Encontraremos la confirmación en un ejemplo tomado del repertorio clásico: se trata de una cinta que quizá todavía hace estragos en las escuelas y en los liceos franceses y que pretende ser una tentativa de enseñanza de la literatura por medio del cine. Se trata de
Médecin malgré lui
, llevada a la pantalla, con la ayuda de un profesor de buena voluntad, por un director cuyo nombre callaremos. Este film posee un enorme dossier, tan elogioso como entristecedor, de cartas de profesores y directores de una increíble síntesis de todos los errores susceptibles de desnaturalizar tanto el cine como el teatro y al propio Molière además. La primera escena, la de los haces de leña, localizada en un bosque verdadero, comienza con un
travelling
interminable bajo los árboles, visiblemente destinado a que podamos apreciar los efectos del sol bajo las ramas, antes de descubrir dos personajes clownescos, ocupados sin duda en recoger setas: el desgraciado Sganarelle y su mujer, cuyos trajes teatrales tienen aquí aspecto de disfraces grotescos. A lo largo del film y siempre que es posible, se nos van mostrando decorados reales: la llegada de Sganarelle a la consulta da ocasión para mostrar una pequeña casa solariega del siglo XVII. ¿Qué decir de la planificación? La de la primera escena progresa desde el de conjunto hasta el primer plano, cambiando naturalmente de ángulo a cada réplica. Se tiene el sentimiento de que si el texto lo hubiera permitido, el director habría querido darnos la «progresión del diálogo» por un montaje acelerado a la manera de Abel Gance. Tal como ha sido hecha esta planificación permite de todas formas a los alumnos no perderse nada, gracias a los «campos» y «contracampos» en primer plano, y de la mímica de los actores de la Comedia Francesa que, como nadie habrá puesto en duda, nos retrotraen a los bellos tiempos del
film d’art
.
Si por cine se entiende la libertad de la acción con relación al espacio, y la libertad de punto de vista con relación a la acción, convertir en cine una obra de teatro será dar a su decorado la amplitud y la realidad que la escena no podía ofrecerle materialmente. Será también liberar al espectador de su sillón y valorizar, gracias al cambio de plano, el trabajo del actor. Ante tales «puestas en escena» hay que estar de acuerdo en que son válidas todas las acusaciones contra teatro filmado. Pero es que no se trata precisamente de puesta en escena. La operación ha consistido solamente en inyectar a la fuerza «cine» «en el teatro». El drama original y con mayor razón el texto, se encuentran allí totalmente desplazados. El tiempo de la acción teatral no es evidentemente el mismo que el de la pantalla, y la primacía dramática de la palabra queda desplazada por el suplemento de dramatización que la cámara añade al decorado. Finalmente y sobre todo, una cierta artificiosidad, una transposición exagerada del decorado teatral es rigurosamente incomparable con el realismo congénito del cine. Las candilejas no dan la misma luz que un sol de otoño. En último caso, la escena de los haces de leña puede interpretarse delante de un telón, pero deja de existir al pie de un árbol.
Este fracaso ilustra bastante bien lo que puede considerarse como la mayor herejía del teatro filmado: la preocupación por «hacer cine». Con mayor o menor aproximación, en este punto confluyen los films sacados de piezas teatrales que han tenido éxito. Si se supone que la acción transcurre en la Costa Azul, los amantes, en lugar de charlar tranquilamente en un bar, se abrazarán al volante de un coche americano en la carretera de la Corniche, teniendo al fondo en «transparencia» los acantilados del Cap d’Antibes. En cuanto a la planificación, en
Les Gueux du Parcidis
, por ejemplo, la igualdad de los contratos de Raimu y Fernandel darán como resultado un número sensiblemente igual de primeros planos en beneficio de uno y otro.
Los prejuicios del público, por lo demás, contribuyen a afirmar los de los cineastas. El público no piensa demasiado en el cine, pero lo identifica con la amplitud de los decorados, con la posibilidad de utilizar escenarios naturales y de hacer que la acción sea movida. Si no se añadiera a la obra de teatro un mínimo de cine, se consideraría estafado. El cine debe necesariamente «resultar más rico» que el teatro. Los actores tienen que ser célebres y todo lo que suene a pobreza o a avaricia en los medios materiales es, suele decirse, motivo de fracaso. Haría falta una cierta valentía en el director y en el productor que aceptaran el afrontar en estos puntos los prejuicios del público. Sobre todo si ellos mismos no tienen fe en su empresa. En el origen de la herejía del teatro filmado reside un complejo ambivalente del cine frente al teatro: complejo de inferioridad frente a un arte más antiguo y más literario, contrarrestado por el cine con la «superioridad» técnica de sus medios, confundida con una superioridad estética.
