¿Qué es el cine? (41 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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Se equivocaría quien creyera que el amor que De Sica otorga al hombre y nos obliga a testimoniarle es el equivalente de un optimismo. Si no hay nadie que sea verdaderamente malo, si ante cada hombre singular nos vemos obligados a levantar nuestra acusación como Ricci ante el ladrón, hay que decir que el mal, que existe sin embargo en el mundo, está fuera del corazón del hombre, en algún rincón del orden de las cosas. Se podría decir: en la sociedad, y se tendría una parte de razón. En cierta manera,
Ladrón de bicicletas, Milagro en Milán
y
Umberto D
son requisitorias de carácter revolucionario. Sin el paro, la pérdida de una bicicleta no sería una tragedia. Pero es evidente que esta explicación política no da cuenta de
todo
el drama. De Sica protesta de que se compare
Ladrón de bicicletas
con la obra de Kafka, pretextando que la alienación de su héroe no es metafísica sino social. Es cierto, pero los mitos de Kafka no son en absoluto menos válidos si se les considera como alegorías de una cierta alienación social. No hace falta creer en un Dios cruel para sentir la culpabilidad de José K. El drama, por el contrario, consiste en esto: Dios no existe. La última oficina del castillo está vacía. He aquí, quizá, la tragedia específica del mundo moderno, el paso a la trascendencia de una realidad social que da a la luz su propia deificación. Las penas de Bruno y de Umberto D tienen causas inmediatas y visibles, pero nos damos cuenta de que hay un residuo insoluble, hecho con la complejidad psicológica y material de las relaciones sociales, que ni la excelencia de las instituciones ni la buena voluntad de nuestro prójimo son suficientes para hacer desaparecer. La naturaleza de este residuo no es menos positiva y social, pero su acción nace sin embargo de una fatalidad absurda e imperativa. He aquí lo que provoca, desde mi punto de vista, la grandeza y el valor de este film. Satisface dos veces a la justicia: a través de una descripción irrecusable de la miseria del proletariado, pero también a través de la llamada implícita y constante de una exigencia humana que la sociedad, sea la que sea, tiene el deber de respetar. Condena este mundo en el que, para sobrevivir, los pobres están obligados a robarse entre ellos (la policía defiende demasiado bien a los ricos), pero esta condenación necesaria no es suficiente, porque no es sólo una determinada organización histórica la que es llamada a juicio, o una coyuntura económica particular, sino la indiferencia congénita del organismo social, en tanto que tal, ante la aventura de la felicidad individual. Si no, el paraíso terrestre habría que situarlo en Suecia, donde las bicicletas quedan día y noche alineadas junto a las aceras. De Sica ama demasiado a los hombres, sus hermanos, para no desearles que todas las posibles causas de sus miserias desaparezcan, pero nos recuerda también que la felicidad de cada hombre es un milagro de amor, en Milán o en cualquier otro sitio. Una sociedad que no multiplica las ocasiones de ahogarlo es ya mejor que la que siembra el odio, pero ni siquiera la más perfecta engendraría todavía el amor, que sigue siendo un asunto privado, de hombre a hombre. ¿En qué país se conservarían las madrigueras de los conejos sobre un yacimiento de petróleo? ¿En qué otro la pérdida de un papel administrativo no sería tan angustioso como el robo de una bicicleta? Entra en el orden de la política concebir y promover las condiciones objetivas de la felicidad individual, pero no entra en su naturaleza respetar las condiciones subjetivas. Es aquí donde el universo de De Sica esconde un cierto pesimismo, pesimismo necesario y por el que no le estaremos jamás suficientemente agradecidos, porque en él reside una apelación a todas las posibilidades del hombre; el testimonio de su última e irrefutable humanidad.

