¿Hay que concluir que el cine está obligado a la representación única si no de la realidad natural, sí de una realidad verosímil cuya identidad con la naturaleza, tal como la conoce, pueda admitir el espectador? El relativo fracaso estético del expresionismo alemán confirmaría esta hipótesis, porque se ve claramente que
Caligari
ha querido sustraerse al realismo del decorado bajo la influencia del teatro y de la pintura. Pero esto sería aportar una solución simplista a un problema que admite las más sutiles respuestas. Estamos dispuestos a admitir que la pantalla se puede abrir sobre un universo artificial, con tal de que exista un común denominador entre la imagen cinematográfica y el mundo en que vivimos. Nuestra experiencia del espacio constituye la infraestructura de nuestra concepción del universo. Transformando la fórmula de Henri Gou-hier: «la escena acepta todas las ilusiones, salvo la de la pre-senda», podría decirse: «La imagen cinematográfica puede vaciarse de todas las realidades excepto una: la del espacio».
Todas es quizá decir demasiado, porque no podría sin duda concebirse una reconstrucción del espacio privada de toda referencia a la naturaleza. El universo de la pantalla no puede yuxtaponerse al nuestro; lo sustituye necesariamente, ya que el concepto mismo de universo es espacialmente exclusivo. Durante un cierto tiempo, el film es el Universo, el Mundo, o si se quiere, la Naturaleza. Hay que reconocer que todos los films que han intentado sustituir el mundo de nuestra experiencia por una naturaleza fabricada y un universo artificial no han obtenido un éxito idéntico. Admitidos los fracasos de
Caligari
y de
Los Nibelungos
, podemos preguntarnos de dónde surge el éxito incontestable de
Nosferatii
y
La pasión de Juana de Arco
(utilizando como criterio de éxito el hecho de que estos films no han envejecido). Parece, sin embargó, a primera vista, que los procedimientos de puesta en escena pertenecen a la misma familia estética y que, con las variedades de temperamento o de época, pueden clasificarse estos cuatro films dentro de un cierto «expresionismo» opuesto al «realismo». Pero si se los considera desde más cerca, se advierte que existen entre ellos diferencias esenciales, que son evidentes en lo que concierne a R. Wiene y Murnau.
Nosferatu
se desarrolla casi siempre en decorados naturales, mientras que lo fantástico de
Caligari
nace gracias a un esfuerzo de deformación de la iluminación y del decorado. El caso de la
Juana de Arco
, de Dreyer, es más sutil, porque la participación de la naturaleza puede parecer en un principio inexistente. Aun siendo más discreto, el decorado de Jean Hugo no es apenas menos artificial y teatral que el utilizado en
Caligari
; el empleo sistemático de los primeros planos y de ángulos extraños acaba por destruir el espacio. Los habituales de los cine-clubs saben que nunca deja de contarse, antes de la proyección del film de Dreyer, la famosa historia de los cabellos de la Falconetti cortados realmente por las exigencias de la obra; y que suele también mencionarse la ausencia de maquillaje en los actores. Pero estos recuerdos históricos de ordinario no van más allá del interés anecdótico. Sin embargo, me parece que esconden el secreto estético del film; aquel incluso que determina su perennidad. Por ellos la obra de Dreyer no tiene nada en común con el teatro y podría decirse incluso que con el hombre. Cuanto más exclusivamente recurría a la expresión humana, más obligado estaba Dreyer a reconvertirla en naturaleza. Que nadie se equivoque: ese prodigioso fresco de cabezas es exactamente lo contrario de un film de actores: es un documental sobre los rostros. Allí no tiene importancia que los actores «actúen» bien; en revancha, la verruga del obispo Cauchon o las manchas vinosas de Jean d’Yd son parte integrante de la acción. En este drama, visto al microscopio, la naturaleza entera palpita en cada poro de la piel. El desplazamiento de una arruga, el pellizcarse un labio son los movimientos sísmicos y las mareas, el flujo y el reflujo de esta geografía humana. Pero la suprema inteligencia cinematográfica de Dreyer me parece manifestarse especialmente en la escena en exteriores que cualquier otro no hubiera dudado en rodar en el estudio. El decorado que había sido construido evoca, con toda precisión, una Edad Media teatral y de miniaturas. En este sentido, nada menos realista que ese tribunal en el cementerio o esa puerta levadiza; pero todo está iluminado por la luz del sol y el sepulturero arroja por encima de la fosa una paletada de verdadera tierra
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. Son esos detalles secundarios y aparentemente contrarios a la estética general de la obra los que le confieren, sin embargo, su naturaleza cinematográfica.
