¿Qué es el cine? (26 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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XIV. «GERMANIA, ANNO ZERO»
[52]

El misterio nos asusta y el rostro de un niño provoca un deseo contradictorio. Lo admiramos de acuerdo con su singularidad y sus características específicamente infantiles. De ahí el éxito de Mickey Rooney y la proliferación de las manchas rosadas sobre la piel de las jóvenes
vedettes
americanas. El tiempo de Shirley Temple, que prolongaba indebidamente una estética teatral, está completamente terminado. Los niños del cine no deben ya parecerse a muñecas de porcelana ni a Niños-Jesús renacentistas. Pero, por otra parte, quisiéramos protegernos contra el misterio y esperamos inconsideradamente que estos rostros reflejen sentimientos que conocemos bien, precisamente porque son los nuestros. Les pedimos signos de complicidad y el público se pasma y saca sus pañuelos cuando un niño traduce los sentimientos habituales en los adultos. De esta manera, queremos contemplarnos en ellos: nosotros, más la inocencia, la torpeza, la ingenuidad que ya hemos perdido. El espectáculo nos conmueve, ¿pero no es cierto que también lloramos quizá por nosotros mismos?

Con muy raras excepciones (
Zéro de conduite
, por ejemplo, en donde la ironía tiene una gran importancia), los films sobre niños especulan a fondo con la ambigüedad de nuestro interés por esos hombres pequeñitos. Reflexionando un poco se advierte que tratan la infancia como si precisamente fuera algo accesible a nuestro conocimiento y a nuestra simpatía: han sido realizados bajo el signo del antropomorfismo.
En cualquier lugar de Europa
no escapa tampoco a la regla. Radvanyi ha jugado con una habilidad diabólica: no le reprocharía su demagogia en la medida en que acepto el sistema. Pero aunque vierta una lágrima como todo el mundo, me doy cuenta de que la muerte del niño de diez años abatido mientras toca «La Marsellesa» en la armónica no nos conmueve más que en cuanto se parece a nuestra concepción adulta del heroísmo. La atroz ejecución del chófer del camión con un nudo corredizo de alambre posee, por el contrario, a causa de su motivación ridícula (un mendrugo de pan y un trozo de tocino para diez chavales hambrientos), un no sé qué de inexplicable e imprevisto que revela el misterio irreductible de la infancia. Pero, en conjunto, el film utiliza mucho más nuestra simpatía por los sentimientos comprensibles y visibles de los niños.

La profunda originalidad de Rossellini consiste en haber rechazado voluntariamente todo recurso a la simpatía sentimental, toda concesión al antropomorfismo. Su crío tiene once o doce años y sería fácil e incluso normal que el guión y la interpretación nos introdujeran en el secreto de su conciencia. Sin embargo, si nosotros sabemos algo de lo que piensa o siente ese niño no es nunca por signos directamente legibles sobre su cara; ni siquiera por su comportamiento, ya que sólo lo entendemos a saltos y por conjeturas. Es evidente que el discurso del maestro nazi está directamente en la raíz del asesinato del enfermo inútil («hace falta que los débiles dejen el sitio para que vivan los fuertes»), pero cuando vierte el veneno en el vaso de té, buscaríamos inútilmente sobre su rostro algo más que atención y cálculo. De aquí no podemos concluir ni indiferencia, ni crueldad, ni un eventual dolor. Un profesor ha pronunciado delante de él determinadas palabras, que se han abierto en su espíritu y le han llevado a esta decisión, pero ¿cómo? ¿a costa de qué conflicto interior? Eso no es asunto del cineasta, sino del niño. Rossellini sólo podía proponernos una interpretación recurriendo al truco, proyectando su propia explicación sobre el niño y consiguiendo de él que la refleje para nuestro propio uso. Y es evidentemente en el último cuarto de hora del film cuando triunfa la estética de Rossellini, desde que el niño inicia su búsqueda pretendiendo encontrar un signo de confirmación y de asentimiento, hasta que se suicida al término de esta traición del mundo. El maestro no quiere asumir ninguna responsabilidad ante el gesto comprometedor de este discípulo. Vuelto a la calle, el niño camina, camina buscando aquí y allá, entre las ruinas: pero una después de otra, las personas y las cosas le abandonan. Su amiguita está con sus compañeros; y esos niños que juegan recogen el balón en cuanto se aproxima. Sin embargo, los primeros planos que van ritmando esta carrera interminable no nos revelan nunca nada más que un rostro preocupado, que reflexiona, inquieto quizá, pero ¿por qué? ¿Por un negocio del mercado negro? ¿Por el cuchillo cambiado por unos pitillos? ¿Por la paliza que quizá le den cuando vuelva? Sólo el acto final nos dará retrospectivamente la clave. Y es que en realidad los signos del juego y de la muerte pueden ser los mismos sobre un rostro de niño, los mismos al menos para nosotros que no podemos penetrar en su misterio. El chico salta a la pata coja sobre el borde de una acera desportillada; recoge, entre las piedras y los trozos de acero retorcido, un hierro herrumbroso que maneja como un revólver; apunta a través de una almena fabricada por las ruinas: tac, tac, tac…, sobre un blanco irreal; después, exactamente con la misma espontaneidad del juego, apoya el cañón imaginario sobre su sien. Finalmente, el suicidio; el niño ha escalado los pisos reventados de la casa que se alza frente a la suya; contempla la carroza fúnebre que viene a recoger el ataúd y se va, dejando allí a la familia. Una viga de hierro atraviesa oblicuamente el piso destrozado, ofreciéndole su pendiente como tobogán; se desliza sobre el fondillo del pantalón y salta en el vacío. Su pequeño cuerpo está allí ahora, abajo, detrás de un montón de piedras en el borde de la acera; una mujer deja su cesta para arrodillarse a su lado. Un tranvía pasa haciendo un ruido metálico; la mujer se apoya en el montón de piedras, con los brazos caídos en la actitud de las
Pietà
.

