En Europa, y especialmente en Francia, es cierto que no podemos encontrar un éxito comparable al de la comedia americana. Dejando a un lado el caso muy particular y que merece un estudio especial, de Marcel Pagnol
[36]
, la aportación del teatro de
boulevard
a la pantalla ha sido desastrosa. Pero el teatro filmado no comienza con el cine sonoro: podemos remontarnos hasta la época en que el
film d'art
llama la atención a causa de su fracaso. Ya entonces triunfaba Méliés, que en realidad no vio en el cine más que un perfeccionamiento de lo maravilloso teatral; el truco no era para él más que una prolongación de la prestidigitación. La mayor parte de los grandes cómicos franceses y americanos salen del
music-hall
y del
boulevard
. Basta mirar a Max Linder para comprender todo lo que debe a su experiencia teatral. Como la mayor parte de los cómicos de esta época, actúa deliberadamente para el público, guiña el ojo a la sala, la toma como testigo de sus momentos difíciles, no duda en hacer un aparte. En cuanto a Charlot, incluso independientemente de su deuda con el mimo inglés, es evidente que su arte consiste en poner a punto, gracias al cine, la técnica de la comicidad del
music-hall
. Aquí el cine supera al teatro, pero continuándolo y desembarazándolo de sus imperfecciones. La economía del
gag
teatral está subordinada a la distancia de la escena a la sala, y sobre todo a la duración de las risas que llevan al actor a prolongar un efecto hasta su extinción. La escena, por tanto, le incita, casi le obliga a la hipérbole. Sólo la pantalla podía permitir a Charlot el alcanzar esta matemática de la situación y del gesto, donde el máximo de claridad se expresa en el mínimo de tiempo.
Cuando se vuelven a ver películas cómicas muy antiguas, como la serie de Boireau o de Onésime, por ejemplo, no es sólo el trabajo del actor lo que las relaciona con el teatro primitivo, sino la estructura misma de la historia. El cine permite llevar hasta sus últimas consecuencias una situación elemental a la que la escena imponía unas limitaciones de tiempo y de espacio que la mantenían en un estado de evolución hasta cierto punto larvario. Lo que puede hacer creer que el cine ha venido a crear por completo nuevas situaciones dramáticas es el hecho de que gracias a él ha sido posible la metamorfosis de situaciones teatrales que sin él no hubieran llegado nunca al estado adulto. Existe en México una especie de salamandra capaz de reproducirse en el estado de larva y de permanecer así. Inyectándole la hormona apropiada se puede hacer que alcance la forma adulta. De la misma manera que la continuidad de la evolución animal presentaba lagunas incomprensibles hasta que los biólogos descubrieron las leyes de la pedomorfosis, que les han enseñado no sólo a integrar las formas embrionarias del individuo en la evolución de las especies, sino más aún, a considerar ciertos individuos, aparentemente adultos, como seres bloqueados en su evolución
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. En este sentido, ciertos géneros teatrales se fundan sobre situaciones dramáticas congénitamente atrofiadas antes de la aparición del cine. Si el teatro es, como pretende Jean Hytier
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, una metafísica de la voluntad, ¿qué se puede pensar de una película como
Onésime et le beau voyage
, en la que la testarudez por llevar a cabo, en medio de las más absurdas dificultades, un viaje de novios cuyo fin mismo desaparece después de las primeras catástrofes, raya en una especie de locura metafísica, de delirio de la voluntad, en una cancerización del «hacer» que se engendra a sí mismo contra toda razón? ¿Es que se puede emplear aquí la terminología psicológica y hablar de voluntad? La mayor parte de estas películas cómicas son más bien la expresión lineal y continua de un proyector fundamental del personaje. Ponen de manifiesto una fenomenología de la testarudez. Boireau, sirviente, hará la limpieza hasta que la casa se derrumbe. Onésimo, convertido en un marido que emigra, continuará su viaje de novios hasta el punto de embarcarse para el horizonte sobre su inseparable maleta de mimbre. La acción aquí no tiene necesidad de intriga, de incidentes, de rebotes, de
quid pro quos
ni de golpes teatrales: se desarrolla implacablemente hasta destruirse a sí misma. Camina ineluctablemente hacia una especie de catarsis elemental de la catástrofe, como el globo que un niño infla imprudentemente y que termina por estallarle en la cara, para nuestro alivio y probablemente también para el suyo.
