¿Qué es el cine? (43 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Un realismo de las apariencias

En primer lugar, resulta absurdo y ridículo pretender excluirlo del neorrealismo. Sólo se puede efectivamente pronunciar esta condenación en nombre de criterios puramente ideológicos. Es cierto que aunque el realismo de Fellini es social en su punto de partida, no lo es por su objeto, ya que resulta siempre tan individual como el de un Chejov o un Dostoievski. El realismo, hay que afirmarlo todavía una vez, no se define por los fines sino por los medios, y en el caso particular del neorrealismo, por una cierta relación de los medios al fin. Lo que De Sica tiene de común con Rosellini y Fellini no es la significación profunda de sus films —incluso cuando esa significación llega más o menos a coincidir—, sino la primacía que dan, tanto los unos como los otros, a la representación de la realidad sobre las estructuras dramáticas. Más concretamente: el cine italiano ha sustituido un «realismo» que procedía del naturalismo novelístico por su contenido, y del teatro, por sus estructuras, por otro realismo que podríamos calificar escuetamente de «fenomenológico», donde la realidad no se ve corregida en función de la psicología y de las exigencias del drama. La relación entre el sentido del relato y las apariencias se hace en cierta manera inversa; estas últimas se nos proponen como un descubrimiento singular, como una revelación casi documental que conserva todo su peso de pintoresquismo y todos sus detalles. El arte del director consiste entonces en su capacidad para hacer surgir el sentido, el valor profundo de ese acontecimiento (al menos el que él quiere darle) sin hacer por ello desaparecer sus ambigüedades. El neorrealismo así definido no es en absoluto propiedad de una determinada ideología, ni incluso de un determinado ideal, como tampoco excluye ningún otro; de la misma manera que la realidad no pertenece a nadie en exclusiva.

Por mi parte no estoy muy lejos de pensar que Fellini es el realizador que va más allá en la estética neorrealista; tan lejos que la atraviesa incluso y vuelve a encontrarla del otro lado.

Consideremos, en primer lugar, hasta qué punto la puesta en escena felliniana se ha desembarazado de toda secuela psicológica. Sus personajes no se definen jamás por su «carácter», sino exclusivamente por sus apariencias. Evito de manera voluntaria un término que se ha quedado demasiado estrecho: el de «comportamiento», porque la manera de obrar de los personajes es sólo un elemento más del conocimiento que llegamos a tener de ellos. Los captamos también por otros muchos signos: el rostro, la manera de andar, todo lo que hace del cuerpo la corteza del ser; e incluso gracias a indicios todavía más exteriores, en la frontera del individuo con el mundo, como los cabellos, el bigote, los trajes, las gafas (el único accesorio del que Fellini ha llegado a abusar, convirtiéndolo en un truco). Pero, todavía más allá, es el decorado el que cuenta, no en un sentido expresionista, sino por la continuidad o el desacuerdo que establece entre el personaje y su medio. Pienso especialmente en las extraordinarias relaciones de Cabina con el cuadro inhabitual donde Nazzari la sitúa: el cabaret y su lujosa residencia…

Del otro lado de las cosas

Al llegar aquí puede decirse que estamos tocando la frontera del realismo; pero Fellini nos empuja todavía más lejos y nos arrastra hasta el otro lado de esa frontera. Todo sucede en efecto como si, llegados a este grado de interés por las apariencias, comenzáramos a ver los personajes no ya en medio de los objetos sino a través de ellos. Quiero decir que, insensiblemente, el mundo ha pasado de la significación a la analogía y de la analogía a la identificación con lo sobrenatural. Me excuso por emplear esta palabra equívoca que el lector puede reemplazar a su gusto por poesía, surrealismo, magia o cualquier otro término que sirva para expresar la concordancia secreta de las cosas con un doble invisible del que no son, en cierta manera, más que el borrador.

Un ejemplo, entre otros, de este proceso de «sobrenaturalización» puede ser el de la metáfora del ángel. Desde sus primeros films, Fellini está obsesionado por la angelización de sus personajes, como si el estado angélico fuera la referencia última del universo felliniano, la medida del ser. Se puede seguir su trayectoria explícita al menos a partir de
I Vitelloni
: para el carnaval, Sordi se disfraza de ángel de la guarda; un poco más tarde, y como por azar, Fabrizzi roba una estatua de ángel tallada en madera. Pero estas alusiones son directas y concretas. Más útil, y tanto más interesante cuanto que probablemente inconsciente, es el pasaje en el que vemos cómo el fraile que ha bajado del árbol donde estaba trabajando se echa a la espalda un buen montón de ramas pequeñas. Este gesto no era probablemente más que un simpático detalle realista, quizá incluso para Fellini, hasta que la escena final de
Almas sin conciencia
, en la que Augusto agoniza al borde del camino, nos reveló todo su sentido: a la pálida luz de la aurora descubre un cortejo de niños y de campesinas que llevan sobre sus espaldas hatos de leña: son ángeles que pasan. Hay que acordarse también en el mismo film de la manera como Picasso recorre una calle imitando un aleteo con su impermeable. Y es el mismo Richard Basehart quien aparece a Gelsomina como una criatura sin peso, como una forma centelleante sobre la cuerda tensa, a la luz de los proyectores.

