Querelle de Brest (7 page)

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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

BOOK: Querelle de Brest
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«Un tipo raro», pensó alzando las cejas.

Inmóvil, con las piernas separadas, divagó. Su mirada baja perforaba la médula grisalla de la bruma para captar a sus pies las piedras viscosas y negras del muelle. Poco a poco, sin orden, consideró las diversas particularidades de Mario. Las manos. La curva —se había fijado en ella durante largo tiempo— que va del extremo del pulgar al del índice. El espesor de las arrugas. La anchura de los hombros. Su indiferencia. Los cabellos rubios. Los ojos azules. El bigote de Norbert. Su cabeza redonda y brillante. Y de nuevo Mario, uno de cuyos pulgares ostenta una uña completamente negra, de un negro muy intenso, como esmaltado. No existen flores negras, pero esta uña negra, en el extremo de su pulgar aplastado, hace pensar en una flor.

—¿Qué está haciendo aquí?

Rápidamente Querelle saludó a la forma difusa que se erguía ante él. Saludó sobre todo a la voz severa que horadaba la niebla con la certidumbre de venir de un lugar luminoso y cálido, verdadero, nimbado de oro.

—Estoy de servicio en la Prefectura marítima, mi teniente.

El oficial se acercó.

—¿Está usted en tierra?

Querelle se mantuvo en posición de firme, pero se esforzó para ocultar bajo la manga la muñeca en la que tenía puesto el reloj de oro.

—Volverá en la lancha siguiente. Necesito que vaya a Intendencia a llevar una orden.

El teniente Seblon garabateó unas palabras en un sobre que tendió al marino. Añadió todavía, con voz excesivamente seca, algunas instrucciones triviales. Querelle le escuchaba. Su sonrisa, por momentos, levantaba su labio, trémulo todavía. Estaba a un tiempo preocupado por el retorno demasiado rápido del oficial y contento de ese retorno, contento sobre todo por haber encontrado allí, apenas liberado de su pánico, al teniente de navio del que era asistente.

—Vaya.

Fue la única palabra que la voz del teniente Seblon pronunció con pesar, sin la sequedad, y ni siquiera el vigor sereno, que una boca firme debería lógicamente infundirle. Querelle sonrió levemente. Hizo el saludo y se dirigió hacia el puesto de aduana; luego volvió a subir la escalera que lleva a la carretera. La intervención del teniente, antes de reconocerlo, le había herido profundamente, al desgarrar la envoltura opaca con la que se creía encubierto. Le había traspasado seguidamente aquel capullo de ensueños que tejió en pocos minutos y del que extraía el siguiente hilo: su aventura visible, desarrollada en el mundo de los hombres y las cosas, así como aquel drama que presentía, como el tuberculoso siente que asciende a su boca un sabor a sangre mezclada con saliva. Sin embargo, Querelle no tardó en recobrarse. Necesitaba hacerlo, en primer lugar, para salvaguardar la integridad de aquel dominio sobre el que ni los oficiales de más alta graduación deben tener ningún derecho de inspección. Apenas respondía Querelle a la más remota familiaridad. El teniente Seblon nunca hizo lo más mínimo —porque lo considerara oportuno o aunque pensase lo contrario— para establecer ningún tipo de familiaridad entre él y su ordenanza; ahora bien, eran precisamente las excesivas defensas con las que se acorazaba el oficial las que, al hacerle sonreír, permitían que Querelle se abriera a la intimidad. Como contrapartida, aquella intimidad arisca le desazonaba. Hacía un momento había sonreído porque la voz de su teniente le relajaba un poco. En fin, la presencia del peligro hacía que el antiguo Querelle aflorara a los labios. Si había robado un reloj de oro de un cajón del camarote, era porque creía al teniente con permiso indefinido.

«Cuando vuelva del permiso se le habrá olvidado. Creerá que lo ha perdido», había pensado.