Por lo demás, cuando se hace referencia a la historia de los personajes, de las situaciones o de los procedimientos de la farsa, es imposible no advertir que el cine cómico ha supuesto su inmediata y deslumbrante resurrección. Género en vías de extinción desde el siglo XVII, la farsa «en carne y hueso» apenas si se continuaba, deformada y muy especializada, más que en el circo y en algunas formas del
music-hall
. Es decir, precisamente donde los productores de los films cómicos, sobre todo en Hollywood, han ido a reclutar sus actores. Pero la lógica del género y de los medios cinematográficos ha extendido inmediatamente el repertorio de su técnica: ha dado origen a los Max Linder, a los Buster Keaton, a los Laurel y Hardy, a los Chaplin; de 1905 a 1920 la farsa ha conocido un esplendor único en su historia. Y creo acertar al hablar de farsa, tal como la tradición la ha perpetuado desde Plauto y Terencio e incluso la
Commedia dell'arte
con sus temas y sus técnicas. Pondré tan solo un ejemplo: el tema clásico del tonel se encuentra espontáneamente en un viejo Max Linder (1912 o 1913), en el que puede verse al travieso don Juan, seductor de la mujer de un tintorero, obligado a sumergirse en una cuba llena de tinte para escapar a la venganza del marido burlado.
Y es bien cierto que no se trata en este caso de influencias ni de reminiscencias, sino del entroncamiento espontáneo de un género en su tradición.
Gracias a estas breves evocaciones puede verse que las relaciones del teatro con el cine son más antiguas y más íntimas de lo que generalmente se piensa, y, sobre todo, que no se limitan a lo que ordinaria y peyorativamente se designa con el nombre de «teatro filmado». Puede verse también cómo la influencia tan inconsciente como inconfesada del repertorio y de las tradiciones teatrales ha tenido una influencia decisiva sobre los géneros cinematográficos considerados como ejemplares en el orden de la pureza y de la «especificidad».
Pero el problema no es exactamente el mismo que el de la adaptación de una pieza tal como se entiende ordinariamente. Conviene, antes de ir más lejos, distinguir entre el hecho teatral y lo que se podría llamar el hecho «dramático».
El drama es el alma del teatro. Pero también es posible que habite en otra forma literaria. Un soneto, una fábula de La Fontaine, una novela…, un film pueden deber su eficacia a lo que Henri Gouhier llama «las categorías dramáticas». Desde este punto de vista, es bastante inútil reivindicar la autonomía del teatro, o más bien hay que presentarla como negativa, en el sentido de que una pieza no podría dejar de ser «dramática» mientras que a una novela le está permitido serlo o no.
Hombres y ratones
es a la vez una novela corta y un modelo puro de tragedia. Por el contrario, resultaría difícil adaptar a la escena
Du cóté de chez Swann
, No podría alabarse a una obra teatral por ser novelesca, pero se podría muy bien felicitar al novelista por haber sabido construir una acción.
Si de todas maneras se considera el teatro como el arte específico del drama, hay que reconocer que su influencia es inmensa y que el cine es la última de las artes que puede escapar a ella. Considerándolo así, la mitad de la literatura y las tres cuartas partes de los films serían sucursales del teatro. Por tanto, no es así como se plantea el problema: no comienza a existir más que en función de la obra teatral encarnada, no ya en el actor, sino sobre todo en el texto.
Fedra
ha sido escrita para ser representada, pero existe ya como obra para el bachiller que aprende sus clásicos. El
Teatro en la butaca
, con la única ayuda de la imaginación, es un teatro incompleto, pero es ya teatro. Por el contrario,
Cyrano de Bergerac o Le voyageur sans bagages
, tal como han sido filmados, no lo son, aunque esté el texto, y hasta incluso el espectáculo.
Si nos fuera posible no retener de
Fedra
más que la acción y pudiéramos volver a escribirla en función de las «exigencias novelescas» o del diálogo del cine, volveríamos a encontrarnos ante la hipótesis precedente de lo teatral reducido a lo dramático. Pero si no hay ningún impedimento metafísico para realizar esta operación, sí se advierte que hay muchos de orden práctico, contingente e histórico. El más simple es el saludable temor al ridículo; y el más imperioso, la concepción moderna de la obra de arte que impone el respeto del texto y de la propiedad artística, incluso moral y póstuma. En otros términos, sólo Racine tendría derecho a escribir una adaptación de
Fedra
, pero aparte de que nada nos prueba el que con esa condición la adaptación sería buena (ha sido el mismo Jean Anouilh quien ha vertido al cine
Le voyageur sans bagages)
, resulta que Racine ha muerto.