Si la paradójica estética del cine reside en una dialéctica de lo concreto y de lo abstracto, a causa de la obligación que tiene la pantalla de significar con la única mediación de lo real, es importantísimo discernir los elementos de la puesta en escena que confirman la noción de realidad natural y de los que la destruyen. Pero sería una consideración grosera el subordinar el sentimiento de realidad a la acumulación de hechos reales. Puede sostenerse que
Les Dames du Bois de Boulogne
es un film realista, aunque todo o casi todo en él sea estilización. Todo: excepto el ruido insignificante de un limpiaparabrisas, el murmullo de una cascada o el rumor de la tierra que se escapa de una vasija rota. Son estos ruidos, por lo demás cuidadosamente escogidos por su indiferencia con respecto a la acción, los que garantizan su verdad.
Siendo, por tanto, el cine una dramaturgia de la naturaleza, no puede haber cine sin construir un espacio abierto, que sustituye al universo en lugar de incluirse en él. Este sentimiento de espacio no puede sernos dado por el cine sin recurrir a ciertas garantías naturales. Pero es menos una cuestión de construcción del decorado, de arquitectura o de inmensidad, que de aislamiento de un catalizador estético que bastará introducir en una dosis infinitesimal en la puesta en escena, para que precipite totalmente en «naturaleza». El bosque de cemento de
Los Nibelungos
puede parecer infinito, pero no creemos en su espacio; mientras que el murmullo de una simple rama de álamo agitada por el viento, bajo el sol, bastaría para evocar todos los bosques del mundo.
Si este análisis está bien fundado, hay que admitir que el problema estético primordial en la cuestión del teatro filmado es la del decorado. La dificultad que tiene que resolver el director es la de convertir en una ventana sobre el mundo a un espacio orientado únicamente hacia una dimensión interior, el lugar cerrado y convencional del juego teatral.
No es en el
Hamlet
de Laurence Olivier donde el texto parece superfluo o debilitado por la paráfrasis de la puesta en escena y, menos todavía, en el
Macbeth
de Welles, sino paradójicamente en las puestas en escena de Gastón Baty, precisamente en la medida en que éstas tratan de crear sobre la escena un espacio cinematográfico, en la medida en que pretenden negar el reverso del decorado y reducen así la sonoridad a las solas vibraciones de la voz del actor, que queda privada de su caja de resonancia como un violín que no tuviera más que sus cuerdas. No se puede negar que lo esencial del teatro es el texto. Concebido para la expresión antropocéntrica de la escena y encargado de suplir por sí solo a la naturaleza, no puede, sin perder su razón de ser, desplegarse en un espacio transparente como el vidrio. El problema que se plantea al cineasta es, por tanto, el de dar a su decorado la opacidad dramática, respetando su realismo natural. Resuelta esta paradoja del espacio, el director, lejos de temer a la trasposición en la pantalla de las convenciones teatrales, encuentra por el contrario una absoluta libertad para apoyarse en ellas. A partir de ahí, ya no hace falta huir de lo que «resulta teatral» sino incluso eventualmente acusarlo, rechazando las facilidades cinematográficas como ha hecho Cocteau en
Les parents terribles
, o Welles en
Macbeth
, o incluso una puesta en letra cursiva de la parte teatral como Laurence Olivier en
Enrique V
. El retorno evidente del teatro filmado, al que asistimos desde hace diez años, se inscribe esencialmente en la historia del decorado y de la planificación; es una conquista del realismo; no, ciertamente, del realismo del tema o de la expresión, sino del realismo del espacio, sin el que la fotografía animada no llega a ser cine.
Este progreso ha sido posible por cuanto la oposición teatro-cine no descansaba sobre la categoría ontológica de la presencia, sino sobre una psicología de la interpretación. De una a otra se pasa de lo absoluto a lo relativo; de la antinomia a la simple contradicción. Si el cine no puede restituir al espectador la conciencia comunitaria del teatro, una cierta ciencia de la puesta en escena le permite al fin —y es un factor decisivo— conservar al texto su sentido y su eficacia. El injerto del texto teatral sobre el decorado cinematográfico es hoy una operación que se puede hacer con éxito. Queda esa conciencia de la oposición activa entre el espectador y el actor que constituye el juego teatral y que simboliza la arquitectura escénica. Pero ni siquiera ella es del todo irreductible a la psicología cinematográfica.