He hablado de amor, podría haber dicho poesía. Estas dos palabras son sinónimas o, al menos, complementarias. La poesía no es más que la forma activa y creadora del amor, su proyección sobre el universo. Aunque tarada y casi destruida por el desorden social, la infancia de los golfillos ha conservado el poder de transformar la miseria en ensoñación. En las escuelas primarias francesas se enseña a los alumnos: «El que roba un huevo, roba un buey». De Sica nos dice: «Quien roba un huevo sueña con un caballo». El poder milagroso de Totó, que le ha sido transmitido por su abuela adoptiva, consiste en haber conservado desde su infancia una inextinguible capacidad de defensa poética; el
gag
de
Milagro en Milán
que me parece más significativo es aquel en el que se ve a Emma Gramatica precipitarse hacia la leche vertida. Otra persona cualquiera hubiera reprochado a Totó su falta de iniciativa mientras recogía la leche con una bayeta; la precipitación de la amable viejecita no tiene otro motivo que convertir la pequeña catástrofe en un juego maravilloso, en un arroyo en medio de un paisaje de sus mismas dimensiones. Hasta la tabla de multiplicar, otro íntimo terror de la infancia, se convierte por obra de la ancianita, en un sueño. Totó urbanista, bautiza las calles y las plazas «cuatro por cuatro, dieciséis» o «nueve por nueve, ochenta y una», porque esos fríos símbolos matemáticos son para él más hermosos que los nombres mitológicos. También aquí se nos ocurre pensar en Charlot; también él debe al espíritu de infancia su extraordinario poder de transformar el mundo para un uso mejor. Cuando la realidad le resiste y no la puede cambiar materialmente, desvía su sentido. Así, en
La quimera del oro
, la danza de los panecillos, o las botas en la marmita; aunque con la connotación de que Charlot, siempre a la defensiva, reserva este poder de metamorfosis únicamente para su provecho, o todo lo más para beneficio de la mujer que ama. Totó, por el contrario, irradia hacia los demás. Totó no piensa ni un instante en las ventajas que la paloma podría proporcionarle, puesto que su alegría se identifica con la que es capaz de derramar a su alrededor. Cuando ya no puede hacer nada más por su prójimo, todavía se transforma siguiendo diversos esquemas, ya sea balanceándose como el cojo, empequeñeciéndose como el enano, haciéndose ciego para el tuerto. La paloma no es más que la posibilidad supererogatoria de realizar materialmente la poesía, porque la mayor parte de los hombres tienen necesidad de algo que auxilie su imaginación; Totó, en cambio, sólo sabe emplearla para el bien del prójimo.

Zavattini me ha dicho: «Soy como un pintor que delante de una pradera se pregunta por qué tallo de hierba tiene que comenzar». De Sica es el realizador ideal de esta profesión de fe. Posee el arte de pintar la pradera convirtiéndola en rectángulos de color. Y también el de los autores dramáticos que dividen el tiempo de la vida en episodios que tienen con el instante vivido la misma relación que la brizna de hierba con la pradera. Para pintar cada tallo hace falta ser el aduanero Rousseau. En el cine, hay que tener por la Creación el amor de un De Sica.

Nota sobre «Umberto D»

Hasta el día en que he visto
Umberto D
, consideraba
Ladrón de bicicletas
el límite extremo del neorrealismo en cuanto a la concepción del relato. Hoy me parece que
Ladrón de bicicletas
está todavía lejos del ideal argumento zavattiniano. No es que considere
Umberto D
como «superior». La innegable superioridad de
Ladrón de bicicletas
sigue siendo la reconciliación paradójica de valores radicalmente contradictorios: la libertad del hecho y el rigor del relato. Pero los autores han obtenido esta reconciliación sacrificando la continuidad misma de la realidad. En
Umberto D
puede entreverse en varias ocasiones lo que sería un cine verdaderamente realista en cuanto al tiempo. Un cine de la «duración».

Hay que precisar que estas experiencias de «tiempo continuo» no son absolutamente originales en el cine. En
The rope
, por ejemplo, Alfred Hitchcock ha realizado un film de noventa minutos sin ninguna interrupción. Pero se trataba justamente de una «acción» como en el teatro. El verdadero problema no se plantea en relación con la continuidad de la película impresionada, sino con la estructura temporal del suceso.

Si
The rope
ha podido rodarse sin cambio de planos, sin detener la toma de vistas, y ofreciendo, sin embargo, un espectáculo dramático, es que los hechos estaban ya ordenados en la obra de teatro según un tiempo artificial: el tiempo del teatro (como también existe el de la música o el de la danza).

Al menos en dos escenas de
Umberto D
, los problemas de tema y de guión se plantean de manera completamente diferente. Se trata de hacer espectacular y dramático el tiempo mismo de la vida, la duración natural de un ser al que no le pasa nada de particular. Pienso especialmente en el momento en que Umberto va a acostarse y al entrar en su habitación cree tener fiebre y, sobre todo, el despertar de la muchachita de servicio. Estas dos secuencias constituyen sin duda la
performance
límite de un cierto cine, en el nivel de lo que se podría llamar «argumento invisible»; quiero decir, totalmente disuelto en el hecho que ha provocado, mientras que cuando un film es sacado de una «historia», el argumento tiene siempre una entidad propia, como un esqueleto sin los músculos que lo recubren: siempre se puede «contar la película».