Mientras subía las escaleras, la mano de Querelle fue deslizándose por la barandilla de hierro. Volvió a su mente, de súbito, la imagen de los dos tipos del burdel: Mario y Norbert. ¡Un chivato y un poli! Si no lo denunciaban inmediatamente, sería peor todavía. Quizá la policía les obligaba a jugar un doble juego. La imagen de los dos tipos se fue inflando. Adquiriendo dimensiones monstruosas, amenazó con tragarse a Querelle. ¿Y la aduana? Imposible pegársela a la aduana. La misma náusea de hace un momento revolvió sus visceras. Llegó a su punto culminante en un hipo que no alcanzó a consumarse. En cuanto hubo comprendido, su cuerpo se serenó. Estaba salvado. Poco le faltó para sentarse allí, en el último escalón, al borde de la carretera, y echarse a dormir para descansar de un hallazgo tan magnífico. Desde ese mismo instante se obligó a pensar en términos precisos:

«Ya está. Lo encontré. Lo que me falta es un tipo (la elección de Vic era un hecho), un tipo que tire la cuerda desde lo alto del muro. Bajo de la lancha y me quedo en el muelle de embarque. La niebla es lo bastante espesa. En vez de salir en seguida y pasar la aduana, voy hasta el pie del muro. Arriba, en la carretera, está el tipo que deja colgando la cuerda. Me hacen falta diez o doce metros. De beta. Ato el paquete. La niebla me oculta. El compañero tira y yo paso de vacío delante de la bofia.»

La paz se había hecho en él. Sentía la misma emoción que de niño al pie de una de las dos torres imponentes que cierran el puerto de La Rochelle. Se trata de un sentimiento a la vez de poder e impotencia. Ante todo, de orgullo, al saber que una torre tan alta es el símbolo de su virilidad, hasta tal punto que, al pie de la muralla, cuando separaba las piernas para mear, parecía ser su propio miembro viril. A veces bromeaba de este modo con sus amigos cuando por la tarde, al salir del cine, orinaban contra ella:

—«¡Es lo que le haría falta a Georgette!»

—«¡Con una así en mi calzoncillo, todas las hembras de La Rochelle serían mías!»

—«¡Menudo salchichón! ¡Un salchichón rochelero!»

Pero cuando se encontraba solo, por la noche o durante el día, al abrir o al abrocharse la bragueta, sus dedos estaban seguros de aprisionar el preciado tesoro —el alma verdadera— de aquel miembro gigante; o también de que su propia virilidad dimanaba del sexo de piedra, mientras que a la par experimentaba un sentimiento de humildad tranquila ante la serena e incomparable potencia de un macho desconocido. Querelle comprendió que podía llevar al extraño ogro, hecho de dos cuerpos magníficos, su alijo de opio.

«Pero me hace falta un gachó. Con un gacho podré salir adelante.»

Querelle tenía la vaga sospecha de que todo el éxito de la aventura dependía de un marinero, y confusamente presentía también, por la paz que le procuraba la idea, aún lejana, dulce y tan poco perceptible como una aurora, que metería a Vic en la combina y que por medio de él podría llegar hasta Mario y Norbert.

El patrón parecía sincero. El otro era demasiado guapo para ser un poli. Tenía anillos demasiado bellos.

«¿Y yo? ¿Y mis joyas? ¡Si el tío las viera!»

Querelle pensó primero en las joyas ocultas en la cámara del aviso, luego en los cojones, pesados y macizos, a los que acariciaba todas las noches, conservándolos en las manos durante el sueño. Pensó en el reloj robado. Sonrió: ése era el antiguo Querelle, aflorando, abriéndose, mostrando el envés delicado de los pétalos.

Los obreros fueron a sentarse alrededor de una mesa blanca situada en medio del barracón, entre las dos hileras de camas y sobre la que humeaban diez tazones de sopa. Gil retiró lentamente su mano de la piel de la gata, acurrucada en sus rodillas, y luego, lentamente, volvió a ponerla allí. Algo de su vergüenza fluía hacia el animal, que la acumulaba en su interior. Aliviaba de este modo a Gil como una sanguijuela alivia una llaga. Gil no había querido pelearse cuando, al volver a casa, Théo se había burlado de él. Lo había manifestado en aquel tono de voz, súbitamente humilde, al responder: «Hay palabras que no deberían pronunciarse». Siendo sus respuestas de ordinario secas y breves, casi crueles, Gil había sentido tanto más su vergüenza al escuchar su voz humillarse, arrastrarse como una sombra a los pies de Théo. En su fuero interno, para consolar su amor propio, se decía que uno no se pelea con un gilipollas; pero la dulzura espontánea de su voz le recordaba con demasiada claridad que había capitulado. ¿Y los compañeros? ¿Qué importan? Que les den por culo a los compañeros. Está claro que Théo es un marica. Es un tiarrón, con nervio más que nada, pero sigue siendo un marica. En cuanto llegó Gil al astillero, el albañil le cubrió de deferencias, de amabilidades, algunas de las cuales fueron auténticas obras maestras de delicadeza. Le invitaba también a chatos de blanco barato en las tabernas de Recouvrance. Pero en la mano de acero que le daba una palmada, la espalda de Gil reconocía —y se sobresaltaba al sentirla— la presencia de una mano más dulce. Una deseaba doblegarlo para que la otra pudiera acariciarlo.