La argumentación de Rosenkrantz sobre la oposición y la identificación necesitaría, en efecto, una corrección importante. Encierra todavía una parte de equívoco, difícil de advertir dado el estado del cine en su época, pero que ha sido cada vez más denunciada por la evolución actual. Rosenkrantz parece hacer de la identificación el sinónimo necesario de pasividad y de evasión. En realidad el cine mítico y onírico no es más que un tipo de producción cada vez menos mayoritaria. No hay que confundir una sociología accidental e histórica con una psicología ineluctable; se trata de dos movimientos de la conciencia del espectador, convergentes pero no solidarios en absoluto. No me identifico de la misma manera con Tarzán que con el cura rural. El único denominador común en mi actitud ante esos héroes es que creo realmente en su existencia, que no puedo negarme, sin dejar de participar en el film, a estar incluido en su aventura, a vivirla con ellos en el interior mismo de su universo; «universo» no metafórico o figurado, sino espacialmente real. Esta interioridad no excluye, en el segundo ejemplo, una conciencia de mí mismo, distinta del personaje que acepto sustituir en el primero. Estos factores de origen afectivo no son los únicos que pueden contrariar la identificación pasiva; films como
L'espoir
o
Citizen Kane
exigen del espectador una vigilancia intelectual contraria a la pasividad. Lo más que puede asegurarse es que la psicología de la imagen cinematográfica ofrece una pendiente natural hacia una sociología del héroe caracterizada por una identificación pasiva; pero en arte, como en moral, las pendientes están hechas para ser remontadas. Mientras que el hombre del teatro moderno busca a menudo una atenuación de la conciencia de juego por una especie de realismo relativo de la puesta en escena (así el aficionado al Gran Guiñol juega a tener miedo, pero conserva, aun en los momentos de mayor horror, la deliciosa conciencia de estar siendo engañado), el realizador del film descubre recíprocamente los medios de excitar la conciencia del espectador y de provocar su reflexión: algo que supone una oposición en el seno de una identificación. Esta zona de conciencia privada, esta advertencia de sí mismo en lo más fuerte de la ilusión, constituye el equivalente de unas candilejas individuales. En el teatro filmado no es ya el microcosmos escénico lo que se opone a la naturaleza, sino el espectador que toma conciencia. En el cine,
Hamlet
o
Les parents terribles
no pueden y no deben escapar a las leyes de la percepción cinematográfica: Elsinor, la Roulotte existen realmente, pero yo me paseo invisible, gozando de esa libertad equívoca que permiten ciertos sueños. Entro en el juego, pero disfruto de una cierta perspectiva al mismo tiempo.
Esta posibilidad de conciencia intelectual en el seno de una identificación psicológica no podría, ciertamente, ser confundida con el acto voluntario constitutivo del teatro y por ello resulta vano pretender identificar, como lo hace Pagnol, la escena y la pantalla. Por muy consciente e inteligente que pueda volverme un film, no lo hace acudiendo a mi voluntad; en todo caso, acudiendo a mi buena voluntad. Necesita de mis esfuerzos para ser comprendido y gustado pero no para existir. Pienso sin embargo, basándome en la experiencia, que ese margen de conciencia permitido por el cine basta para fundar una equivalencia aceptable del placer puramente teatral, que permite en todo caso conservar lo esencial de los valores artísticos de la obra. El film, aunque no puede pretender sustituir íntegramente a la representación escénica, está al menos capacitado para asegurar al teatro una existencia artística válida, para ofrecernos un placer análogo. No puede en efecto obrar más que con una mecánica estética compleja, en la que la eficacia teatral original no es casi nunca directa, pero sí conservada, reconstruida y transmitida mediante un sistema de
relés
(por ejemplo
Enrique V)
o de amplificación
(Macbeth)
de inducción o de interferencia. El verdadero teatro filmado no es pues el fonógrafo, sino la onda Martenot.
De esta manera, tanto la práctica (cierta) como la teoría (posible) de un teatro filmado conseguido vienen a evidenciar las razones de los antiguos fracasos. La pura y simple fotografía animada del teatro es un error pueril, reconocido desde hace treinta años, sobre el que no vale la pena insistir. La «adaptación» cinematográfica ha tardado más tiempo en revelar su herejía y continuará todavía engañando; pero sabemos ya a dónde lleva: a crear limbos estéticos que no pertenecen ni al teatro ni al cine, sino a ese «teatro filmado» denunciado justamente como un pecado contra el espíritu del cine. La verdadera solución, finalmente entrevista, consiste en comprender que no se trata de hacer llegar a la pantalla el elemento dramático —intercambiable de un arte a otro— de una obra teatral, sino inversamente, de conservar la teatralidad del drama. El sujeto de la adaptación no es el argumento de la pieza, sino la pieza misma en su especificidad escénica. Esta verdad finalmente decantada nos va a permitir concluir con tres proposiciones cuya apariencia paradójica pasa a hacerse evidencia al reflexionar sobre ellas.