Es cierto que la definición sucinta que acabo de dar del neorrealismo puede parecer superficialmente desmentida por la obra de un Lattuada de visión calculadora, sutilmente arquitectónica; por la exuberancia barroca, la elocuencia romántica de un De Santis; por el refinado sentido teatral de un Visconti, que compone la realidad más vulgar con una puesta en escena de ópera o de tragedia clásica. Estos epítetos son sumarios y contestables, pero representan a otros epítetos posibles que confirmarían de todas formas la existencia de diferencias formales, de oposiciones de estilo. Estos tres directores son tan diferentes entre sí como lo son con De Sica. Y, sin embargo, su parentesco común es evidente si se mira un poco desde lo alto y sobre todo si, abandonando las comparaciones entre estos cineastas^, se les refiere al cine americano, francés o soviético.
Lo que sucede es que el neorrealismo no existe determinísticamente en estado puro, y se puede concebir su combinación con otras tendencias estéticas. Pero los biólogos distinguen, entre los caracteres hereditarios aportados por padres distintos, ciertos factores llamados dominantes. Lo mismo pasa con el neorrealismo. La teatralidad exacerbada de un Malaparte en
Cristo proibito
puede deber mucho al expresionismo alemán, pero no por eso el film es menos neorrealista, radicalmente diferente, por ejemplo, de lo que fue el expresionismo realista de un Fritz Lang.
Aparentemente me he alejado bastante de De Sica. Era sólo para poderle situar mejor en la producción italiana contemporánea. Es, en efecto, posible que la dificultad para aprehender críticamente al autor de
Milagro en Milán
sea justamente el índice más significativo de su estilo. La imposibilidad en que nos encontramos de analizar sus características formales se debe a que representa la expresión más pura del neorrealismo, a que
Ladrón de bicicletas
es como el punto cero de referencia, el centro ideal alrededor del que gravitan sobre su órbita particular las obras de otros grandes directores. Sería esta pureza misma la que le haría indefinible, ya que tiene por propósito paradójico el hacer no un espectáculo que parezca real, sino, inversamente, convertir la realidad en espectáculo: un hombre anda por la calle y los espectadores se asombran de la belleza de un hombre que anda. Hasta una más amplia información, hasta que se realice el sueño de Zavattini de filmar sin montaje noventa minutos de la vida de un hombre,
Ladrón de bicicletas
es sin duda la expresión extrema del neorrealismo
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.
Pero aunque esta puesta en escena tenga precisamente por objeto el negarse a sí misma, el ser perfectamente transparente a la realidad que manifiesta, sería completamente ingenuo concluir su inexistencia. Resulta inútil decir que pocos films han sido más minuciosamente preparados, más meditados, más cuidadosamente elaborados; pero todo el trabajo de De Sica tiende a crear la ilusión del azar, a hacer que la necesidad dramática tenga las apariencias de lo contingente. Ha llegado incluso a hacer de la contingencia la materia del drama. No hay nada en
Ladrón de bicicletas
que no pudiera haber pasado de otra manera: el obrero podría encontrar su bicicleta a mitad del film, de forma casual; se volvería a iluminar la sala y De Sica vendría a excusarse por habernos molestado, aunque después de todo, pensando en el obrero nos sentiríamos satisfechos. Y es que la maravillosa paradoja estética de este film es que tiene el rigor de la tragedia y, sin embargo, todo sucede por azar. Pero es justamente a partir de la síntesis dialéctica entre valores contrarios en el orden artístico y a partir del desorden amorfo de la realidad cómo el film consigue su originalidad. No hay una imagen que no esté cargada de sentido, que no hunda en el espíritu la aguda punta de una verdad moral inolvidable, pero ninguna tampoco que traicione por ello la ambigüedad ontológica de la realidad. Ni un gesto, ni un incidente, ni un objeto están determinados
a priori
por la ideología del director. Si se ordenan con claridad irrefutable sobre el espectro de la tragedia social, lo hacen como las limaduras sobre el espectro del imán: separadamente. De esta manera el resultado de este arte en el que nada es necesario no ha perdido el carácter fortuito del azar, y a eso debe precisamente el ser a la vez convincente y demostrativo. Porque, a fin de cuentas, no es extraño que el novelista, el dramaturgo o el cineasta nos hagan tropezar con tal o cual idea: es que las han puesto previamente, es que han impregnado con ellas su materia. Poned sal en el agua, haced evaporar el agua al fuego y volveréis a encontrar la sal. Pero si el agua se recoge directamente en la fuente, entonces es que pertenece a la naturaleza de ese agua el ser salada. Bruno, el obrero, puede encontrar su bicicleta como puede tocarle la lotería (incluso a los pobres les toca la lotería), pero ese poder virtual no hace más que subrayar mejor la atroz impotencia de un hombre pobre. En el caso de que encontrara la bicicleta, lo desmesurado de su suerte condenaría todavía más definitivamente a la sociedad, puesto que convertiría la simple vuelta a un orden humano, a la felicidad más natural, en un milagro sin precio, en un favor exorbitante, cuando en realidad sólo significa la posibilidad de no ser todavía más pobre.