¿Existe la contraprueba de estos errores? Dos éxitos como
Enrique V y Les parents terribles
nos lo proporcionan sin ningún lugar a dudas.
Cuando el director de
Médecin malgré luí
comenzaba su trabajo con un
travelling
en el bosque, era con la ingenua y tal vez inconsciente esperanza de hacernos tragar inmediatamente la desgraciada escena de los haces de leña, como un medicamento recubierto de azúcar. Trataba de poner un poco de realidad alrededor, trataba de proporcionarnos una escalera para que pudiéramos subir a la escena. Sus desmañadas astucias tenían desgraciadamente el efecto contrario: destacar irremediablemente la irrealidad de los personajes y del texto.
Veamos ahora cómo Laurence Olivier ha sabido resolver en
Enrique V
la dialéctica del realismo cinematográfico y de la convención teatral. El film comienza también con un
travelling
, pero es para introducirnos en el teatro: el palio de una posada isabelina. No pretende hacernos olvidar la convención teatral, sino que, por el contrario, la subraya. El film no es inmediata y directamente la obra
Enrique V
, sino la
representación
de esa obra. Esto resulta evidente, ya que la representación no es actual, como en el teatro, sino que se desarrolla en el tiempo mismo de Shakespeare, y se nos muestran los espectadores y los palcos. No hay, por tanto, error posible, y no hace falta el acto de fe del espectador delante del telón que se alza, para gozar del espectáculo. No nos encontramos realmente ante la obra, sino ante un film histórico sobre el teatro isabelino, es decir, en un género cinematográfico perfectamente establecido y al que ya estamos habituados. Y es que la estrategia estética de Laurence Olivier no era más que una estratagema para eludir el espejismo del telón. Al hacer el cine del teatro, al denunciar previamente con el cine el juego y las convenciones teatrales en lugar de pretender disimularlas, ha suprimido la hipoteca del realismo que se oponía a la ilusión teatral. Una vez aseguradas estas coordenadas psicológicas en complicidad con el espectador, Laurence Olivier podía permitirse tanto la deformación pictórica del decorado como el realismo de la batalla de Azincourt; Shakespeare le invitaba con su apelación explícita a la imaginación del auditorio: el pretexto resultaba también perfecto allí. Este despliegue cinematográfico, difícilmente admisible si el film no hubiera sido más que la representación de
Enrique V
, encontraba su justificación en la obra misma. Quedaba, naturalmente, el mantenerse en la línea. Y así se ha hecho. Digamos únicamente que el color, del que quizá finalmente acabará por descubrirse que es esencialmente un elemento no realista, contribuye a hacer admisible el paso a lo imaginario y, dentro de lo imaginario, permite la continuidad entre las miniaturas y la reconstrucción «realista» de Azincourt. En ningún momento
Enrique V
es realmente «teatro filmado»: el film se sitúa de alguna manera a los dos lados de la representación teatral, más acá y más allá de la escena. De esta manera, Shakespeare se encuentra prisionero bien a gusto y el teatro también, rodeado del cine por todas partes.
El moderno teatro de
boulevard
no parece recurrir con tanta evidencia a las convenciones escénicas. El «Teatro libre» y las teorías de Antoine han podido incluso hacer creer en algún momento en la existencia de un teatro «realista», en una especie de pre-cinema
[40]
. Era una ilusión que hoy ya no engaña a nadie. Si existe un realismo teatral, lo es siempre con relación a un sistema de convenciones más secretas, menos explícitas, pero también absolutamente rigurosas. El «trozo de vida» no existe en el teatro. O, por lo menos, el solo hecho de colocarlo sobre la escena lo separa justamente de la vida para hacer de él un fenómeno
in vitro
, que todavía participa parcialmente de la naturaleza, pero que está ya profundamente modificado por las condiciones de la observación. Antoine puede colocar en escena auténticos pedazos de carne, pero no puede, como el cine, hacer desfilar todo el rebaño. Para plantar un árbol hay que cortarle las raíces y en todo caso renunciar a mostrar realmente el bosque. De tal manera que su árbol procede todavía de la pancarta isabelina, y no pasa de ser, a fin de cuentas, más que un poste indicador. Recordadas estas verdades poco rebatibles, se admitirá que la filmación de
Les parents terribles
no plantea problemas totalmente diferentes de los de una pieza clásica. Lo que llamamos aquí realismo no coloca en absoluto la obra al mismo nivel del cine, no hace desaparecer la rampa. Simplemente, el sistema de convenciones al que obedece la puesta en escena y, por tanto, el texto, está en cierta manera en un primer grado. Las convenciones trágicas, con su cortejo de inverosimilitudes materiales y de alejandrinos, no son más que máscaras y coturnos que acusan y subrayan la convención fundamental del hecho teatral.
