cabeza y se alejó. En Querelle, esa apariencia alegre (decimos apariencia aunque había efectivamente alegría, aunque no fuera más que superficial, más bien una suerte de embriaguez) era causada por la ligereza nacida de la angustia. (Nos negamos a describirlo como un caso patológico. Las reacciones y movimientos citados se observan en todos los hombres.) Querelle llevaba a cabo sus delitos sin buscar cometer un error voluntario, pero apenas salía de un robo, o incluso de un asesinato, se daba cuenta del error —de los errores, a veces— en que había incurrido. La mayoría de las veces eran insignificantes. Un ligero desfase de su acto, una mano mal puesta, un encendedor olvidado entre los dedos del muerto, la sombra que había dibujado su perfil sobre una superficie clara, y que creía haber dejado impresa allí, poca cosa, sin duda, puesto que llegaba incluso a sobrecogerle la angustia de que sus ojos —que vieron su imagen— hiciesen visible la víctima a los demás. Tras cada uno de los crímenes volvía a repasar su desarrollo en su mente. Era entonces cuando captaba el error. Su asombrosa lucidez retrospectiva detectaba el único que hubiera. (Siempre había uno al menos.) Y para no dejarse engullir por la desesperación, sonriendo, Querelle ofrecía un error en homenaje a la estrella bajo cuya protección estaba. Se instalaba en él el equivalente afectivo de este pensamiento: «Ya veremos. Lo he hecho
justamente
adrede. Adrede. Tiene más gracia».

Pero en vez de dejarse abatir por el miedo, éste le excitaba, pues se hallaba animado por una profunda, violenta y, para decirlo de una vez, orgánica esperanza en su estrella. Sonreía para fascinarla. Estaba seguro de que una divinidad que amparaba a un asesino tenía que ser alegre; no aflorando la tristeza que puede descubrirse, y que él mismo descubre, en su sonrisa, sino en los instantes en que sentía la absoluta soledad impuesta por un destino tan particular. Decimos bien «una absoluta soledad», es decir, una soledad que se impone como soledad por aquello de lo que es fuente, punto de partida de un universo calcado de otro sometido. Una soledad fuente de leyes singulares, sensible sobre todo a la mañana, al despertar cuando, para aumentar esta semejanza, con el cuerpo curvado por la hamaca y embriagado por el sueño, el calor y el ardor de la noche, los marineros se vuelven a medias como las carpas sobre el fango, dejando caer el busto o las piernas como las carpas golpean el suelo o el agua con la cola, y como ellas, bostezando con una boca redonda que sólo pide una polla amiga para empotrarse sobre ella y rodearla y llenarla tan exacta y profundamente como lo haría una corriente de viento. Debía sonreírle a su estrella. Que jamás pareciese que dudaba de ella. Al sonreírle la veía con claridad.

«¿Qué haría yo sin ella?»

Lo que venía a significar: «¿Qué sería yo si no la tuviera?» «No se puede ser
sólo un marinero
; eso, esa función, es la que uno cree que tiene, pero es preciso ser lo que no se ve si uno quiere ser alguien». La sonrisa dirigida a la estrella repercutía a través de todo su cuerpo y extendía sobre él sus rayos tejidos como una telaraña, y hacía surgir en Querelle una constelación. Con el mismo agradecimiento pensaba Gilbert Turko en sus almorranas. Cuando Querelle salió de uno de los jardines de Alejandría, era ya demasiado tarde para arrojar en la calle las ramas cogidas mientras aguardaba con nerviosismo detrás de un macizo de flores el momento favorable para saltar el muro. ¿Dónde arrojarlas? Cualquier mendigo acurrucado en el polvo, cualquier chiquillo árabe habría reparado en un marinero francés que se desembarazaba de unas ramas cargadas de mandarinas. Lo mejor era esconderlas entre las propias ropas. Querelle quería evitar un ademán insólito con el que se hubiera hecho notar, y es así como se mostró en un gesto ininterrumpido desde el jardín al navio, contentándose, no obstante, con deslizar las ramas en el escote de su chaqueta, dejando sobresalir las hojas y algunos frutos con el fin de hacer, en honor a su estrella, un sagrario vivo de su pecho. Pero una vez a bordo, sintió el peligro que aún corría, que correría durante largo tiempo aun cuando no tuviera la sensación de que el resplandor del crimen persistía: dirigió entonces, con un pie en la escala del portalón y el otro al aire, una sonrisa embrujadora a su noche secreta. En el bolsillo del pantalón guardaba el collar de monedas de oro y las dos manos de Fatma robadas en la quinta donde había cogido las mandarinas. El oro le daba peso, seguridad terrena. Tras haber distribuido entre los marineros abrumados por el calor y el aburrimiento las hojas y los frutos, súbitamente comenzó a saborear tal sensación de trasparencia en estado puro que tuvo que observarse constantemente, desde la cubierta al puesto de adelante, para no sacar de su bolsillo delante de todos las joyas robadas. La misma alegría, confundiendo su esperanza única en su estrella y su certeza de estar perdido, le excitó (la palabra alegría evoca la de alivio), le alivió durante su caminar por el sendero de las murallas, cuando, brillando de súbito en su espíritu con una lancinante tenacidad, se le apareció el hecho siguiente: los policías habían descubierto un encendedor junto al marinero asesinado y este encendedor, decían los periódicos, pertenecía a Gilbert Turko. Este descubrimiento de un detalle peligroso lo exaltó como si lo hubiera puesto en relación con el mundo entero. Era el punto de contacto que le permitía rehacer su acto al revés —es decir, deshacerlo— desglosándolo a partir de ese detalle en gestos susurrantes y luminosos que podían señalarlo como si aquel acto destripado cual juguete se dirigiera a Dios o a algún otro testigo y juez. Querelle reconocía la culpa terrible, mortal. En aquel acto distinguía la presencia del Infierno y, sin embargo, para combatirlo, apuntaba ya un alba, tan pura como el pedazo de cielo, adornado con una virgen azul e ingenua, que aparece por entre una desgarradura de la bruma en el ángulo que forman los barcos exvotos de la iglesia de La Rochelle. Querelle sabía que sería salvado. Lentamente se iba reconcentrando en sí mismo. Se adentraba muy lejos, hasta perderse, en aquellas regiones secretas con el fin de encontrarse con su hermano. No queremos, evidentemente, hablar de ternura ni amor fraternal, sino más bien de lo que se suele llamar un sentimiento, de un presentimiento (en el sentido habitual del prefijo «pre»). Querelle presentía a su hermano. Claro que acababa de enfrentarse con él en combate que hubiera podido ser mortal, pero el odio aparente que le testimoniaba no le impedía encontrar presente a Robert en el fondo más recóndito de sí mismo. La sospecha de Madame Lysiane se tornaba realidad: la belleza de ambos gruñía, enseñaba los dientes, el odio contorsionaba sus rostros, se entrelazaban sus cuerpos para una lucha a muerte. Y ninguna amante de alguno de ellos que hubiera presenciado el combate habría podido sobrevivir al mismo. Ya en la época de su juventud, cuando se peleaban, nadie podía evitar pensar que tras sus rostros torturados, en una región más lejana, no se desposasen sus semejanzas. Era al abrigo de aquella apariencia como Querelle podía volver a hallar a su hermano.

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