La función del argumento no es aquí menos esencial, pero su naturaleza le hace ser totalmente reabsorbido por el guión. Si se quiere, el argumento existe
antes
, pero no existe
después
. Después, no hay más que el hecho que había sido previsto. Si pretendo contar la película a alguien que no la ha visto, si pretendo explicarle lo que hace por ejemplo Umberto D en su habitación o María, la criadita, en la cocina, ¿qué puedo decirle? Un polvo impalpable de gestos sin significación que no serviría a mi interlocutor para obtener la menor idea de la emoción que invade al espectador. El argumento ha sido sacrificado de antemano, como la cera perdida en la fundición del bronce.

En el plano del guión, este tipo de argumento corresponde recíprocamente a un relato enteramente fundado sobre el comportamiento del actor. Ya que el tiempo verdadero de la historia no es el del drama, sino la duración concreta del personaje, esta objetividad no puede traducirse en puesta en escena (guión y acción) más que a través de una subjetividad absoluta. Quiero decir que el film se identifica absolutamente con lo que hace el actor, y solamente con ello. El mundo exterior se encuentra reducido al papel de accidente en una pura acción que se basta a sí misma, como esas algas que, privadas de aire, producen el oxígeno del que tienen necesidad. El actor que representa una cierta acción, que «interpreta un papel», se dirige siempre en parte a sí mismo, puesto que se refiere, más o menos, a un sistema de convenciones dramáticas, generalmente admitidas y aprendidas en los conservatorios. Estas convenciones no le son ya aquí de ninguna utilidad; está enteramente en las manos del director al hacer esta total imitación de la vida.

Ciertamente,
Umberto D
no es un film perfecto como
Ladrón de bicicletas
. Pero existe, para esta diferencia, una justificación: su ambición era superior. Menos perfecto en su conjunto, pero también más puro y más perfecto en algunos de sus fragmentos: aquellos en los que De Sica y Zavattini se muestran enteramente fieles a la estética del neorrealismo. Por eso no hay que reprochar a
Umberto D
no sé qué fácil sentimentalismo, no sé qué púdica llamada a la piedad social. Las cualidades y hasta los defectos del film están más allá de las categorías morales o políticas. Se trata de un «informe» cinematográfico, de una constatación desconcertante e irrefutable sobre la condición humana. Puede gustar o no que ese «informe» se haya hecho sobre la vida de un pequeño funcionario que vive en una pensión familiar, o sobre la de una criada encinta, pero en todo caso es cierto que lo que acabamos de saber sobre ese anciano y esa muchacha, a través de sus incidentales infortunios, concierne ante todo a la condición humana. Yo no dudaría en afirmar que el cine raramente ha ido tan lejos en la toma de conciencia del hecho de ser hombre (y también, después de todo, del hecho de ser perro).

La literatura dramática nos había dado, hasta el momento presente, un conocimiento sin duda exacto del alma humana, pero con relación al hombre está casi en la misma relación que la física clásica con relación a la materia: lo que los sabios llaman una macrofísica, que no sirve más que para los fenómenos en una cierta escala. Y es cierto que la novela ha dividido hasta el límite este conocimiento. La física sentimental de Proust es microscópica. Pero la materia de esta micro-física de la novela es interior: la memoria. El cine no sustituye necesariamente a la novela en esta búsqueda del hombre, pero tiene al menos sobre ella una superioridad: la de alcanzar al hombre solamente en un tiempo presente. Al «tiempo perdido y encontrado» de Marcel Proust corresponde en una cierta medida el «tiempo descubierto» de Zavattini; que viene a ser, en el cine contemporáneo, algo así como el Proust del indicativo presente.

Umberto D
. Un cine de la duración.

XXIV. UNA GRAN OBRA: «UMBERTO D»
[78]

Milagro en Milán
no provocó más que la discordia: la originalidad del guión, la mezcla de lo fantástico y de lo cotidiano, la afición contemporánea por la criptografía política suscitaron en torno a esta obra insólita, a pesar del entusiasmo general con que se acogió
Ladrón de bicicletas
, una especie de éxito de escándalo (del que Micheline Vian, con un humor implacable, desmontó perfectamente el mecanismo en un excelente artículo de
Les Temps Modernes
). Alrededor de
Umberto D
se ha organizado en cambio una conspiración del silencio, una reticencia oscura y testaruda, con lo que hasta las cosas buenas que se hayan podido escribir parecen condenar el film a una estima sin eco, mientras que una especie de rabia sorda, de desprecio (inconfesados a causa del pasado glorioso de sus autores), animan secretamente la hostilidad de más de una crítica. No habrá ni siquiera una batalla
Umberto D
.

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