La simbología felliniana es inagotable y toda su obra podría probablemente ser estudiada desde ese único punto de vista
[81]
. Pero hace falta situarla en la lógica neorrealista, porque no es difícil ver que estas asociaciones de objetos y de personajes por las que se constituye el universo felliniano son estáticamente válidas precisamente por su realismo o, para decirlo quizá con más exactitud, por la objetividad de la anotación. El buen monje, al echarse al hombro su carga, no pretende en absoluto parecerse a un ángel, pero bastará ver el ala en las ramas para que se produzca la metamorfosis. Resulta así posible decir que Fellini no contradice ni el realismo ni el neorrealismo, sino más bien que le da su total cumplimiento en una reorganización poética del mundo.

Revolución del relato

Fellini ha logrado también hacer esta renovación al nivel del relato. Desde este punto de vista, el neorrealismo supone también, sin duda, una revolución de la forma orientada hacia el fondo. La primacía del hecho sobre la intriga ha conducido por ejemplo a De Sica y a Zavattini a sustituir esta última por una microacción, lograda gracias a una atención infinitamente dividida ante la complejidad del suceso más banal. La consecuencia inmediata era rechazar toda jerarquía de procedencia psicológica, dramática o ideológica entre los sucesos representados. No es que el director tenga que renunciar a escoger lo que ha decidido mostrarnos, sino que esta elección no obedece ya a una organización dramática apriorística. La secuencia importante puede ser muy bien, por tanto, en esta nueva perspectiva, una larga secuencia «que no sirve para nada» de acuerdo con los criterios del guión tradicional
[82]
.

Pero incluso en
Umberto D
, que representa quizá el experimento extremo de esta nueva dramaturgia, la evolución del film sigue un hilo invisible. Me parece que Fellini ha completado la revolución neorrealista en el sentido de construir sus guiones sin ningún encadenamiento dramático, fundándose exclusivamente en la descripción fenomenológica de los personajes. En Fellini, las escenas que dan la continuidad lógica, las peripecias «importantes», las grandes articulaciones dramáticas del guión, sirven únicamente de referencias, mientras que las largas secuencias de la «acción» pasan a ser importantes y reveladoras. Así sucede en
I Vitelloni
con los vagabundeos nocturnos y los paseos estúpidos por la playa; en
La Strada
con la visita al convento; en
Almas sin conciencia
con la velada en el cabaret y la fiesta en el piso del antiguo compinche. Y es que los personajes fellinianos mejor que por su «obrar» se revelan al espectador por su «agitación».

Si a pesar de eso los films de Fellini presentan tensiones y paroxismos que nada tienen que envidiar al drama y a la tragedia, es porque los acontecimientos producen, a falta de la causalidad dramática tradicional, fenómenos de analogía y de eco. El héroe felliniano no llega a la crisis final, que le destruye y le salva, por el encadenamiento progresivo del drama, sino porque las circunstancias que de cierta manera le golpean se acumulan sobre él como la energía de las vibraciones en un cuerpo en resonancia. No evoluciona, sino que se convierte dando la vuelta sobre sí mismo, a la manera de esos
icebergs
cuyo centro de flotación se ha desplazado de manera invisible.

Los ojos en los ojos

Quisiera, por último, para concentrar en una sola consideración la inquietante perfección de
Las noches de Cabiria
, analizar la última imagen del film, que me parece al mismo tiempo la más audaz y la más fuerte de toda la obra felliniana. Cabiria, despojada de todo, de su dinero, de su amor y de su fe, se encuentra, vaciada de sí misma, en un camino sin esperanza. Aparece un grupo de chicos y chicas que cantan y bailan mientras caminan y Cabiria, desde el fondo de su aniquilamiento, vuelve dulcemente hacia la vida: empieza a sonreír y en seguida se pone a bailar. Se adivina lo que este final podría tener de artificial y de simbólico si, pulverizando las objeciones de la verosimilitud, Fellini no supiera, gracias a una idea de puesta en escena absolutamente genial, hacer pasar su film a un plano superior, identificándonos de golpe con su heroína. Se ha evocado a menudo a Chaplin hablando de
La Strada
, pero nunca me ha convencido esa comparación, demasiado abrumadora, de Gelsomina con Charlot. La primera imagen, no ya sólo digna de Chaplin, sino equivalente a sus mejores hallazgos, es la última de
Las noches de Cabiria
, cuando Giulietta Massina se vuelve hacia la cámara y su mirada se cruza con la nuestra. Yo creo que sólo Chaplin, en toda la historia del cine, ha sabido hacer un uso sistemático de este gesto condenado por todas las gramáticas cinematográficas. Y estaría sin duda desplazado si Cabiria, fijando sus ojos en los nuestros, se convirtiera en mensajera de una verdad. Pero el hallazgo final, y lo que me hace hablar de genialidad, es que la mirada de Cabiria pasa varias veces ante el objetivo sin llegar jamás a detenerse por completo. Cuando las luces de la sala vuelven a encenderse, todavía no se ha desvanecido esta ambigüedad maravillosa. Cabiria es, sin duda, la heroína de las aventuras que ha vivido delante de nosotros, dentro del marco de la pantalla, pero es también, ahora, quien nos invita con la mirada a seguirla por ese camino que ella vuelve a empezar. Invitación púdica, discreta, suficientemente incierta como para que podamos fingir que iba dirigida a otra parte; pero lo suficientemente clara y directa también como para arrancarnos de nuestra posición de espectadores.