Se dirá quizá que no pasa en absoluto lo mismo cuando el autor está vivo, ya que éste puede reinventar personalmente su obra, remodelar la materia —como hizo recientemente André Gide, aunque en sentido contrario, de la novela a la escena, con
Les Caves du Vadean
— o por lo menos controlar y avalar el trabajo de un adaptador. Pero mirándolo de cerca, se trata de una satisfacción más jurídica que estética; en primer lugar porque el talento, y
a fortiori
el genio, no son siempre universales, y nada garantiza la equivalencia del original y de la adaptación, incluso firmada por el autor. Después, porque la razón más común de llevar a la pantalla una obra dramática contemporánea es el éxito que ha conseguido en la escena. Este éxito la cristaliza esencialmente en un texto paladeado ya por el espectador y que, además, el público de la película pretende encontrar de nuevo; he aquí cómo hemos llegado, dando un rodeo más o menos honorable, al respeto del texto.
Finalmente y sobre todo, porque cuanto mayor es la calidad de una obra dramática, más difícil es la disociación de lo dramático y de lo teatral, cuya síntesis está realizada por el texto. Resulta significativo el que asistamos a tentativas de adaptación de novelas a la escena pero nunca, prácticamente, a la operación contraria. Como si el teatro se situara en el término de un proceso irreversible de purificación estética. En todo rigor, puede obtenerse una obra teatral de
Los hermanos Karamazov
o de
Madame Bovary
; pero admitiendo que esas piezas hubieran existido primero, habría sido imposible hacer las novelas que conocemos. Y es que si lo novelesco incluye lo dramático de manera que esto último puede ser deducido, la recíproca supone una inducción, es decir, un arte, una creación pura y simple. Con relación a la obra teatral, la novela no es más que una de las múltiples síntesis posibles a partir del elemento dramático simple.
Así, si la noción de fidelidad no es absurda en el sentido novela-teatro, ya que puede discernirse una filiación necesaria, no se ve muy bien lo que podría significar el sentido inverso,
a fortiori
, la noción de equivalencia: todo lo más se podría hablar de «inspiración» a partir de las situaciones y de los personajes.
Estoy comparando de momento la novela y el teatro, pero lodo hace pensar que el razonamiento sirve también para el cine; porque, una de dos: o el film es la fotografía pura y simple de la pieza (por tanto con su texto) y eso es precisamente el famoso «teatro filmado», o bien la pieza es adaptada a «las exigencias del arte cinematográfico» y entonces volvemos a caer en la inducción de la que hablábamos antes y se trata entonces de otra obra. Jean Renoir se ha inspirado en la pieza de René Fauchois en
Boudu sauvé des eaux
, pero ha realizado una obra probablemente superior al original y que le eclipsa
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. Se trata por lo demás de una excepción que confirma plenamente la regla.
Desde cualquier ángulo que se la aborde, la pieza teatral, clásica o contemporánea, está irrevocablemente ligada a su texto. No se podría «adaptar» éste sin renunciar a la obra original sustituyéndola por otra, quizá superior pero que ya no es la misma. Operación que estaría fatalmente limitada por lo demás a autores de menor importancia o todavía vivos, ya que las obras maestras consagradas por el tiempo nos imponen el respeto del texto como un postulado.
Todo lo cual viene a ser confirmado por la experiencia de los diez últimos años. Si el problema del teatro filmado recobra una singular actualidad estética, lo debe a obras como
Hamlet, Enrique V, Macbeth
en lo que al repertorio clásico se refiere; y, para los contemporáneos, a films como
La loba
, de Lilian Hellman y Wyler,
Les parents terribles
,
Occupe-toi d'A-mélie, The rope
… Jean Cocteau había preparado antes de la guerra una «adaptación» de
Les parents terribles
. Al volver a pensar en ello en 1946, renunció a esta adaptación y decidió conservar íntegramente el texto primitivo. Veremos más adelante que incluso ha conservado prácticamente el mismo decorado escénico. La evolución del teatro filmado, en América, Inglaterra y Francia, y tanto partiendo de obras clásicas como modernas, es la misma; se caracteriza por una fidelidad cada vez más imperiosa al texto escrito, como si las diversas experiencias del cine sonoro se unieran en este punto. Anteriormente, la preocupación fundamental del cineasta parecía ser la de camuflar el origen teatral del modelo, adaptándolo, disolviéndolo en el cine. Actualmente no sólo parece que ha renunciado a esto, sino que llega a subrayar sistemáticamente su carácter teatral. Y casi no podía ser de otra manera desde el momento en que se respeta lo esencial del texto. Concebido en función de las virtualidades teatrales, el texto las lleva todas en sí. Determina el modo y el estilo de la representación; es ya, en potencia, el teatro. No se puede decidir serle fiel y apartarle al mismo tiempo de la expresión a la que tiende.