Ahora bien, desde hacía unos días Théo le buscaba las cosquillas al chico. Bramaba por no haber podido hacerse con su juventud. En el tajo, Gil le miraba a veces: era raro que en tales momentos Théo no tuviera los ojos puestos en él. Théo era un obrero meticuloso al que todos los compañeros ponían como ejemplo. Antes de depositarla en su lecho de cemento, sus manos acariciaban la piedra, le daban la vuelta, elegían la cara más bella y siempre concordaba en cada una de las piedras la cara que se ensarta en el mortero con el lado más noble destinado a la fachada. Gil alzó la mano, abandonando la piel. Delicadamente, depositó la gata junto a la estufa, sobre la alfombra de virutas. De ese modo tal vez hiciera creer a sus compañeros que era de naturaleza muy delicada. Deseó incluso llevar tal delicadeza hasta la provocación. Era preciso, en su propio beneficio, que pareciese alejarse por lo excesivo de su gesto del rasgo que le había valido una tal afrenta. Se acercó a la mesa y se sentó en su sitio. Théo no le miró. Gil vio su pelambrera tupida, su amplia nuca encorvada sobre el tazón de porcelana blanca. Hablaba alto, riendo con un compañero. Se oía sobre todo el ruido de las bocas al sorber las cucharadas de sopa caliente y espesa. Acabada la cena, Gil se levantó el primero, se quitó el jersey y se apresuró a fregar la loza. Durante algunos minutos, con la camisa entreabierta sobre el cuello, las mangas remangadas por encima del codo, el rostro enrojecido y mojado por el vaho, los brazos desnudos metidos en el agua grasienta, fue una joven fregona de restaurante. Presentía que de pronto había dejado de ser un obrero cualquiera. Durante algunos minutos se vio a sí mismo convertido en un ser extraño, ambiguo: un muchacho joven que era la sirvienta de los demás albañiles. Para que no se acercaran a embromarle, a pellizcarle las nalgas riendo a carcajadas, buscó ademanes bruscos. Cuando las sacó del agua grasienta, ahora repugnantemente tibia, sus manos habían perdido su suavidad, al mismo tiempo que las grietas producidas por el cemento y la escayola. Sintió una vaga añoranza de sus manos de trabajador, de su escarcha blanca sobre los surcos helados, de las uñas encostradas de cemento y escayola. Gil había almacenado demasiada vergüenza desde hacía algunos días como para atreverse, en aquel momento, a pensar en Paulette. Ni siquiera en Roger. No podía pensar en ellos con ternura, por una especie de hedor nauseabundo que amenazaba mezclarse, para corromperlos y descomponerlos, con todos sus pensamientos. Sin embargo, consiguió evocar a Roger con odio. En una atmósfera así el odio se tornaba más nocivo, se incubaba con tanta abundancia que ahuyentaba la vergüenza, la comprimía, la forzaba a refugiarse en el rincón más recóndito de la conciencia, donde permanecía, sin embargo, en vela, recordando su presencia con la pesada insistencia de su absceso. Gil odiaba a Roger por ser el causante de sus humillaciones. Odiaba el encanto que le había permitido a Théo ejercitar su perversa tiranía. Le odiaba por haber venido ayer al tajo. Si le había sonreído durante toda una velada mientras cantaba sobre una mesa, era porque sólo Roger sabía que la última canción era la que a Paulette le gustaba tatarear, y porque Gil se dirigía a su hermana por mediación de un cómplice:

