Ese parque, en el que Jacques y Juliette habrán recibido su primera lección de amor, es también el producto de una geografía humana muy precisa, con sus estanques de rocalla, sus prados extensos en los que se cosecha el heno, su avenida de bambús, sus macizos de araucarias, sus cedros azules, sus magnolias de flores grandes; donde la verde encina es el único testimonio que recuerda los eriales de las Cevennes; todo esto es la secreción de la propiedad burguesa, tal como se encuentra en otras veinte provincias francesas. Lugar cerrado, paraíso artificial y objeto tan desusado e insólito en estas tierras quemadas por el sol y jalonadas de ruinas romanas, como los vestidos de encaje y las labores en perlé de la tía Nelly. Es el símbolo de tres o cuatro generaciones burguesas, cuyo encanto y cuya grandeza habrán consistido en crearse simultáneamente, en tres cuartos de siglos, un estilo de vida y un estilo de propiedad. Pero más que los juegos de los hijos son las preocupaciones de los padres las que hacen aún más anacrónico este maravilloso mundo burgués.
Cabe preguntarse por qué el cine francés no ha explotado hasta aquí el tema del «dominio familiar» al que la literatura, desde
Dominique
a
Le Grand Meaulnes
, debe, sin embargo, algunas de sus obras maestras y numerosas novelas muy estimables. Pero resulta todavía más curioso constatar que la burguesía, cuyas costumbres y decadencia proporcionan la materia prima de las nueve décimas partes de la producción novelística francesa desde Balzac a Marcel Proust, ha interesado muy poco a los cineastas y que, desde
El sombrero de paja de Italia
hasta
Douce
y
Le diable au corps
, sólo puede citarse como film «burgués» la eterna y maravillosa
Régle du jeu
.
Digamos de pasada cómo Leenhardt se complica todavía la tarea situando su acción entre 1925 y 1930. Audacia discreta pero interesante, porque no contento con renunciar al prestigio ya clásico del 1900, le ha hecho falta, por el contrario, afrontar la dificultad de mostrar trajes poco favorecedores y demasiado próximos a nosotros para no correr el riesgo del ridículo.
El problema de la interpretación requería una solución todavía más delicada. Los quince años es la edad ingrata del cine (siendo por el contrario la edad ideal para la novela) porque ya no se puede contar con la gracia animal de la infancia y pocos actores poseen la naturalidad suficiente. En
Le diable au corps
, Autant-Lara ha jugado con el límite de edad inmediatamente superior. El guión de
Les dernières vacances
no lo permitía. Leenhardt ha visto recompensada su audacia: la joven Odile Versois, que hacía su debut en el cine, y Michel François, que lleva sin dificultad pantalones cortos, resultan ambos casi perfectos. En todo caso están por encima de la interpretación de los adultos, que es, probablemente, la causa de los principales fallos del film. Pierre Dux, en particular, no llega a ser el personaje un poco débil pero buen chico en el fondo y con buen humor que requería el guión. Berthe Bovy carece de simplicidad y Christiane Barry no tiene las cualidades suficientes para interpretar la prima divorciada. También se puede reprochar a Leenhardt el cambio de tono en el final de la película. Los dos primeros tercios, consagrados sobre todo a la aventura de Jacques y Juliette, tienen un admirable desarrollo, iba a decir novelesco. El último, por el contrario, en el que el énfasis se pone sobre la intriga amorosa esbozada entre Pierre Dux y Christiane Barry, está a punto de caer en el
vodevil
en ciertos momentos. Quizá aquí al guionista le han faltado audacia y aliento.
Pero por muy interesante, y en gran parte nuevo, que sea en sí mismo el guión de Roger Leenhardt, es el estilo de la puesta en escena lo que debe retener nuestra atención. No faltarán técnicos expertos que lo encuentren pobre o incluso torpe. Y es que apenas se sabe todavía lo que es el estilo en cine. En realidad, de cien films, en noventa la técnica de la planificación es rigurosamente idéntica, a pesar de ilusorios procedimientos de «estilo». Un film de Christian-Jaque o incluso de Duvivier no se reconocen por su estilo, sino solamente por el empleo más o menos frecuente de ciertos efectos perfectamente clásicos a los que ellos han añadido algunos perfeccionamientos personales. Por el contrario, los films de Renoir, planificados la mayor parte de las veces con desprecio del buen sentido y prescindiendo de todas las gramáticas, son el estilo mismo. Leenhardt no era un hombre que despreciara la forma, ni siquiera las reglas, y yo no pretendo que no se advierta a veces una cierta torpeza en la solución de un problema de planificación, pero, en lo esencial, ha encontrado perfectamente su estilo y la técnica adecuada. Su frase cinematográfica tiene una sintaxis y un ritmo discretamente personales y el que sea clara no implica en absoluto que no sea original. Con un admirable sentido de la concreta continuidad de la escena, Leenhardt sabe destacar a tiempo el detalle significativo sin renunciar, sin embargo, a su ligazón con el conjunto.