Eso es lo que ha comprendido bien Jean Cocteau al llevar a la pantalla
Les parents terribles
. Aunque su obra fuera aparentemente de las más «realistas», Cocteau cineasta ha comprendido que no hacía falta añadir nada a su decorado, que el cine no estaba allí para multiplicarlo sino para intensificarlo. Si la habitación se convierte en apartamento, este parecerá, gracias a la pantalla y a la técnica de la cámara, más exiguo todavía que la habitación en la escena. Como aquí lo esencial es el hecho dramático de la enclaustración y de la cohabitación, el menor rayo de sol, cualquier luz distinta de la eléctrica hubiera destruido esta frágil y fatal simbiosis. También el equipo entero de la «roulotte» puede trasladarse al otro extremo de París, a casa de Madelcine, pero les dejamos a la puerta de un apartamento para encontrarlos en el umbral del otro. No se trata aquí de una elipsis de montaje ya clásica, sino de un hecho positivo de la puesta en escena, al que Cocteau no se veía en absoluto obligado por el cine y que, por tanto, sobrepasa las posibilidades de expresión del teatro; como éste se halla constreñido a hacerlo, no puede conseguir el mismo efecto. Cien ejemplos confirmarían que la cámara respeta la naturaleza del decorado teatral y se esfuerza solamente por aumentar su eficacia, sin tratar nunca de modificar sus relaciones con el personaje. No todos los inconvenientes que presenta el teatro favorecen su finalidad dramática: la necesidad de mostrar en la escena las habitaciones, una después de otra, y de bajar en los entreactos el telón es incontestablemente una servidumbre inútil. La verdadera unidad de tiempo y de lugar la introduce la cámara gracias a su movilidad. El cine era necesario para que el proyecto teatral se expresara por fin libremente y para que
Les parents terribles
llegara a ser evidentemente una tragedia de la habitación en la que el entreabrirse de una puerta pueda tener mayor sentido que un monólogo sobre una cama. Cocteau no traiciona su obra, sino que permanece fiel al espíritu de la pieza en cuanto respeta mejor las servidumbres esenciales al saber discernirlas de las contingencias accidentales. El cine obra tan sólo como un revelador que acaba de hacer aparecer ciertos detalles que la escena dejaba en blanco.
Resuelto el problema del decorado, quedaba el más difícil: el de la planificación. Es aquí donde Cocteau ha demostrado más imaginación. La noción de «plano» acaba finalmente por disolverse. Sólo subsiste el «encuadre», cristalización pasajera de una realidad cuya presencia obsesiva no deja de sentirse. A Cocteau le gusta decir que ha pensado su film en «16 mm». «Pensado» solamente, porque no hubiera tenido sentido realizarlo en formato reducido. Lo que cuenta es que el espectador tenga el sentimiento de una presencia total del suceso no como en el caso de Welles (o de Renoir) por la profundidad de campo, sino en virtud de una diabólica rapidez de la mirada, que nos parece que capta por vez primera el ritmo puro de la atención. Sin duda toda buena planificación la tiene en cuenta. El tradicional «campo-contracampo» divide el diálogo según una sintaxis elemental del interés. Un primer plano de un teléfono que llama en el momento patético equivale a una concentración de la atención. Pero nos parece que la planificación ordinaria supone un compromiso entre tres posibles sistemas de analizar la realidad: 1.° un análisis puramente lógico y descriptivo (el arma del crimen cerca del cadáver); 2.° un análisis psicológico interior al film, es decir, conforme con el punto de vista de uno de los protagonistas en la situación dada (el vaso de leche —quizá envenenado— que debe beber Ingrid Bergman en
Encadenados
, o la sortija en el dedo de Teresa Wright en
La sombra de una duda)', 3.°
finalmente, un análisis psicológico en función del interés del espectador; interés espontáneo o provocado por el director precisamente gracias a este análisis: es el picaporte que gira sin que el criminal lo advierta (¡Atención!, gritarán los niños al personaje del Guiñol que va a ser sorprendido por el gendarme).
Estos tres puntos de vista, cuya combinación constituye la síntesis de la acción cinematográfica en la mayor parte de los films, dan una impresión de unidad. Sin embargo, implican una heterogeneidad psicológica y una discontinuidad material. En el fondo, los mismos que se concede el novelista tradicional y que valieron a François Mauriac la conocida repulsa por parte de Jean-Paul Sartre. La importancia de la profundidad de campo y del plano fijo en Orson Welles o William Wyler procede precisamente de rechazar esta fragmentación arbitraria que sustituyen por una imagen uniformemente legible, que obliga al espectador a realizar por sí mismo la elección.