Se ve bien hasta qué punto este neorrealismo está lejos de la concepción formal que consiste en vestir una historia con la realidad. En cuanto a la técnica propiamente dicha,
Ladrón de bicicletas
ha sido, como otros muchos films, rodado en la calle con actores no profesionales, pero su verdadero mérito es muy distinto, es el de no traicionar la esencia de las cosas, de dejarlas, en primer lugar, existir libremente por sí mismas, de amarlas en su singularidad particular. Mi hermana la realidad, dice De Sica, y la realidad forma un círculo alrededor de él como los pájaros alrededor del
Poverello
. Otros la meten en una jaula y la enseñan a hablar, pero De Sica conversa con ella, y es el verdadero lenguaje de la realidad el que oímos, la palabra irrefutable que sólo el amor podía expresar.
Para definir a De Sica hay que remontarse, por tanto, a la fuente misma de su arte, que es la ternura y el amor. Lo que tienen en común
Milagro en Milán
y
Ladrón de bicicletas
, a pesar de las divergencias más aparentes que reales (y que sería muy fácil enumerar), es el afecto sin límites del autor por sus personajes. Resulta significativo que en
Milagro en Milán
ninguno de los malos, ni siquiera los orgullosos y los traidores, sea antipático. El Judas de los solares que vende las chabolas de sus compañeros al vulgar Mobbi no suscita apenas la cólera del espectador. Más bien nos divierte con sus oropeles de «villano» de melodrama, que lleva con muy poca gracia: es un «buen» traidor. Incluso los nuevos pobres que conservan en su decadencia la soberbia de los barrios altos no son más que una variedad peculiar de esta fauna humana, y no están excluidos de la comunidad de los vagabundos, aunque hagan pagar una lira por la puesta del sol. Y hay que amar realmente las puestas de sol para tener la idea de hacer pagar ese espectáculo y para aceptar un timo semejante. Cabe hacer notar que en
Ladrón de bicicletas
ninguno de los personajes principales es antipático. Ni siquiera el ladrón. Cuando Bruno consigue ponerle la mano encima, el público estaría moralmente dispuesto a lincharle. Pero el hallazgo genial de esta escena consiste justamente en hacernos tragar ese odio recién nacido, y renunciar a juzgar como Bruno renuncia a hacer la denuncia.
Los únicos personajes antipáticos de
Milagro en Milán
son Mobbi y sus acólitos, pero en el fondo no son seres reales; no son más que símbolos convencionales. Cuando De Sica nos los muestra un poco más de cerca, falta muy poco para que sintamos nacer hacia ellos una curiosidad enternecida. «Pobres ricos, estamos a punto de decir, cuánta decepción les espera». Hay muchas maneras de amar, la Inquisición comprendida. Las éticas y las políticas del amor se ven amenazadas por las peores herejías. Desde este punto de vista, el odio es con frecuencia más tierno. Pero el afecto que De Sica pone en sus criaturas no les hace correr ningún riesgo, no tiene nada de amenazador o de abusivo, es una gentileza cortés y discreta, una generosidad liberal, que no exige nada a cambio. La piedad no se mezcla jamás, ni siquiera para el más pobre o el más miserable, porque la piedad hace violencia a la dignidad de su objeto, queda impresa sobre su conciencia.
La ternura de De Sica es de una calidad muy particular que por eso mismo se presta muy difícilmente a toda generalización moral, religiosa o política. Las ambigüedades de
Milagro en Milán
y de
Ladrón de bicicletas
han sido ampliamente utilizadas por los demócratas cristianos y los comunistas. Tanto mejor: lo propio de las parábolas verdaderas es dar su parte a cada uno. No me parece que De Sica y Zavattini intenten convencer a nadie. No me atrevería a afirmar que la gentileza de De Sica tiene más valor «en sí» que la tercera virtud teologal o la conciencia de clase, pero encuentro en la modestia de su posición una indudable ventaja artística. Garantiza la autenticidad y al mismo tiempo le asegura la universalidad. Esa inclinación al amor es menos una cuestión moral que un problema de temperamento personal y étnico. Una feliz disposición natural desarrollada en un cierto clima napolitano: en eso estriba toda su autenticidad. Pero esas raíces psicológicas arraigan en tierras más profundas que esas capas de nuestra conciencia cultivada por ideologías partidistas. Paradójicamente, y en razón de su cualidad singular, de su sabor inimitable, ya que no han sido catalogadas en los herbarios de los moralistas y de los políticos, escapan a su censura, y la gentileza napolitana de De Sica se convierte, gracias al cine, en el más vasto mensaje de amor que nuestro tiempo haya tenido la suerte de escuchar después del de Chaplin. Si se duda de su importancia, bastaría subrayar la prisa con la que la crítica partidista buscaba anexionárselo: ¿dónde está, en efecto, el partido que podría dejar el amor a otro? Nuestra época no tolera ya el amor libre. Pero puesto que cada uno puede reivindicar con igual verosimilitud su propiedad, quiere decir que todo eso es amor auténtico, amor ingenuo que franquea los muros de las ciudadelas ideológicas y sociales.