Se entiende claramente cómo Rossellini se ha visto llevado a tratar de esta manera su personaje principal. Esta objetividad psicológica estaba en la lógica de su estilo. El «realismo» de Rossellini no tiene nada en común con todo lo que el cine (excepto el de Renoir) nos ha dado hasta ahora como realismo. No se trata ya de un realismo de argumento, sino de estilo. Es quizá el único director en el mundo que sabe interesarnos por una acción dejándola objetivamente en el mismo plano de puesta en escena que su contexto. Nuestra emoción está limpia de todo sentimentalismo, porque se ha visto obligada a reflejarse en nuestra inteligencia. No nos conmueve ni el actor, ni el acontecimiento: tan solo su sentido, que nos vemos obligados a extraer. En esta puesta en escena, el sentido moral o dramático no se hace aparente nunca en la superficie de la realidad; sin embargo, no podemos dejar de saber que existe si tenemos conciencia. ¿Y no es ésta quizá una sólida definición del realismo en el arte: obligar al espíritu a tomar partido sin engañarnos con los seres y las cosas?

XV. «LES DERNIÈRES VACANCES»
[53]

Para algunas decenas de personas en París, novelistas, poetas, directores de revistas, actores, directores teatrales o cinematográficos, críticos, pintores y productores independientes que en su mayor parte solían encontrarse en el Odéon, la Rué du Bac y el Sena (mucho antes de la invasión existencialista, cuando Les Deux Magots era todavía un centro literario y se iba al café de Flore para encontrar a Renoir, Paul Grimaud o Jacques Prévert); para algunas decenas de personas, digo, en el París de las Letras, de las Artes y de la amistad, existía desde antes de la guerra un «caso» llamado Roger Leenhardt. Este hombre pequeño, delgado, ligeramente inclinado como bajo el peso de no sé qué cansancio ideal, ocupaba entonces en los límites de la literatura y el cine francés un sitio discreto, insólito y exquisito.

Hay quienes —con justicia— consideran a Roger Leenhardt como uno de los más brillantes críticos del cine sonoro, con una institución que le hacía llevar más de dos lustros de adelanto (cfr. sus artículos en la revista
Esprit
en 1937 y sus conferencias en la radio por la misma época). Para otros, Leenhardt es ante todo un novelista que jamás ha terminado sus novelas; para otros todavía, un curioso poeta de negocios que, después de haberse aventurado y haberse arruinado con el cultivo intensivo del cidro (en Córcega), se ha hecho productor de cortometrajes para satisfacer los sutiles complejos que le ligan con el cine. Yo sospecho que Roger Leenhardt es productor y crítico tan sólo en la medida en que ello le permite no reconocerse director. Le vimos, durante diez años, mariposear alrededor del cine, fingir olvidarlo, despreciarlo a veces y volver a atraparlo con una palabra de dejo melancólico en algunas de esas admirables conversaciones en las que Leenhardt juega con las ideas como el gato con un ratón. Algunos se preguntaban también si Leenhardt podría jamás abordar el largometraje, lanzarse a una obra mayor que la forma de su inteligencia parecía quizá condenar de antemano al fracaso. Con Leenhardt se estaba incluso tentado a considerar una lástima que tal fuente de ideas vivas se comprometieran con la realización.

Supongo, por lo demás, que Leenhardt se ha decidido a aceptar la proposición de su amigo y productor Pierre Gerin, en la medida en la que realizar un film es todavía una manera de plantear una idea: la de la creación, de manera apenas menos intelectual que la aventura del cidro en el corazón del Mediterráneo.