Dedicado a la novela, Leenhardt hubiera sido un moralista. La escritura cinematográfica recobra de alguna manera y por sus medios propios esa sintaxis de la lucidez que caracteriza todo un clasicismo novelístico francés, de
La Princesse de Clèves
a
L'Etranger
. Considerada como descriptiva, la planificación de
Les dernières vacances
puede parecer con frecuencia elemental, pero es en realidad el movimiento de un pensamiento en el que se encuentran resueltas estéticamente las contradicciones más chocantes de la personalidad de Roger Leenhardt. Si hiciera falta buscar referencias plásticas en lugar de literarias, compararía las mejores escenas de
Les dernières vacances
a esos grabados en los que la observación del detalle encuentra precisamente su sentido y su valor en la claridad lineal del trazo. Parcialmente influido por Renoir (su cámara sabe no matar jamás la escena bajo el escalpelo de la vivisección), Leenhardt se separa de él, sin embargo, sin renegarle, porque nunca renuncia por completo a comprender la escena, es decir, a juzgarla. La herencia protestante del autor no se descubre sólo en la materia protestante del guión y en el cuadro geográfico de
Les Cevennes
, sino que contribuye a informar la planificación: le impone una moral de la que Renoir —y en eso estriba su encanto— está enteramente desprovisto.
Es de temer que esta obra discreta, en cuyo guión y en cuya puesta en escena no hay ninguna solución espectacular, y que ha sido realizada con muy escasos medios, no consiga toda la atención que merece. Al menos podemos pensarlo al ver la persistente frialdad con que las comisiones de selección han excluido
Les dernières vacances
de todas las competiciones internacionales en 1947.
Y es que su naturaleza estética es esencialmente novelesca. Leenhardt ha hecho en film la novela que podría haber escrito. Por muy paradójico que pueda parecer, la atención del público e incluso de la crítica serían
a priori
mucho más favorables si se tratara de una adaptación.
Les dernières vacances
se integra con la mayor naturalidad y sin que nos demos cuenta en una tradición literaria, y apenas se advierte lo que su existencia cinematográfica puede tener de insólito y de profundamente original. Tan solo Malraux, con un tipo de novela totalmente diferente, nos ha hecho sentir este equívoco de la obra cinematográfica que podía ser literaria. Que nadie se equivoque:
Sierra de Teruel
es lo contrario de una adaptación. El film y el libro son la refracción de dos materias estéticas diferentes del mismo proyecto creador y están en el mismo plano de existencia estética. Si Malraux no hubiera escrito
l'Espoir
(terminada después del film) seguiríamos teniendo en la pantalla algo que podría haber sido una novela. Es también ese el sentimiento que nos produce
Les dernières vacances
. Ahora bien, de todo lo que desde hace diez años cuenta realmente en la producción mundial, desde
La régle du jeu
a
Citizen Kane
, pasando por
Paisa
¿no han sido precisamente novelas (o cuentos) la materia preferida de las películas? ¿Y desde hace el mismo tiempo no debe el lenguaje cinematográfico a esas mutaciones estéticas (que no son, lo repito, adaptaciones ni trasposiciones) sus más incontestables progresos?