Es un jovial bandido

que de nada se espanta

Algunos albañiles jugaban a las cartas sobre la mesa, ya sin tazones ni platos de loza blanca. La estufa estaba cargada hasta los topes. Gil se disponía a salir a mear, pero al volver la cabeza vio a Théo atravesando el cuarto, abriendo la puerta, dirigiéndose claramente al mismo sitio. Gil permaneció en su lugar. Théo cerró la puerta al salir. Se internaba en la noche y la bruma, vestido con una camisa caqui y un pantalón azul remendado con trozos de Mía de diferentes colores desteñidos, suaves a la vista: Gil llevaba un pantalón semejante que le gustaba. Se desnudó. Se quitó la camisa, quedándose solamente con la camiseta, de la que salían, por una amplia sisa, los brazos musculosos. Al caérsele el pantalón a los talones pudo contemplarse los muslos: eran gruesos y sólidos, desarrollados por el fútbol y la bicicleta, lisos como el mármol y duros como él. Mentalmente recorrió con la mirada desde sus muslos a su vientre, su espalda musculosa, sus brazos. Sintió vergüenza de su fuerza. Si hubiera aceptado la pelea, «a lo legal», claro (es decir, sin puñetazos, sólo cuerpo a cuerpo), o a la
bigorheur
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(con puntapiés y puños), es casi seguro que le hubiera podido a Théo, pero éste tenía fama de violento. De rabia hubiera sido capaz de levantarse por la noche para venir sigilosamente a cortarle el cuello a su vencedor. Gracias a esa fama vivía tranquilo en medio de sus insultos. Gil se negaba a correr el riesgo de ser degollado. Se terminó de quitar el pantalón. Permaneció un instante de pie, en slip rojo y camiseta blanca, ante su cama; suavemente se rascó los muslos. Esperaba que sus compañeros le vieran los músculos y creyeran que si no había querido pelearse era por pura generosidad, para no tumbar con demasiada facilidad a un viejo. Se acostó. Con la mejilla contra la almohada, se puso a pensar en Théo con un asco tanto más intenso cuanto que se daba cuenta de que en su juventud Théo había debido de ser muy hermoso. Su madurez seguía siendo vigorosa. «Los albañiles somos cachondos», decía a veces (quería decir: somos ligones). Su rostro, de facciones duras, viriles, puras todavía, se hallaba delicadamente cincelado por una infinidad de minúsculas arrugas. Sus ojos negros, pequeños y brillantes, eran maliciosos; pero algunos días Gil los había sorprendido fijos en él e inundados por una dulzura extraordinaria, y ello hacia el atardecer, cuando la cuadrilla abandonaba el tajo. Théo se limpiaba las manos con un poco de arena fina, a continuación enderezaba el espinazo para observar el trabajo en curso, la pared que iba subiendo, las trullas abandonadas, los tablones, las carretillas, los cubos. Sobre todo ello —y sobre los obreros— se iba depositando lentamente un impalpable polvo gris que convertía el tajo en un único objeto, acabado, conseguido finalmente gracias a toda la agitación de la jornada. La paz del atardecer se debía al remate de un tajo abandonado y recubierto de polvo gris. Torpes después de la jornada, inútiles, silenciosos, con pasos lentos, casi solemnes, abandonaban la obra. Ninguno sobrepasaba la cuarentena. Cansados, con el morral al hombro izquierdo, la mano derecha en el bolsillo, dejaban el día por la noche. Sus cinturones apenas les sujetaban unos pantalones hechos para tirantes. Cada diez metros tenían que levantárselos, volviendo a colocarse la parte de delante debajo del cinturón, dejando entreabierta la espalda, siempre con esa pequeña muesca triangular y los dos botones destinados a los tirantes. Envueltos en una calma espesa, regresaban a los barracones. Hasta el sábado ninguno de ellos acudiría a las casas de putas o a la taberna, pero en su cama, apaciblemente, dejaban reposar su virilidad, acumulando bajo las sabanas las negras fuerzas y el blanco licor. Dormirían de lado, sin sueños, con el brazo desnudo de mano empolvada que sobresalía fuera de la cama, mostrando las venas azules que sangran al menor rasguño. En cuanto a Théo, solía entretenerse con Gil. Todas las tardes le ofrecía un cigarrillo antes de ponerse en camino tras de los demás, y a veces —y era otra su mirada— le daba una sonora palmada en el hombro.

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