Si me detengo tanto en la personalidad de Roger Leenhardt antes de hablar de
Dernières vacances
es porque en cierta manera me parece más importante que el film. Por de pronto, porque lo esencial de Leenhardt se encontrará siempre en su conversación mientras que su obra, por muy importante que sea, no pasará nunca de ser un subproducto. Sus obras maestras nos las ha dado quizá, bajo una forma menor, en los comentarios de los cortometrajes que él ha realizado o producido. ¿Os acordáis, por ejemplo, del documental sobre el viento en el que aparecía, sobre un erial quemado por el sol y el mistral, la alta silueta de Lanza del Vasto? Pero yo no me refiero ni siquiera al texto, aunque el de
Naissance du cinema
sea admirable; pienso solamente en la dicción, en el timbre y en la modulación de la voz que hacen de Leenhardt el mejor comentador del cine francés. Todo Leenhardt está en esa voz inteligente e incisiva que la mecánica del micrófono no llega nunca a desnaturalizar, porque se identifica con el movimiento mismo del espíritu. Leenhardt es antes que nada un hombre de palabra. Ella sola es lo bastante móvil, lo bastante flexible, lo bastante íntima para absorber y traducir sin una apreciable degradación de energía la dialéctica de Roger Leenhardt, conservando la vibración en esa dicción sin sombra, en donde la claridad tiembla con pasión.

Aunque no hubiera realizado jamás largometrajes, Roger Leenhardt sería ya una de las personalidades más atrayentes e irremplazables del cine francés. Una especie de eminencia gris de la cosa cinematográfica. Uno de los raros hombres que, después de la generación de Delluc y Germaine Dulac, han hecho que el cine francés tenga una conciencia de sí mismo.

Parecía, por tanto, que el mismo carácter de Leenhardt le impedía aventurarse desde esa tierra de nadie hacia las fronteras de la creación y de la producción; pasar de la semiinternacionalidad de Saint-Germain-des-Prés donde todo es posible con las palabras, al mundo implacable y estúpido de los Campos Elíseos sometido a la inquisición sin recurso del éxito y del dinero.

Escribámoslo porque es de justicia, hay que agradecer a Pierre Gerin el haber tendido a Roger Leenhardt, de la orilla derecha a la izquierda, el puente de su confianza y de su amistad.

Puedo decirlo ahora: teníamos mucho miedo. En principio, sin duda porque un fracaso nos hubiera dolido, aun sin disminuir nuestra estima por él; pero más aún porque Leenhardt iba, después de algunos otros, a testimoniar sobre uno de los más graves problemas de la creación cinematográfica. A pesar de su familiaridad intelectual con el film, a pesar de su experiencia de productor y realizador de cortometrajes, Leenhardt se acercaba al cine sin armas, virgen de las técnicas del estudio. Prácticamente no había dirigido actores jamás. Y he aquí que de golpe le iba a hacer falta amaestrar todos los monstruos contra los que el sindicato, a falta de productores, defiende cuidadosamente al realizador novicio. Leenhardt estaba virtualmente encargado de responder a la pregunta: en el cine ¿puede un autor ir directamente a su estilo, someter, con algunos días de aprendizaje, toda la técnica a su voluntad y a sus intenciones, hacer una obra bella y comercial a la vez, sin pasar por todos los ritos de un largo aprendizaje técnico? No esperábamos de Leenhardt un film «bien hecho», sino una obra con su sello personal que realizara en un modo mayor algo de ese mundo que él lleva dentro. Hay otros ejemplos, pero no son demasiado numerosos. Dejando a un lado el caso totalmente diferente de Renoir, que es sin duda con Méliés y Feuillade el único hombre-de-cine con el que Francia se haya visto privilegiada, no quedan más que Cocteau y Malraux que hayan sabido someter al primer intento la técnica a su estilo. En Hollywood, la aventura todavía caliente de Orson Welles prueba por lo demás lo que puede ganar la técnica dejándose violentar por el estilo. ¿Iba a negarse esto a uno de los hombres más inteligentes del cine francés?

Leenhardt ha tenido la prudencia de buscar el máximo de dificultades; lo peor era, en estas circunstancias, lo más seguro. Así Leenhardt ha escrito (con su cuñado y amigo íntimo, el malogrado Roger Breuil) su guión y sus diálogos. El asunto mismo era de una fragilidad muy novelesca y la interpretación planteaba problemas casi insolubles.

La idea inicial es muy simple, muy bella y podría salir de una novela de Giraudoux. Hacia los quince o los dieciséis años, la mujer adquiere una madurez psicológica que el hombre tardará todavía bastantes años en alcanzar. La llegada de un joven arquitecto parisiense, encargado de comprar la propiedad familiar, hace que Juliette tome conciencia de una manera brutal de su destino de mujer y la aparta momentáneamente de su primo Jacques, que siente confusamente, en sus celos pueriles, cómo Juliette se le escapa, cómo se pasa del lado de las personas mayores y cómo él necesita, a su vez, más lenta y dolorosamente, labrarse su camino en el país de los hombres. Estas últimas vacaciones le enseñarán a distinguir la quemazón de la última bofetada de una madre, de la primera de una mujer.

Pero el tema del fin de la infancia Leenhardt lo ha unido íntimamente al del fin de una familia y de una cierta sociedad: de esta burguesía protestante a la que tres generaciones de seguridad material y de riqueza laboriosamente adquirida han convertido en una especie de aristocracia. Hacia el 1930, avanzada la posguerra, la decadencia había comenzado ya. Las dos aventuras, la de los niños y sus padres, tienen un escenario común: esa finca que resulta demasiado costosa a los herederos y que hace falta vender a una empresa hotelera.

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