El
western
es el único género cuyos orígenes se confunden prácticamente con los del cine y que después de medio siglo de éxito ininterrumpido conserva siempre su vitalidad. Incluso si se le niega un equilibrio en su inspiración y en su estilo desde los años treinta, habrá que extrañarse al menos de la estabilidad de su éxito comercial, termómetro de su salud. Sin duda el
western
no ha escapado del todo a la evolución del gusto cinematográfico, es decir, del gusto a secas. Ha padecido y habrá de padecer todavía influencias extrañas (las de la novela negra, por ejemplo, o de la literatura policíaca o de las preocupaciones sociales de la época) merced a las cuales la ingenuidad y el rigor del género se han visto perturbados. Hay que lamentarlo, pero no puede deducirse de ahí una verdadera decadencia. Esas influencias, en efecto, no se ejercen en realidad más que en una minoría de producciones de un nivel relativamente elevado, sin afectar a los films de «serie Z» destinados, sobre todo, a la consumición interior. Por otra parte, casi más lógico que lamentarse de las contaminaciones pasajeras del
western
sería el maravillarse de que las resista. Cada influencia obra sobre él como una vacuna. El microbio, pierde, al entrar en contacto con él, su virulencia mortal. En diez o quince años la comedia americana ha agotado sus virtudes; si sobrevive gracias a éxitos ocasionales, es tan solo en la medida en que se aparta en alguna forma de los cánones que determinaron su éxito antes de la guerra. De las
Noches de Chicago
(1927) a
Scarface
(1932), el film de gangsters completó su ciclo de crecimiento. Los guiones policíacos han evolucionado rápidamente, y si todavía hoy puede reencontrarse una estética de la violencia en el cuadro de la aventura criminal, que les es evidentemente común con
Scarface
, sería, sin embargo, bien difícil reconocer a los héroes originales en el detective privado, el periodista o el «G-man». Además, aunque pueda hablarse de un género policíaco americano, no cabe atribuirle la especificidad del
western
, ya que la literatura que existía antes de él no ha dejado de influenciarle, y los últimos avatares interesantes del film criminal proceden directamente de ella.
Por el contrario, la permanencia de los héroes y de los esquemas dramáticos del
western
ha sido demostrado recientemente por la televisión, con el éxito delirante de las antiguas películas de Hopalong Cassidy; y es que el
western
no envejece.
Quizá todavía más que la perennidad histórica del género, nos asombra su universalidad geográfica. ¿Qué hay en las poblaciones árabes, hindúes, latinas, germánicas o anglosajonas, entre las que el
western
no ha cesado de cosechar éxitos; qué les hace interesarse por la evocación del nacimiento de los Estados Unidos de América, las luchas de Búffalo Bill contra los indios, el trazado de las líneas de ferrocarril o la guerra de Secesión?
Hace falta, por tanto, que el
western
esconda algún secreto que más que de juventud sea de eternidad; un secreto que se identifique de alguna manera con la esencia misma del cine.
Resulta fácil decir que el
western
es «el cine por excelencia» basándose en que el cine es movimiento. Las cabalgadas y las peleas son sin duda sus atributos ordinarios, pero en ese caso el
western
quedaría reducido a una variedad más entre los otros films de aventuras. Por otra parte, la animación de los personajes llevada a una especie de paroxismo es inseparable de su cuadro geográfico; se podría, por tanto, definir al
western
por su decorado (la ciudad de madera) y su paisaje; pero otros géneros y otras escuelas cinematográficas han sacado partido de la poesía dramática del paisaje: la producción sueca de la época muda, por ejemplo, sin que esta poesía, que contribuyó a su grandeza, consiguiera asegurar su supervivencia. Más aún, se ha llegado, como en
The overlanders
, a tomar al
western
uno de sus temas —el tradicional viaje del rebaño— situándolo en un paisaje (el de la Australia central) bastante análogo a los del Oeste americano. El resultado, como se sabe, fue excelente; pero parece muy sensato que se haya renunciado a sacar conclusiones de esta proeza paradójica cuyo éxito no obedecía más que a coyunturas excepcionales. Se ha llegado incluso a rodar
western
en Francia, en los paisajes de Camargue, y debe verse ahí una prueba suplementaria de la popularidad y de la buena salud de un género que soporta la copia, la imitación o la parodia.
A decir verdad, nos esforzaríamos en vano intentando reducir la esencia del
western
a uno cualquiera de sus componentes. Los mismos elementos se encuentran en otras partes, pero no los privilegios que parecen estarles unidos. Hace falta, por tanto, que el
western
sea algo más que su forma. Las cabalgadas, las peleas, los hombres fuertes e intrépidos en un paisaje de salvaje austeridad no bastan para definir o precisar los encantos del género.
Esos atributos formales, en los que se reconoce de ordinario el
western
, no son más que los signos o los símbolos de su realidad profunda, que es el mito. El
western
ha nacido del encuentro de una mitología con un medio de expresión: la Saga del Oeste existía antes del cine bajo formas literarias o folklóricas, y la multiplicación de los films no ha hecho desaparecer la literatura
western
, que continúa teniendo su público y proporciona a los guionistas sus mejores asuntos. Pero no hay una medida común entre la audiencia limitada y nacional de las
westerns stories
y la otra, universal, de los films que inspiran. De la misma manera que las miniaturas de los libros de Horas han servido como modelos para la estatuaria y para las vidrieras de las catedrales, esta literatura, liberada del lenguaje, encuentra en la pantalla un escenario a su medida, como si las dimensiones de la imagen se confundieran al fin con las de la imaginación.