XXVI. DEFENSA DE ROSSELLINI
[83]

(Carta a Guido Aristarco,

redactor jefe de «Cinema Nuovo»)

Querido Aristarco: Aunque hace ya tiempo que quiero escribir este artículo, lo he ido dejando de un mes para otro ante la importancia del problema y de sus múltiples implicaciones. También ha influido el que tengo conciencia de mi falta de preparación teórica con relación a la seriedad de la crítica italiana de izquierdas en su estudio y profundización del neorrealismo. Aunque me he interesado siempre por el neorrealismo italiano desde su presentación en Francia, y no haya cesado, al menos así lo creo, de dedicarle desde entonces y sin desfallecimiento lo mejor de mi atención como crítico, no puedo pretender el enfrentarme con su teoría oponiéndole otra tan coherente, ni situar el fenómeno neorrealista en la historia de la cultura italiana de manera tan completa como ustedes lo hacen. Añádase el hecho de que siempre hay un cierto riesgo de ridículo pretendiendo dar una lección a los italianos sobre su propio cine, y se tendrán las principales razones que me han hecho diferir la respuesta a su proposición de discutir, en el seno de
Cinema Nuovo
, las posiciones críticas de su equipo y las de usted mismo sobre algunas obras recientes.

Quisiera todavía recordarle, antes de entrar en lo vivo del debate, que las divergencias internacionales, incluso entre los críticos de una misma generación, con tantos puntos de contacto en apariencia, son sin embargo frecuentes. Lo hemos experimentado, por ejemplo, en
Cahiers du Cinéma
con el equipo de
Sight and Sound
; y yo reconozco sin avergonzarme que ha sido en parte la gran estima en que Lindsay Anderson tenía
París, bajos fondos
, de Jacques Becker —film que fue un fracaso en Francia—, lo que me llevó a reconsiderar mi propia opinión y a descubrir en el film virtudes secretas que antes me habían escapado. También es cierto que la opinión extranjera se desorienta a veces por un simple desconocimiento del contexto de la producción. El éxito, por ejemplo, fuera de Francia de ciertos films de Duvivier o de Pagnol está evidentemente fundado sobre un malentendido. Se admira una cierta interpretación de Francia, que en el extranjero parece maravillosamente representativa, y se confunde ese exotismo con el valor propiamente cinematográfico del film. Reconozco que esas divergencias no son nada fecundas y supongo que el éxito extranjero de ciertos films italianos que ustedes desprecian justamente procede del mismo malentendido. No creo, sin embargo, que, en lo esencial, sea ése el caso de los films en los que se centra nuestra oposición, ni incluso del neorrealismo en general. En primer lugar porque ustedes reconocen que la crítica francesa no se equivocó al principio, cuando fue más entusiasta que la italiana con relación a los films que son actualmente un símbolo incontestado de su gloria en las dos vertientes de los Alpes. Por mi parte, me enorgullezco de ser uno de los raros críticos franceses que han identificado siempre el renacimiento del cine italiano con el «neorrealismo», incluso en una época en la que resultaba de buen tono proclamar que esa palabra no quería decir nada; y continúo hoy pensando que ese término sigue siendo el más apropiado para designar lo que la escuela italiana tiene de mejor y de más fecundo.

También, por eso mismo, me inquieta la manera que tienen ustedes de defenderlo. ¿Me atreveré a decir, querido Aristarco, que la severidad de
Cinema Nuovo
con relación a algunas tendencias consideradas por ustedes como involuciones del neorrealismo, me hace temer que están cercenando, a pesar suyo, la materia más viva y más rica de su cine? Aunque mi admiración por el cine italiano es bastante ecléctica, considero algunas severidades provenientes de la crítica italiana como perfectamente justificadas. El que les irrite el éxito en Francia de
Pan, amor y celos
, lo comprendo; es un poco como son para mí los films de Duvivier sobre París. Pero cuando, por el contrario, les veo buscando pulgas en la despeinada cabeza de Gelsomina, o tratando como menos que nada el último film de Rossellini, me resulta forzoso considerar que, bajo la pretensión de una integridad teórica, están contribuyendo a esterilizar las ramas más vivas y más prometedoras de eso que yo insisto en llamar el neorrealismo.

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