Demos gracias a Zavattini y a De Sica por la ambigüedad de su posición y librémonos de ver en ello una habilidad intelectual propia del país de don Camilo: la preocupación completamente negativa de hacer concesiones a cada uno para obtener todos los visados de la censura. Se trata, por el contrario, de una voluntad positiva de poesía, la estratagema de un enamorado que se expresa a través de las metáforas de su tiempo, pero preocupándose de escogerlas para abrir todos los corazones. Si se han hecho tantas tentativas de exégesis política de
Milagro en Milán
es porque las alegorías sociales de Zavattini no son la última instancia de su simbolismo y porque los símbolos no son en sí mismos más que la alegoría del amor. Los psicoanalistas nos enseñan que nuestros sueños son todo lo contrarío de una libre manifestación de imágenes. Si expresan algún deseo fundamental es porque franquean necesariamente el dominio del «super-ego», enmascarándose en un doble simbolismo general e individual. Pero esta censura no es negativa. Sin ella, sin la resistencia que opone a la imaginación el sueño no existiría. No queda más remedio que considerar
Milagro en Milán
como la traducción, sobre un plano de onirismo cinematográfico y a través del simbolismo social de la Italia contemporánea, del buen corazón de Vittorio De Sica. Así se explicaría lo que hay de aparente inconsistencia y de inorgánico en este film extraño, donde resultaría si no difícil comprender las faltas de continuidad dramática y la indiferencia ante toda lógica narrativa.
Observemos de paso lo que el cine debe al amor de las criaturas. No se podría comprender enteramente el arte de un Flaherty, de un Renoir, de un Vigo, y sobre todo, de un Chaplin, si no se busca antes qué variedad particular de ternura, qué clase de afecto sensual o sentimental se refleja en sus films. Creo que más que cualquier otro arte, el cine es el arte propio del amor. El novelista mismo, en las relaciones con sus personajes, tiene más necesidad de inteligencia que de amor; su manera de amar es sobre todo comprender. El arte de un Chaplin, llevado a la literatura, no podría evitar un cierto sentimentalismo; eso es lo que ha permitido a un André Suarés, hombre de letras por excelencia evidentemente impermeable a la poesía cinematográfica, hablar del «corazón innoble» de Charlot; pero ese corazón alcanza en el cine la nobleza del mito. Cada arte y cada fase de evolución en cada uno de ellos tiene su específica escala de valores. La sensualidad tierna y divertida de Renoir, la otra más cortante de Vigo, encuentran en la pantalla un tono y un acento que ningún otro medio de expresión podría darles. Existe entre tales sentimientos y el cine una afinidad misteriosa que es negada a veces a los más grandes. Hoy, nadie puede reclamar la herencia de Chaplin mejor que De Sica. Hemos señalado ya cómo, en cuanto actor, hay en él una cualidad de presencia, una luz que metamorfosea insidiosamente el guión y los otros intérpretes, hasta el punto de que no se puede pretender actuar junto a De Sica como si fuera otro cualquiera. No hemos conocido en Francia al brillante intérprete de los films de Camerini. Ha hecho falta que se hiciera célebre como director para que su nombre sea advertido por el público. Ya no tenía la apariencia física de un joven galán, pero su gracia existía aún, todavía más sensible por cuanto menos explicable. Aun como simple actor en los films de otros cineastas, De Sica es ya director porque su presencia modifica el film, influencia su estilo. Un Chaplin concentra sobre sí mismo, en sí mismo, la irradiación de su ternura, y eso hace que la crueldad no esté siempre excluida de su universo; bien al contrario, tiene con el amor una relación necesaria y dialéctica, como puede advertirse en
Monsieur Verdoux
. Charlot es la bondad misma proyectada sobre el mundo. Está dispuesto a amarlo todo, pero el mundo no siempre le responde. Por el contrario, parece que De Sica, director, difunde en sus intérpretes el amor potencial que posee como actor. También Chaplin escoge sus intérpretes con cuidado, pero es sabido que lo hace siempre con relación a sí mismo, y para dar a su personaje una luz mejor. La humanidad de Chaplin la reencontramos en De Sica, pero universalmente repartida. De Sica tiene el don de comunicar una intensidad de presencia humana, una gracia desconcertante del rostro y del gesto que, en su singularidad, testimonian irresistiblemente en favor del hombre. Ricci
(Ladrón de bicicletas)
, Totó
(Milagro en Milán)
y Umberto D, por muy alejados que estén físicamente de Chaplin y De Sica, nos hacen sin embargo pensar en ellos.